Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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hacer lo que quieras, Hannah. Ésta es ahora tu casa.

      —No quiero parecer desagradecida, pero… no la siento como mi hogar. En casa tenía cosas que hacer. Esto, en cambio… es como vivir en un hotel de lujo.

      —¿No te gusta tu habitación?

      —Es tan grande como un granero… aunque nunca había visto un granero con una cama de dosel. ¿Te das cuenta de que en toda mi vida he pasado una noche sola?

      —Ya te acostumbrarás. Y si necesitas algo, yo estaré al lado. Lo único que tienes que hacer es llamarme.

      —Ya —de repente se ruborizó. ¿Y si Judd se había tomado su comentario como una invitación? Desde luego, lo había parecido.

      Alzó la mirada hacia él, sintiéndose vulnerable. Judd era su marido legal. Si decidía ejercer sus derechos maritales… ¿quién podría impedírselo?

      La luz de la luna recortaba los planos y ángulos de su rostro. Quint era el más guapo de los dos, pero Judd poseía un aura de poder, un sereno aire de autoridad. No se había cambiado la blanca camisa de lino, pero se la había arremangado, descubriendo sus fuertes y morenos brazos. El pálido soldado convaleciente que había descendido del tren tres meses atrás había dejado paso a un hombre sano y atezado, poseedor de una fuerza que Hannah encontraba perturbadoramente sensual.

      Contempló sus manos grandes, llenas de cicatrices, apoyadas en la barandilla al lado de las suyas. Podía sentir sus ojos clavados en ella, percibir las preguntas que flotaban latentes en el aire. ¿Qué sucedería si alargaba una mano y… lo tocaba?

      —¿Me tienes miedo, Hannah?

      Sus palabras volvieron a sobresaltarla. Lo miró.

      —No tienes nada que temer. Eres la mujer de mi hermano. Llevas un hijo suyo en tus entrañas… carne de mi carne y sangre de mi sangre. Daría mi vida para protegerte.

      —Lo sé —susurró.

      —Entonces sabrás también que puedes confiar en mí. Cuando aceptaste este matrimonio, te prometí que nunca te pondría una mano encima. Ya descubrirás que soy un hombre de palabra.

      Hannah quiso replicar algo, pero era como si la lengua se le hubiera pegado al paladar. El único sonido que se oyó salió de su estómago: un leve y sordo rumor. Judd reprimió una carcajada.

      —Creía que habías dicho que no tenías hambre.

      —Quizás un poco… —volvió a ruborizarse.

      —Te propongo una cosa: Gretel hace el mejor pudín de arroz de toda la comarca. A mí me está apeteciendo un plato. Siéntate en los escalones mientras traigo un poco para los dos —al ver que vacilaba, añadió—: Es una orden, señora Seavers.

      Escuchar de sus labios su nombre de casada fue suficiente para que le flaquearan las rodillas. Temblando, se sentó en el escalón superior mientras Judd atravesaba el porche y entraba en la casa. ¡La señora Seavers! Muy pronto estallaría el escándalo en el pueblo. Podía imaginarse lo que dirían. Con Quint ausente durante apenas tres meses… ¡la pequeña intrigante de Hannah Gustavson había terminado casándose con su hermano!

      No podía esperar que la trataran amablemente por ello, sobre todo cuando se supiera lo del bebé. Pero aprendería a mantener la cabeza alta. Era una Seavers, legalmente al menos. Y lo que era más importante: su hijo era un Seavers. En qué lío se había metido…

      Apenas habían transcurrido cinco minutos cuando Judd volvió con dos cuencos de pudín de arroz.

      —Espero que te guste frío. Gretel ya lo había metido en la fresquera.

      —Sí, gracias —al aceptarlo, sus dedos se rozaron. Procuró ignorar el cosquilleo de excitación que sintió mientras Judd se sentaba junto a ella, no lo suficientemente cerca, sin embargo, para que pudiera tocarla. El pudín olía a nata fresca y canela. Cuando se llevó la primera cucharada a la boca, encontró una pasa.

      —¿Te gusta?

      —Es… delicioso. En casa comemos a veces arroz con un poco de azúcar. Pero la canela y las pasas son un lujo que mis padres no pueden permitirse.

      —¿Lujos? ¿Un puñado de pasas y un poco de canela?

      —Es evidente que nunca has sido pobre —Hannah se llevó otra cucharada a la boca. Dado que Judd le había presentado la oportunidad en bandeja, decidió sacar el tema que tanto la había estado preocupando desde que le propuso matrimonio—. Bueno… Dijiste que podría tener algo de dinero para mí misma. Espero que hablaras en serio, porque me gustaría ayudar a mi familia: ropa para la escuela de los chicos, algún vestido bonito para mamá y las niñas, quizá algunos libros… a Annie le encanta leer. Y a mi padre no le vendría mal un arado nuevo… —se interrumpió, consciente de que la lista de necesidades de su familia era interminable. No quería que Judd pensara que era una avariciosa.

      —Te pasaré una paga, con la cantidad que te parezca razonable. Podrás utilizarla como gustes. No te haré preguntas.

      —¿Así, sin más? —se lo quedó mirando de hito en hito, sorprendida de que hubiera sido tan fácil.

      —Así, sin más. La próxima vez que vayamos al pueblo, pasaremos por el banco. Le diré al señor Calhoun que te abra una cuenta donde podrás recibir las transferencias de la mía del rancho. Con ese dinero podrás hacer lo que quieras. Y cuando tus hermanos sean lo suficientemente mayores, les ofreceré la posibilidad de realizar algún trabajo en el rancho.

      Hannah intentó tragarse el nudo que le subía por la garganta.

      —No sé qué decir. No había esperado tanta generosidad por tu parte.

      —Sólo estoy haciendo lo que Quint habría querido para la madre de su hijo.

      —¿Y qué hay de tu madre? ¿Aprobará lo que estás haciendo?

      —Soy yo quien toma las decisiones. Mi madre siempre se ha desentendido de los asuntos del rancho.

      —Ya —bajó la mirada y siguió comiendo. Según la Biblia, su madre y los encendidos sermones que había oído en la iglesia, se merecía arder en el infierno por aceptar lo que estaba aceptando. Pero, en lugar de ello, era como si se le estuvieran abriendo las puertas del paraíso, para ofrecerle cosas que ni siquiera había soñado con tener.

      La luna colgaba como una perla recortada contra un fondo de terciopelo negro. De la casa le llegó el sonido de una puerta al cerrarse y los pesados pasos de Gretel alejándose por el pasillo. Crujió una tabla del suelo. Luego sólo se oyó el canto de los grillos y el rumor del viento en las hojas de los árboles.

      Judd no había vuelto a decir nada. El silencio entre ellos se estaba tornando incómodo. Hannah dejó su cuenco sobre el escalón y se aclaró la garganta.

      —¿Cómo está tu madre de su jaqueca? —le preguntó, por darle conversación.

      —Estará mejor cuando quiera estarlo. Ahora está durmiendo. Supongo que se sentirá mejor por la mañana.

      —Por lo menos hasta que me vea la cara —Hannah sacudió la cabeza—. ¿Por qué me odia tanto, Judd?

      —Es

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