Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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—Con esto debería bastar para que me ponga manos a la obra con tu nuevo vestuario, querida. Necesitarás enaguas y demás ropa interior, así como zapatos y medias. Ahora que ya sé tus medidas, elegiré algunas cosas en el pueblo y te las traeré con el primer vestido.
—Muchas gracias. Jamás había imaginado que luciría una ropa tan bonita.
—Agradéceselo a tu suegra —le dijo la modista—. Fue ella la que me llamó. ¿Qué le parece, señora Seavers? ¿Le parecen bien los vestidos?
Edna hizo un gesto de indiferencia con la mano.
—Supongo que sí. Y no hay necesidad de que me dé las gracias. No podría consentir que un miembro de mi familia fuera por ahí vestido de harapos, ¿verdad? ¡Y ahora sube con la niña a su habitación y haz algo con ese pelo tan horrible que lleva!
27 de junio de 1899
Querido Quint,
Si mis cartas te han llegado, entonces sabrás lo del bebé y lo de mi boda con Judd. No es que seamos realmente marido y mujer, eso ya lo sabes. Estamos esperando que vuelvas a casa para que podamos arreglar la situación.
Hannah dejó la pluma sobre el escritorio. Sus labios se movieron silenciosamente mientras releía lo que había escrito en el lujoso papel de hilo que había encontrado en el escritorio de su habitación. ¿Qué pensaría Quint cuando descubriera que se había casado con Judd? ¿Entendería el sacrificio que su hermano había tenido que hacer para darle a su hijo el apellido familiar? ¿Por qué todo había tenido que complicarse tanto? ¿Por qué no había podio Quint regresar a casa y casarse con ella?
Judd me ha dicho que te ha escrito una carta explicándote las cosas. Hace dos semanas que se marchó a llevar el ganado a los pastos de verano y no he vuelto a saber de él. Pero tu madre ha sido muy generosa conmigo. Trajo a una modista a casa para que me hiciera unos vestidos nuevos. Esta mañana llevo uno, la señora también me enseñó algunas maneras de recogerme el pelo. Me dijo que tenía el cabello más bonito que había visto en su vida, pero yo estoy segura de que sólo quería ser amable. Todavía tengo que aprender a peinarme bien. Esta mañana he intentado hacerme una trenza en espiral…
¿Pero por qué le estaba hablando a Quint de su pelo? ¿Por qué debería un hombre interesarse por semejantes trivialidades?
Las cosas marchan bien aquí, en el rancho. Judd dice que hiciste un buen trabajo mientras él estuvo fuera. Pal te echa de menos. Se ha convertido en mi mejor amigo. Damos paseos hasta la poza y recordamos lo bonito que era estar contigo.
La ropa está empezando a apretarme por la cintura. Todavía no he sentido moverse al bebé, pero en unas pocas semanas sí que lo sentiré. ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, compartiendo todo esto conmigo! Si lees esta carta, por favor escríbenos para que sepamos que estás bien. Estoy preocupada. Judd está preocupado. Y tu madre también. Todos te queremos.
Las lágrimas le nublaron la vista. Siempre había sido una sentimental, pero al parecer el embarazo había acentuado aquel rasgo de su carácter. El simple hecho de pensar en Quint, tan lejos, le cerraba la garganta.
Terminó la carta con una frase alegre, le puso un lacre y bajó las escaleras. Dado que Edna no aprobaba que su nuera se paseara por el pueblo sola, a Hannah no le quedaba otro remedio que enviarla con Gretel, que cada semana iba al pueblo a hacer la compra.
Desde luego, habría preferido llevarla ella misma. Entre otras cosas, porque echaba de menos el agradable atajo que atravesaba los prados, con los mirlos revoloteando sobre su cabeza y el rumor de las altas hierbas al paso de su falda. El hogar de los Seavers era una mansión suntuosa. Pero desde la partida de Judd, se había sentido como una prisionera, en absoluto un miembro de la familia. Por primera vez en su vida, Hannah tenía mucho tiempo libre y no sabía qué hacer con él: una sensación que odiaba. Quería sentirse útil. Quería sentirse necesitada y valorada.
Hasta el momento sólo había descubierto algo que podría funcionar: los rosales durante largo tiempo descuidados por Edna, plantados a cada lado de las escaleras del porche. Cuando los vio, estaban llenos de malas hierbas y casi marchitos por la falta de agua y fertilizantes. Sin molestarse en pedir permiso, buscó unos guantes y herramientas en el cobertizo y se pasó horas podando, cavando, acarreando agua desde el pozo y rastrillando el abono del corral. Hasta el momento, los rosales la habían recompensado con nuevos brotes y un buen número de capullos todavía verdes. Si Edna había notado el cambio, no le había comentado nada al respecto. Pero al menos no se había quejado.
Al atravesar el pasillo, se miró en el espejo de marco dorado. Durante la última semana, Priscilla le había entregado tres de sus vestidos. Ese día Hannah había escogido uno ligero, de cuadros, con tonos pastel de rosa y azul. En ese momento se detuvo para mirar a la elegante joven del espejo, con la melena recogida en lo alto de la cabeza. ¿Era ella realmente? Con cada día que pasaba, estaba menos y menos segura.
Llevaba cerca de una semana sin ver a su familia. Sólo en ese momento, mientras evocaba cada rostro querido, tomó conciencia de lo mucho que los había echado de menos. Decidió que iría a verlos ese mismo día. La granja de los Gustavson no estaba lejos: treinta minutos por el atajo que tanto le gustaba. Edna probablemente agradecería su ausencia de la casa durante unas horas.
Alegre por la perspectiva de la visita, se dirigió a toda prisa a la cocina para avisar a Gretel.
Judd esperaba en una boscosa loma, montado sobre Black Jack, su gran potro negro. Hacía sol y el aire perfumado de los pinos era claro y limpio con el cristal. Abejas y mariposas volaban de flor en flor.
Oteó el horizonte salpicado de cumbres cubiertas de nieve. La naturaleza había sido generosa aquel año. Las nieves del invierno habían sido abundantes, lo mismo que la lluvia de primavera. Habría comida y agua de sobra tanto para las vacas como para la fauna salvaje. En el verde arroyo que se distinguía colina abajo, el ganado pastaba en la hierba de verano. Los terneros de primavera retozaban al sol. El ganado estaría bien por lo menos hasta el otoño… de manera que se le habían acabado las excusas para quedarse en la montaña. Había llegado el momento de recoger a los hombres y regresar al rancho.
No tenía ganas de volver. Allí, a cielo abierto, se sentía mejor, como si se estuviera curando. Las sangrientas pesadillas que lo acosaban en casa habían desaparecido. Sólo el recuerdo del angelical rostro de Hannah y sus inocentes ojos azules lo perseguían en sueños. Hannah, la esposa a la que no podía permitirse tocar.
Allí, separados por el tiempo y la distancia, casi se sentía a salvo. Pero Judd sabía que, tan pronto como la viera, el diablo empezaría a susurrarle al oído. El deseo de tocarla, de rozarla con el hombro o de acariciarle una mejilla sería irresistible. Y detrás de aquellos simples deseos anidaba la tentación: yacer despierto en su cama por las noches, oyéndola al otro lado de la pared, imaginándosela en sus brazos…
Hannah no lo amaba, se recordó. Pertenecía en corazón, cuerpo y alma a Quint. Se había prometido a sí misma que la devolvería, intacta, a su verdadero marido. Hasta que llegara ese día, Judd sería su guardián, el valedor de un sagrado encargo. Un encargo que estaba decidido a no traicionar.
Poniendo su montura al paso, empezó a descender hacia el arroyo. Ya era hora de llamar a los hombres, recoger el campamento y regresar.