Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells
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–¡Sí, Esperanza; coinciden incluso con los cartuchos reales de los primeros soberanos que se mencionan en Abydos de la época de Seti y Ramsés! Pero no solo eso; también coinciden con las listas de los reyes sumerios de Mesopotamia. Como bien sabes, Sumeria fue antes que Egipto, pues la civilización de los faraones deriva de Sumer. En las listas reales de Sumer se dice que la realeza vino del cielo y que esos reyes predinásticos gobernaron miles de años.
–¡Qué importante es eso que dices! Entonces la Piedra de Palermo, el Canon de Turín y las listas sumerias coinciden en que los dioses vinieron del cielo a la Tierra y se asentaron aquí.
–¡Así es, y que gobernaron por miles de años! En la Piedra de Palermo se observa el gran desarrollo logrado por los egipcios tanto en metalurgia como en diversas ramas del saber. Y como prueba de la realidad de sus aseveraciones, ahí se registra la construcción del primer edificio de piedra durante el reinado de Neka, que es muy anterior a la pirámide escalonada de Zoser en Sakkara, construida por el arquitecto Imhotep.
–Entonces estarás de acuerdo, Nicola, en que la Piedra de Palermo, así como el Canon de Turín, habrían sido las fuentes de las que Manetón, el historiador y sacerdote egipcio, tomó información.
–¡Cierto, Esperanza! Manetón, sacerdote de Ra en Heliópolis durante el reinado del faraón Ptolomeo I, era originario de Sebenitos. Él reunió la más extensa y completa historia del Antiguo Egipto en su obra Aegyptiaca. Allí ordenó las cronologías de los reyes dividiéndolas en dinastías desde los tiempos míticos hasta la conquista de Alejandro de Macedonia.
»El que la Piedra de Palermo esté tan fragmentada da la impresión de que había alguien deseoso de destruirla, de querer acabar o hacer desaparecer esta información. Hay comentarios de colegas que dicen que la piedra por ignorancia fue reutilizada como una puerta, pero yo creo que allí en Heliópolis era por sí misma una puerta a esta y otras realidades.
–¿Cómo es eso?
–En el Antiguo Egipto se conocía muy bien el poder de la palabra creadora. Había fórmulas aparentemente mágicas con las que se abrían o cerraban portales entre dimensiones y que te conectaban con otros planos. La palabra correcta en el momento correcto, en el lugar preciso, funcionaría como el «Ábrete sésamo».
–Entonces, Nicola, cuando rompieron la piedra probablemente hicieron desaparecer la parte de las fórmulas secretas que posibilitarían esta tarea.
–¡Es muy probable, Esperanza!
–¡Gracias mil, Nicola! No te imaginas cuán ilustrativo ha sido lo que me has enseñado y las claves que me has aportado.
–¡Me alegra haber podido serte útil, Esperanza!
Cuando la arqueóloga se iba a retirar del museo, la secretaria la llamó y le dijo:
–¡Doctora, al poco rato de que llegara y se fuera con el Dr. Manarelli, llamaron por teléfono de la embajada británica en Roma preguntando por usted!
–¿Por mí? ¿Cómo sabían que estaba aquí y en Roma? Deben haber intentado llamarme al móvil, pero lo tenía apagado para que nadie nos interrumpiera. Sí, aquí tengo las llamadas; han llegado todas juntas con los WhatsApps cuando he encendido el teléfono.
Esperanza devolvió la llamada al número que figuraba en su pantalla.
–¡Hola! ¿Con quién hablo?
–¡Está usted llamando al consulado británico de Roma! ¿Con quién desea hablar?
–Es que he recibido varias llamadas de este número. Soy la doctora Esperanza Gracia y en este momento me encuentro en el Museo Arqueológico de Roma.
–Ah sí, espere un momento, doctora Gracia, que la cónsul necesitaba comunicarse urgentemente con usted. Le paso con la señora Elizabeth Morris.
–¿Hola? ¡Doctora Esperanza Gracia? Aquí le habla la cónsul británica Elizabeth Morris. Mucho gusto. Aaron Bauer, que es un amigo común, me llamó ayer y me dijo que vendría usted a Roma y me pidió que la ayudara en todo lo que necesitara, por lo que estamos a su disposición en lo que pueda requerir.
–¡Ah, caramba; muy gentil, señora Morris!
–¡Llámeme, Elizabeth, en confianza!
–¡Muy amable. Entonces, si lo desea, me puede llamar Esperanza!
–¡Genial! Esperanza, ¿nos honrarías con tu presencia mañana en una cena de gala que ofrece la embajada británica con motivo del cambio de embajador? Nuestro nuevo embajador es Lord William Bentinck. Estará presente todo el cuerpo diplomático y gente muy bien relacionada que te podría ayudar en muchas de tus investigaciones. Y Aaron quería que tú vinieras.
–Gracias, Elizabeth, pero no he venido preparada en este viaje para asistir a este tipo de eventos. No he traído la ropa adecuada.
–Creo que Aaron ya arregló eso. En tu hotel te entregarán un vestido, zapatos y algo de joyería para que puedas asistir.
–¡Si es así, cuenta conmigo!
–¡Perfecto! Mañana a las 19.00 h en punto pasará un taxi de la embajada a tu hotel a recogerte.
–¡Muy bien!, nos veremos mañana entonces.
Al salir del Museo Capitolini Esperanza se encontró con la Plaza del Campidoglio, diseñada por Miguel Ángel, por lo que dirigió sus pasos a un lado de la magnífica estatua ecuestre del emperador romano Marco Aurelio. Estaba tan fascinada con el arte y la arquitectura que no se fijó en que a cierta distancia, detrás de unas columnas, estaba siendo seguida por John Robertson, individuo alto y grueso, de origen norteamericano y pelo rubio, de unos cuarenta y cinco años, miembro de la revista National Geographic en expediciones anteriores a Isla de Pascua y el Paititi, pero sobre todo hombre de confianza y enlace de los Illuminati.
Esperanza bajó por las impresionantes escalinatas flanqueadas por colosales esculturas clásicas, disfrutando como una niña pequeña.
Descendió hasta la avenida para tomar un taxi y de inmediato llegó un coche negro con lunas polarizadas que estacionó al lado de ella, del cual bajó raudo un chófer bien vestido de traje negro, camisa blanca y corbata azul. Era un hombre joven de cabello rubio y delgado.
–Buon pomeriggio, signorina Esperanza! Sono la tua mobilità per portarti al tuo hotel (¡Buenas tardes, señorita Esperanza! Soy su medio de transporte para llevarla al hotel).
»Perdón, quizás usted no entiende el italiano. Mi nombre es Carlo y estoy a su servicio.
–¿Quién le envía, Carlo? ¿Cómo supo que me iba a encontrar aquí y a esta hora?
–A mí solo me contrataron para que la llevara adonde usted necesite. Trabajo en una compañía de limusinas. Seré su chófer mientras esté en Roma.
–¿Pero cómo sabía dónde y cuándo buscarme?
–¡Al parecer la gente que la apoya está pendiente de todos sus movimientos y calcularon bien sus tiempos!
–¡Parece que sí! Bueno, vayamos al hotel.
John