Nunca es tarde para amar. Marie Ferrarella

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Nunca es tarde para amar - Marie Ferrarella Bianca

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diminuta estancia requería la presencia de dos personas para estar abarrotada, y ya las tenía. Tres casi llegaban al límite legal. Para evitar verse mareado por una combinación de satén, encajes y la presión de tres cuerpos femeninos, Bruce Reed eligió quedarse en el umbral. Le sonrió a la mujer joven que conocía desde hacía poco tiempo y a la que había llegado a querer como a la hija con la que jamás fue bendecido.

      –Melanie, creo que tengo algo que es tuyo.

      –¡Mamá! –giró al verla por el espejo–. Sabía que lo conseguirías.

      Aunque no fue fácil, logró abrazar a su madre. Melanie no era propensa a las preocupaciones, pero a medida que pasaban las horas había empezado a temer que su madre no llegara a tiempo para la boda.

      Margo contuvo lo que parecía una lágrima. No había llorado en años. Ese era un momento ridículo para empezar. Se suponía que era una ocasión especial. Se permitió unos momentos para asimilar el abrazo.

      –Claro que lo conseguí. No todos los días se casa mi hija –la soltó y dio un paso atrás para mirarla bien. ¿Cuándo se había convertido en una bella y joven mujer la niña que la había observado con ojos de adoración?– Habría llegado mucho antes si a alguien se le hubiera ocurrido dejar de hacer casas en el Condado de Orange o construido suficientes carreteras. Deja que te mire bien.

      Al fin había llegado su madre. «Todo va a salir bien», pensó Melanie. Complacida, intentó extender la falda del vestido de novia para que su madre lo contemplara. No fue fácil. Joyce Freeman, su dama de honor, encogió al máximo su metro setenta contra la pared para darle más espacio a su amiga.

      –Es un vestido hermoso, ¿no crees? –en cuanto lo vio, Melanie supo que era el que debía llevar para jurarle amor eterno a Lance. Que le quedara como de ensueño era sólo algo adicional.

      –El vestido es bonito, tú eres hermosa –corrigió la voz profunda detrás de Margo.

      «Casi me había olvidado de él», pensó Margo, mirando por encima del hombro a su escolta.

      –Creo que este hombre me va a gustar –frunció el ceño al darse cuenta de que no le había preguntado cómo se llamaba–. ¿Quién eres?

      Él extendió la mano y tomó la de Margo. Durante una fracción de segundo ella experimentó una abrumadora sensación de bienestar. «Debe ser por la ocasión», concluyó.

      –Soy Bruce Reed –dijo. Al no ver señal de reconocimiento en la cara perfecta que tenía delante, añadió–: El padre del novio.

      –Oh –no le extrañó. Los mejores siempre estaban comprometidos. No obstante, le sonrió–. Encantada de conocerte.

      –Lamento interrumpir –dijo Melanie cuando Joyce le indicó el reloj–, pero me espera una boda –miró la maleta–. Mamá, ¿piensas cambiarte o llevarás esa maleta contigo a tu asiento?

      –Siempre tuviste una boca preciosa, ¿no es verdad? –Margo rió y besó la mejilla de su hija.

      –Hace juego con todo lo demás –repuso Melanie.

      –Yo creo que esto es demasiado pequeño para cambiarse –comentó Bruce–. ¿Tal vez preferirías usar el cuarto de baño?

      –No te preocupes por mí –descartó con un gesto de la mano, y a punto estuvo de golpear a Joyce–. Me arreglo en cualquier parte –el espacio limitado no presentaba ningún desafío. Hubo una época, breve, por suerte, justo después de nacer Melanie, en que había compartido un diminuto camerino en Las Vegas con otras treinta mujeres. Había aprendido a cambiarse deprisa con un mínimo de movimiento. Con una sonrisa, cerró la puerta en su cara y se volvió–. Si el novio se parece a su padre –comentó, quitándose la chaqueta y la blusa–, has encontrado un hombre endiabladamente atractivo, cariño. Mi enhorabuena por el buen gusto.

      –Se parecen –a Melanie le resultó imposible pensar en Lance sin sentir una oleada de felicidad.

      –¿Cuántos años tiene? –con gesto fluido Margo se quitó la falda y se enfundó un vestido de color azul brillante, elegido para resaltar tanto sus ojos como la figura de la que estaba orgullosa.

      –Lance tiene treinta –se miró por última vez en el espejo y se ajustó la cadena de oro trenzado que le había regalado él.

      –Él no, su padre –se puso los zapatos que había guardado en el fondo de la pequeña maleta. Se volvió hacia Joyce–. Joy, ¿quieres hacer los honores?

      Desde su reducido espacio detrás del espejo, Joyce alargó una mano y logró subir la cremallera del vestido de Margo. Todo el incidente la hizo sonreír. Había crecido en la casa de al lado de Melanie, su madre y la tía Elaine. No hubo ni un solo día durante ese tiempo en que no hubiera envidiado a su mejor amiga. Margo McCloud, bohemia y nada ortodoxa, había parecido tan vital y dinámica, llena de sorpresas, que en comparación hacía que sus propios padres resultaran corrientes y aburridos.

      El cariño que sentía por ella jamás desapareció, ni siquiera al convertirse en una mujer.

      –¿Bruce? –preguntó Melanie sorprendida. Se quedó pensativa–. No lo sé.

      –Parece más un hermano mayor que el padre de un hombre de treinta años –Margo dio un paso atrás para cerciorarse en el espejo de que todo estaba en su sitio, satisfecha con su aspecto.

      ¿Acaso era un destello de interés el que Melanie veía en los ojos de su madre? «Probablemente», decidió. No había un solo hombre vivo que a Margo McCloud, por un motivo u otro, no le gustara. El sentimiento siempre era recíproco. Ella dejaba bien claro que disfrutaba con la compañía de los hombres, disfrutaba llegando a conocerlos. Ninguno salía de una relación con Margo sin convertirse en un amigo de por vida. Se preguntó si su madre se mostraba sólo curiosa o si había algo más.

      –Su padre se casó muy joven. La madre de Lance y él estaban muy enamorados. La naturaleza siguió su curso y el inminente nacimiento de Lance aceleró sus planes de matrimonio.

      Margo pensó que eso le resultaba familiar. Pero en su caso el resultado no había sido la boda. El padre de Melanie había realizado su primer y último truco de magia para desaparecer de su vida en cuanto se enteró de que estaba embarazada. «Él se lo perdió», reflexionó mirando a su hija.

      –Muy romántico. Y una pena –salió del cuarto–. Ya estoy lista.

      Melanie tomó del brazo a su madre y empezaron a caminar hacia la entrada. Vio que Joyce le hacía una seña a alguien; la música comenzó a sonar.

      –¿Qué quieres decir con que es una pena?

      –Que Bruce esté casado –se encogió de hombros.

      –Pero no lo está –Melanie se detuvo ante las puertas dobles–. Es viudo. Su mujer murió en un accidente de avión hace unos años.

      –Hmm –eso proyectaba una luz distinta. Atractivo y libre.

      –Conozco esa mirada –Melanie no supo si mostrarse complacida o preocupada. No estaría de más una oportuna advertencia–. Creo que papá es un poco conservador para ti.

      –¿Papá? –la palabra hizo que Margo se parara en seco para mirar a su hija.

      Fue

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