Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells
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«La luz no lucha contra la oscuridad; cuando la luz se manifiesta la oscuridad desaparece».
Hermes Trimegistro
En los suburbios de la ciudad de Heliópolis, a poco mas de doce kilómetros al noreste del Cairo en Egipto, en el barrio de Al Matariyah, en la zona de Ain Shams, cerca del museo abierto de la antigua ciudad de Iunu u On, dos hombres vestidos con túnicas grises acompañados de una pequeña niña escarbaban el piso de tierra del sótano de un destartalado edificio multifamiliar. Querían hacer un pozo para una cisterna, mientras la niña sujetaba una oxidada lámpara de queroseno iluminándolos. Habían perforado como metro y medio apartando la tierra y toda la basura que había allí acumulada cuando el suelo comenzó a ceder y hundirse de un lado, lo cual les obligó a salir urgentemente de la excavación.
El de mayor edad, llamado Mohamed, tenía unos cuarenta y cinco años. Era el padre de la niña y un hombre bastante delgado, con un sucio turbante y los dientes amarillos por el consumo de tabaco. Le dijo a su sobrino, joven de unos veinticinco años llamado Alí:
–¡Vamos a tener que dejar de excavar porque podrían venirse abajo las paredes!
–¡Tío, allí abajo puede haber algo antiguo, quizás objetos valiosos!
–¿Conoces el cuento de la lámpara de Aladino, sobrino? La ambición acabó con muchos hombres antes de que Aladino bajara a la cueva y encontrara la lámpara.
El sobrino le quitó violentamente la farola a la pequeña y se tiró al foso a pesar de los gritos de Mohamed.
Diez minutos después se escuchó el eco de un alarido espeluznante. Y al rato se percibió algo o a alguien, que resultó ser el sobrino que volvía con el pelo blanco como consecuencia del pánico al que había estado expuesto. Le faltaban los dedos de la mano que había sostenido la lámpara y no podía hablar.
El tío cubrió el hueco con cartones viejos y decidieron olvidarse de aquella entrada hacia un terror desconocido.
A miles de kilómetros de distancia, el sacerdote jesuita Dante Antonioni terminaba de meter sus objetos personales en unas cajas de cartón mientras ordenaba el escritorio que dejaba tras de sí. Habían sido muchos años de trabajo en aquel solitario lugar, el Archivo Secreto Vaticano o Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum. Su carrera como bibliotecario y paleógrafo al servicio de la supervisión, revisión y escrutinio de los más secretos documentos de la Santa Sede al parecer llegaba a su fin o daba un giro, ya que la orden religiosa tenía otros horizontes para él. A sus sesenta y tantos años, el sacerdote, de cuerpo grueso y pesado pero que aún demostraba mucha agilidad en el cumplimiento de sus quehaceres y en sus movimientos, procuraba terminar rápidamente con la tarea de aquella tarde. Su calvicie estaba decorada todo alrededor y en los laterales con un cabello gris plata, dando la impresión de tonsura de monje franciscano.
Al retirarse de su oficina situada en los sótanos o subterráneos del Vaticano, miró hacia atrás los largos túneles y pasillos laterales repletos de innumerables estanterías, que se extendían kilómetros con cientos de miles de libros secretos, textos heréticos, documentos y manuscritos diversos que allí se atesoraban lejos del conocimiento público. También había allí guardados miles de objetos inexplicables e incómodos para quienes regentaban la civilización. El papa León XIII estableció el Archivo Vaticano en 1884. Si tan solo el 1% de todo aquello saliera a la luz pública mundial, cuántas cosas cambiarían para bien, pero ¿cómo quedaría la ciencia y la Iglesia misma? Sus votos de obediencia le llevaban a confiar en la discreción y sabiduría de sus superiores en lo referente a la administración de esos contenidos.
Sus pasos producían un eco acompasado en aquellas profundidades mientras se iba alejando. Arriba, en la superficie, el Superior general de los jesuitas, el padre Félix Abascal, hombre alto y de edad avanzada, con gafas, canoso, delgado y rostro serio, lo había citado a su despacho. Tiempo atrás el Superior general lo había castigado por la escandalosa pérdida y aparente robo de un documento de la sección de la que Antonioni era responsable, y que hasta había sido publicado sin consentimiento en una revista científica. En aquella ocasión su penitencia fue tener que marchar de país en país en busca del papel, para así descubrir la trama y a los autores de semejante robo. Todo ello le llevó a destapar una confabulación de su propia orden para lograr reconectar con antiguas sociedades secretas ocultas en nuestro mundo que trabajaban, unas para la luz y otras para la oscuridad.
El secretario del Superior general, el padre Pedro Albertini, miró fijamente al bibliotecario y le dijo que se sentara y esperara. Albertini era un hombre bajo y rechoncho, cercano a los cincuenta años, con gafas redondas de montura plateada que combinaban graciosamente con un rostro casi esférico. Le gustaba hacer esperar a la gente para alardear de cierto grado de control y poder.
–¡Leí acerca de sus viajes y las experiencias que tuvo en Ecuador y Perú, Antonioni!
Albertini habló levantando la ceja mientras simulaba que ordenaba unos papeles, queriendo buscar conversación.
–¡Ah, qué bien! Sí, fue muy diferente a lo que he hecho durante toda mi vida.
–¿Y se puede saber por qué fuiste tú el escogido? –dijo con sarcasmo el secretario.
–¡Quizás porque sería la última persona que pensarían enviar y así no llamaría la atención o despertaría sospechas, Albertini!
–¿La atención y las sospechas de quién, Antonioni?
–De los enemigos de la fe y de la Iglesia.
–¿Te consideras una suerte de cruzado moderno capaz de enfrentarte al demonio tú solo, Antonioni?
–¡Uno nunca está solo, Albertini ¡Dios está con nosotros!
–¡Qué vanidad y soberbia las tuyas, Antonioni! ¿Crees acaso que Dios es solo tuyo y te acompaña siempre?
Antonioni miró fijamente al secretario y, esbozando una sonrisa, dijo:
–¿Tú no lo crees? Si sientes que Dios no está contigo, ¿por qué sigues en la Iglesia?
–En otros tiempos te hubiesen quemado por hereje, bibliotecario insolente.
–¿Y quién me habría quemado? ¿Tú? Yo solo hice lo que el padre Superior general me ordenó que hiciera, y si tuve éxito fue por ayuda de la Providencia.
Por una cuestión de tradición no había intercomunicador, sino que era el propio secretario quien debía acercarse a tocar a la puerta avisando al Superior y esperar que se le diera la confirmación. Como había pasado largo rato y ya no podía retener al padre Antonioni, se incorporó pesadamente y de manera displicente se acercó a la puerta para llamar. En ese momento el propio Superior general abrió la puerta, salió al umbral de su despacho y, mirando fijamente al secretario, lo retó de manera inquisitorial, preguntándole airadamente:
–¿Qué pasa, Albertini, que no entra el padre Antonioni? ¡Ya es una costumbre demorar y retener a la gente!
–¡Sí, padre Superior general! Ahora mismo le iba a hacer pasar.
–Por favor, padre Dante, adelante.
Antonioni cerró la gran puerta de madera de cedro detrás de él, sentándose a continuación ambos en un sofá