Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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sido un gesto de gran generosidad, pero Hannah no podía permitirse aceptar ese dinero. Después de esconder bien el billete, cerró la puerta del despacho y abandonó la habitación.

      Cruzando el porche, salió al patio. Lo primero que advirtió fue la ausencia del potro negro de Judd en el corral. Los mozos habían acabado de desayunar y estaban ensillando sus monturas. Dos hombres llevaban las mulas a la carreta. Hannah pensó en preguntarles a qué hora se había marchado Judd y por qué había salido tan temprano. Pero entonces recordó que era su esposa. Aquellos hombres habrían dado por supuesto que habían pasado la noche juntos.

      Los hombres la saludaron tocándose su sombrero y montaron en sus caballos. De pie en el porche, vio cómo se alejaban hacia el prado donde el ganado esperaba a ser conducido a los pastos del norte. Gretel estaba trabajando; podía oírla limpiando y rascando el hollín del horno de la cocina de carbón. Algo le dijo que la mujer no acogería de buen grado su oferta de ayuda.

      Pal, el perrillo de lanas de Quint, se acercó tímidamente al porche. Sentándose en los escalones, Hannah lo abrazó y hundió la cara en su espeso pelaje.

      —Tú también lo echas de menos, ¿verdad, chico? —susurró.

      Pal agitó alegremente el rabo y le regaló una cariñosa lametada. Hannah suspiró. Al menos tenía un amigo en aquel lugar.

      Llevándose al perro, atravesó el patio y encontró el sendero que llevaba por entre los sauces hasta el lugar donde el arroyo se arremansaba en una charca. Los mirlos revoloteaban entre los juncos. Una rata de agua trazó una lenta estela en la calma superficie de la poza. Hannah se sentó en un tronco caído. Con una mano apoyada en el lomo del perro, se dedicó a admirar el color cambiante del cielo, del rojo fuego al azul aguamarina.

      Quint y ella habían ido allí muy a menudo, de adolescentes. Un lugar secreto donde habían compartido sueños y confidencias. Sentados en aquel mismo tronco, habían saboreado sus primeros besos, apenas un roce de labios, antes de sucumbir a la pasión…

      Una lágrima resbaló por su rostro. Durante años había soñado con convertirse en la esposa de Quint, y ahora era como si todo hubiera salido al revés. Se había convertido en la señora Seavers. Pero estaba casada con el hermano de Quint.

      Levantándose, desanduvo el camino hasta el corral. Los hombres se habían llevado la mayoría de los caballos, pero habían quedado unos pocos, que en aquel momento estaban comiendo su primera avena del día. Los dos enormes percherones que tiraban de la carreta del heno estaban al lado de la valla: ambos parecían ansiosos de recibir su atención. Acarició a uno de ellos, y el otro le empujó suavemente la mano con la cabeza.

      Se llevaba perfectamente con los animales del rancho, reflexionó sombría. Era la gente la que la mantenía en un estado de ansiedad: la misma gente de cuya aceptación dependía el futuro de su hijo.

      La verdad la sacudió como una explosión. Se había estado regodeando en la autocompasión, pero había llegado el momento de crecer, de madurar. Tenía un hijo en camino. Por el bien de ese niño, necesitaba hacer justamente lo que más temía.

      Decidida, volvió a la casa. No ganaría nada escondiéndose de Edna Seavers. Y Judd tenía razón. Tendría que ser ella la que diera el primer paso. Cuanto más lo retrasara, más tensa se volvería su relación.

      Al pasar por la fuente, se detuvo para refrescarse las manos y la cara. Intentó peinarse con los dedos húmedos su melena enredada. Como mujer casada que era, no podía seguir llevando trencitas de niña. Pero tampoco tenía pasadores para recogerse el cabello con elegancia, como convenía a una dama. Así que por el momento se haría una única y gruesa trenza a la espalda y se la ataría con el pedazo de hilo que llevaba en el bolsillo. Elegante no era, pero tendría que valer para su presentación en la mesa del desayuno.

      Judd le había dicho que su madre solía levantarse temprano y desayunar en el comedor. Seguramente ya estaría allí. Hannah sólo podía confiar en que estuviera de buen humor para recibir compañía…

      Subió las escaleras del porche y abrió la puerta. El comedor estaba entre el salón y la cocina. La fugaz esperanza de que Edna no hubiera bajado todavía se reveló vana cuando descubrió su figura de pajarillo sentada a la cabecera de la mesa. No de pajarillo, se corrigió; más bien parecía un diminuto halcón. Sus ojos, grises como los de Judd, se entrecerraron cuando la vio entrar en la habitación.

      —Aquí estás —dijo la mujer, señalando con la cabeza la silla vacía a su izquierda—. No estaba segura de que tuvieras educación suficiente para aparecer.

      Sólo entonces advirtió Hannah el servicio que habían dejado dispuesto para ella: el plato de porcelana con borde dorado, con la servilleta doblada bajo el cubierto de plata. Tomó asiento en la elegante silla estilo Reina Ana.

      —Me disculpo por llegar tarde —murmuró.

      —Ya. ¡Gretel!

      —¿Sí, señora? —Gretel apareció en el umbral, luciendo un vestido negro con cofia y delantal blancos.

      La vestimenta era tan absurda como ponerle un vestido de primera comunión a un bulldog, pensó Hannah, pero se abstuvo de hacer cualquier comentario. Si Edna Seavers quería vestir a su ama de llaves como una elegante doncella de salón, era problema suyo.

      —Un poco de té de menta, por favor, Gretel. Una taza para nuestra pobrecita niña. Yo tomaré otra también.

      —Mi nombre es Hannah, señora Seavers.

      —Sí, claro —hizo un gesto de desdén—. Come una galleta, anda.

      —Gracias —Hannah escogió una galleta de la bandeja, se la llevó a la boca y le dio un pequeño mordisco. Era una galleta hojaldrada, sabrosísima. De las habilidades culinarias de Gretel no tenía ninguna queja, desde luego.

      —Cielo santo… ¿siempre comes así? —Edna la estaba mirando horrorizada.

      —Lo siento, no sé a qué se refiere —Hannah se había servido sólo cuando la invitaron y además no se había metido toda la galleta en la boca.

      —¡Eso! ¡Morder una galleta así, directamente! ¡Nunca antes había tenido que presenciar maneras tan espantosas en una mesa!

      Hannah luchó contra el impulso de levantarse de golpe y marcharse. Pero se prometió que, sucediera lo que sucediera, no dejaría que Edna le hiciera perder la paciencia.

      —Quizá podría usted enseñarme la manera correcta de comer una galleta, señora Seavers —dijo educadamente.

      Edna se limpió los labios con una esquina de la servilleta.

      —Conociendo a esa familia tuya, no me sorprende que nunca hayas aprendido. Yo no te invité a venir a esta casa, pero dado que ya estás aquí, tendrás que aprender a comportarte en la mesa. De lo contrario, dormirás en el granero y dormirás con los cerdos.

      Hannah se encogió como si se hubiera quemado. Ciertamente había crecido en la pobreza, pero nadie en su familia le había dirigido palabras tan groseras. Se obligó a morderse la lengua. Estaba soportando aquella humillación por el bien de su hijo.

      —Primero la servilleta —dijo Edna—. Tienes que ponerla sobre tu regazo, doblada por la mitad, así.

      En casa, el padre de Hannah había comido con un simple trapo

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