Nunca es tarde para amar. Marie Ferrarella

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Nunca es tarde para amar - Marie Ferrarella Bianca

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cosa que tuviera un mínimo de alcohol, sin sentirse impulsadas a confesar todas las transgresiones y los pecados pasados. No sabía a qué categoría pertenecía Margo, aunque albergaba sus sospechas.

      –¿Tanta edad le sacas? –le pareció que esa era la mejor manera de manejar la situación.

      –Oh, Bruce, me encantas. La verdad es que soy diecisiete años mayor que Melanie –hizo una pausa–. Diecisiete y medio, de hecho.

      Bruce pensó que eso les proporcionaba un vínculo, ya que ambos habían sido padres antes de cumplir los veinte años.

      –Mi esposa tenía casi diecinueve años cuando nació Lance. Era cinco meses mayor que yo –no fue consciente de la sonrisa tierna que esbozó durante unos instantes, al dejarse transportar a otra época y lugar. Pero Margo la vio. Lo que no entendió fue por qué la sonrisa le provocó una añoranza agridulce–. Siempre le dije que me gustaban las mujeres mayores –añadió, riendo–. Jamás le importó –entonces se puso serio cuando la tristeza, después de tanto tiempo, lo envolvió–. Nunca llegó a ser lo bastante mayor como para que ese comentario adquiriera peso –se detuvo y pensó que Margo necesitaba una explicación para entenderlo–. Murió siendo muy joven.

      Y aún seguía enamorado. Ella quedó conmovida por el sentimiento que vio en sus ojos.

      –Tu mujer fue muy afortunada.

      –¿Qué te hace decir eso? –sorprendido, enarcó una ceja. ¿Cómo podía una mujer que había muerto demasiado joven para ver a su hijo alcanzar su destino, ser afortunada?

      –El modo en que se te iluminó la cara al mencionarla –no pudo evitar envidiar a la madre de Lance. Aunque ya no estaba, aún retenía el amor de su marido–. El ingrediente más importante en la vida de una persona es el amor, y me da la impresión de que ella lo tuvo en abundancia.

      «Sí», pensó él, «Ellen lo tuvo». No recordaba un día en que no la hubiera amado. Le daba la impresión de que siempre habían estado juntos, desde el principio. Lo que hubiera pasado antes de conocerse era algo borroso. Igual que lo era la vida sin ella.

      –Eres una mujer muy perceptiva –mientras giraban en la pista volvió a captar la fragancia del perfume de Margo. Le agudizaba los sentidos; le sonrió.

      –Eso me han dicho –repuso sin ninguna vanidad.

      –Bueno, sin duda no eres tímida –resultaba abierta; era un rasgo honesto. Valoraba mucho la honestidad.

      «Oh, pero lo soy», surgió el pensamiento en su mente, como un alma perdida en la oscuridad. «Lo que pasa es que es algo que no puedo permitir que se vea mucho». Evitó que los pensamientos se reflejaran en su rostro, algo que con los años había perfeccionado.

      –Conoces a mi hija –le recordó–. ¿De verdad esperabas que lo fuera?

      –No, pero debo reconocer que tampoco esperaba a alguien tan efervescente.

      –¿Efervescente? –rió encantada–. Mi querido señor Reed, ahora estoy muy contenida –miró en dirección a Melanie y sintió el mismo nudo en la garganta que en la iglesia–. Creo que comprender que las cosas se resisten a mantenerse inalteradas, sin importar cuánto te gustaría que así fuera, es lo que me ha moldeado.

      Bruce conocía esas señales agridulces. La sensación de afinidad creció a medida que la música terminaba. Apenas lo notó. Oía otra melodía en su cabeza. Siguió moviéndose al son de esa música silenciosa e intentó alegrarle el ánimo.

      –Si esto es contenida, qué el cielo ayude al hombre que te suelte.

      «Era realmente encantador», pensó Margo. Y, lo supiera o no, hacía maravillas para su ego. Era lo que necesitaba en ese momento, a medida que la soledad penetraba en su interior sin importar sus esfuerzos por bloquearla.

      –El cielo tiene poco que ver con ello, Bruce. O conmigo –le guiñó un ojo–. Al menos eso es lo que dijo mi padre la última vez que lo vi.

      –¿Cuándo fue?

      Si Margo cerraba los ojos aún podía ver la fría mirada de desaprobación y condena en los ojos verdes de Egan McCloud cuando le ordenó que se marchara. Ningún instrumento conocido por el hombre podía medir la profundidad de esa frialdad.

      Respiró hondo antes de contestar, sin que su sonrisa titubeara en ningún instante. Comenzó a notarse a los cuatro meses. A los cinco, su padre ya no creyó que fuera un problema de peso.

      –Cuatro meses antes de que naciera esa hermosa joven con el vestido de novia.

      Bruce sintió que el cuerpo de ella se ponía tenso. Fue algo ínfimo, pero no le cupo ninguna duda.

      –¿No lo has visto desde entonces?

      –No con vida –Margo sacudió la cabeza y deseó que el recuerdo no doliera tanto. Había regresado del funeral y nunca más volvió a derramar una lágrima–. No quiso saber nada de mí. Era un hombre muy temeroso de Dios, y creo que me consideraba como un terrible fracaso.

      «Creía lo que decía», se dio cuenta Bruce. Sus simpatías estaban completamente de su lado. Sabía lo que era anhelar la aceptación de alguien. En su caso él había buscado la de su hijo. La aceptación y el perdón de Lance. Había tardado en conseguir las dos cosas. Y no es que lo culpara. Sintiéndose a la deriva tras la muerte de su esposa, había dejado que Bess criara a Lance. No había comprendido cómo su marcha había afectado a Lance. De forma inconsciente, la estrechó un poco más en sus brazos.

      –Puede que esté un poco fuera de lugar diciendo esto, pero creo que a tu padre le habría ido mucho mejor contigo y consigo mismo si a cambio hubiera sido un hombre que amara a Dios –la sonrisa que Margo le ofreció le recordó a las libélulas que iluminan el cielo de junio. Incluso creyó ver un matiz de gratitud en ella.

      –Por el bien de Melanie, espero que Lance salga a ti –para ser un hombre reservado, sabía cómo expresar una frase.

      –Lance hace tiempo que siguió su camino como para ser todo lo opuesto a lo que soy yo –el comentario hizo resonar algo que hasta hace poco había sido muy doloroso–. No fui un buen padre.

      –Estoy convencida de que si tus sentimientos tienen alguna base real, hubo circunstancias atenuantes –no había nada más inútil que lamentar cosas que no se podían cambiar.

      –Dime, ¿eres siempre tan abierta mentalmente? –cambió de tema; era la boda de Lance, no el momento de hablar sobre la muerte y cómo le había quemado el corazón, dejando sólo cenizas.

      –Algunas personas consideran que es mi mejor rasgo.

      Bruce no estaba seguro de eso. Si se lo hubieran preguntado, le habría resultado difícil decir cuál era el mejor rasgo de Margo. Era hermosa de un modo cálido. Aunque se suponía que la apariencia no importaba. Hacía tiempo que había aprendido que la transitoria belleza exterior tenía poco peso, aunque debía reconocer que la madre de Melanie era un festín para la vista. Y su manera de ser, abierta, cálida, sensualmente encantadora, multiplicaba por diez ese festín.

      –Yo no diría eso –comentó.

      –¿Oh? –sus ojos penetraron en su alma–. ¿Y qué dirías tú?

      –Que tengo

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