Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells

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Egipto, la Puerta de Orión - Sixto Paz Wells Novelas

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recibida por un mayordomo y un ama de llaves.

      –¡Doctora Esperanza Gracia, sea usted bienvenida! ¡El señor Sforza la está esperando!

      Entró a un gran salón circular lleno de ventanas, inmensas cortinas blancas y espejos, con muchas esculturas clásicas griegas o romanas y también grandes jarrones. Los techos eran bastantes altos y de ellos colgaban impresionantes arañas de cristal de estilo clásico.

      Había allí reunidas una treintena de personas, algunas de las cuales reconoció de la recepción del embajador. Entre las personas conocidas estaban Elizabeth Morris y el embajador Bentinck.

      La arqueóloga se acercó de inmediato a saludarles.

      –¡Señor embajador, Elizabeth! Un placer volverlos a encontrar.

      –¡Somos nosotros los que celebramos tu presencia aquí! ¡Aquí es adonde perteneces! –comentó la cónsul.

      –¡Así es, Esperanza Gracia; esta será tu vida de ahora en adelante, compartiendo y departiendo con los hermanos de esta gran logia! –dijo el embajador.

      De pronto de entre la gente salió Ludovico Sforza. Se le veía sumamente emocionado.

      –¡Esperanza, querida! Bienvenida, cariño; estás en tu casa y entre tu gente. Llegaste temprano; había calculado que llegarías en unos veinte minutos, pero no importa. Ya estás aquí y eso es lo que cuenta. Qué guapa estás con ese minivestido celeste, estás muy sexy.

      »Hagamos un brindis por ti, por tu misión y por la Gran Logia Iluminada.

      Entraron en el inmenso salón, donde una multitud de mozos servían copas a los presentes. Todos brindaron y luego se dirigieron al inmenso comedor, donde fueron desfilando los platos más variados en una verdadera orgía gastronómica.

      Mientras comían, Ludovico se mantenía muy locuaz con Esperanza sentada a su lado, e interactuaba también con los más cercanos a ellos, pues toda la larga mesa era un murmullo generalizado donde todos hablaban con todos. Se conversaba de cualquier cosa, la mayoría temas intrascendentes. Parecía que estuvieran haciendo tiempo, ya que la expectativa iba en aumento.

      Después de los postres, todos se pusieron de pie, volvieron al salón principal y los mayordomos y criadas hicieron salir a los asistentes al jardín posterior, donde había una gran piscina y a los costados, tanto a derecha como a izquierda, unas escaleras que descendían a una especie de gigantesco subterráneo. A las mujeres las hicieron bajar por el lado izquierdo y a los hombres por el derecho. Una vez dentro llegaron a un gran vestuario, donde las doncellas ayudaron a desnudarse a todas las mujeres, quitándoles hasta la ropa interior y entregándoles unas capas con capirotes que les cubrían la cabeza. Eran como de satén negro por fuera y rojas por dentro. Lo único que se les permitió llevar fueron sus propios zapatos, en el caso de Esperanza sus sandalias. Ella dejó todo envuelto en forma de bolsa por si tenía que salir de allí apresuradamente.

      La arqueóloga se mantenía en silencio observando; estaba a la defensiva, atenta a cualquier cosa que pudiese escapar de los límites éticos y morales. Una vez estuvieron listas todas las mujeres –las había de toda edad–, fueron invitadas a cruzar una puerta que descendía aún más, ingresando a un salón igualmente circular iluminado con antorchas, percibiéndose en el ambiente un fuerte olor a incienso. Ellas accedían por un lado y los hombres por otro, pero se veía que ellos también iban solo vestidos con las capas. Entre ellos destacaba el embajador por su altura.

      En el centro del salón se hallaba una estatua hueca de bronce con figura humana y cabeza de becerro, con los brazos flexionados y las palmas de las manos hacia arriba, como dispuesta a recibir un holocausto. Se encontraba sentada en un trono con un báculo al lado. Dentro había un fuego encendido que se alimentaba continuamente. Se veía que la estatua estaba articulada por medio de cadenas laterales que se levantaban para que la ofrenda ingresara en su interior incandescente y fuera consumida. Era como una reproducción de los antiguos rituales cananeos de cuarenta siglos atrás, donde se sacrificaba a los hijos primogénitos al dios Baal, o cuando, según la mitología griega, Cronos o Saturno se tragaba a sus hijos. Esperanza recordó entonces la estatua de la exposición del Coliseo romano.

      Un grupo de hombres y mujeres se juntaron delante de la estatua y con instrumentos musicales, como flautas, panderetas y tambores, comenzaron a generar mucho ruido como queriendo acallar otros sonidos.

      En ese momento irrumpió en el recinto el que sería el sumo sacerdote, todo él vestido de un púrpura intenso o morado. Alzó la voz y empezó a clamar con fuerza:

      –¡MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… BAAL, BAAAAAAALLL!

      Moloch no era un dios sino un verbo, «el rito», y era el ritual que se ofrecía al dios Baal. También se utilizaba para decir «el rey». Y Baal era «el amo», un dios cananita que simbolizaba el fuego purificador, la lluvia, el trueno y la fertilidad.

      Esperanza se preocupó gravemente pues asoció semejante espectáculo con un tenebroso ritual ancestral, lo que podría desembocar en un sacrificio de niños, por ser ellos los seres impregnados con la energía más pura de la Creación y estar más y mejor conectados con otras dimensiones.

      Al parecer, reviviendo este antiguo ritual de culto se buscaba controlar por medio del dolor y el sufrimiento a la humanidad. Un niño simbolizaba a la humanidad del tiempo alternativo y del Plan Cósmico, y el que fuera sacrificado frustraba su destino o su vida impidiendo que llegara a consolidarse la reconexión de los tiempos.

      De pronto, a Esperanza le pareció reconocer bajo el atuendo del sumo sacerdote y de un maquillaje algo exagerado que le hacía parecer tenebroso, a Ludovico Sforza.

      En ese momento entró en el salón una joven mujer ataviada solo con la capa como todos, cargando entre sus brazos a un bebé de no más de un mes, llevándolo a pocos metros del altar. Inmediatamente otras personas presentes le quitaron a ella la capa y, ya desnuda, la portadora entregó al niño en los brazos al sacerdote, quien lo elevó al cielo gritando:

      –Non permetteremo all'umanità di sopravvivere al cambiamento dimensionale, né impediremo il nostro felice ritorno a casa. L'umanità è destinata a scomparire o rimanere esclamata. (No permitiremos que la humanidad sobreviva al cambio dimensional, ni que impida nuestro feliz retorno a casa. La humanidad está condenada a desaparecer o a permanecer esclavizada).

      A continuación, el sacerdote se giró y dos hombres agarraron las cadenas laterales para abrir la gran boca de la estatua en cuyo interior había un fuego vivo y adonde iba a ser arrojado el niño.

      Entonces Esperanza, improvisando, reaccionó con la intención de salvar al niño a riesgo de su propia vida, y, alzando la voz, gritó:

      –¡ALTO, NO LASTIMEN A ESE NIÑO!

      Se hizo un profundo silencio y el sacerdote se giró para ver quién había elevado su voz interrumpiendo aquel importantísimo ritual de los Illuminati. Todos los ojos se volcaron entonces hacia Esperanza, retirándose quienes estaban a su lado, dejándola sola.

      –¿Cómo te atreves a interrumpir el ritual, insensata? ¿Quién te crees que eres para impedirlo? –dijo el sacerdote.

      Armándose de valor y procurando coordinar sus ideas, Esperanza dijo:

      –¡Ustedes representan a los dioses antiguos, seres de jerarquías muy elevadas que fueron injustamente exiliados en este mundo porque con su gran capacidad mental anticiparon el peligro potencial que la humanidad representaba para el orden

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