La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding Libro De Autor

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Mi colegio estaba un poco más arriba, siguiendo el río.

      –¿En serio? El mío también. Aunque, evidentemente, el mío no era Eton, sino un instituto en Putney.

      –¿Es ahí donde vive?

      –Sí. Veintitrés años y todavía no he salido de la casa de mis padres. Qué triste, ¿no?

      –¿Triste?

      –Bueno, patético.

      –No, todo lo contrario. Así es como debería ser. En mi país, las mujeres viven en casa de sus padres hasta que se casan.

      No si tenían un hijo de cinco años y no tenían marido, pensó Diana mientras se miraban el uno al otro.

      Zahir sabía que debía marcharse. Dejar aquello, fuera lo que fuese. Mientras estaba allí flirteando con su chófer, su madre y sus hermanas estaban eligiéndole una esposa.

      Mientras se animaba a marcharse, una ráfaga de aire le revolvió el cabello a Metcalfe y él, sin poder evitarlo, alargó la mano para capturarlo.

      Seda, pensó Zahir cuando las hebras de pelo le acariciaron la muñeca. Seda de color castaño en perfecto contraste con el verde de sus ojos que se habían agrandado y oscurecido bajo su mirada. La tentación de atraerla hacia sí le sobrecogió.

      Pero no del todo. No estaba tan perdido…

      Despacio, con cuidado de no tocarle la mejilla, no le quedó más remedio que sujetárselo detrás de la oreja… La suavidad de esta, la fina piel de su cuello, le hicieron olvidar sus buenas intenciones. La calidez de ella le atrajo y, cautivándole, le hizo sujetarle la cabeza con la mano.

      Ella le observó hasta el último instante, pero un segundo antes de que él le rozara los labios, los cerró, quedándose rígida e inmóvil. Entonces… ella se rindió y también le besó.

      Fue el ruido de la bandeja al estrellarse contra el suelo lo que les hizo recobrar el sentido.

      Metcalfe se echó atrás con un gemido.

      –¡Dios mío! –exclamó ella.

      Él quería decir algo, pero… ¿qué? Ni siquiera sabía su nombre de pila. Metcalfe no valía…

      –Tengo que volver a la galería –dijo él poniéndose en pie.

      Ella asintió.

      –Yo llevaré la bandeja –entonces, cuando él permaneció inmóvil, Diana le miró–. Diana. Me llamo Diana Metcalfe.

      –¿Como la princesa?

      –Eso me temo. Mi madre era una de sus admiradoras.

      –Diana también era una diosa.

      –Sí, lo sé. La mayoría de la gente me llama Di.

      Con un asentimiento de cabeza, él se dio la vuelta y se alejó a toda prisa.

      ¿Estaba enfadado con ella?

      No tenía de qué preocuparse, ella estaba enfadada consigo misma por los dos.

      Ella era una mujer soltera que había tenido un hijo a los dieciocho años. Y, después, cuando podía haber hecho algo de provecho con su vida, su padre había sufrido un infarto y había tenido que dejar de trabajar, dejando el trabajo para su madre y ella.

      Al día siguiente iba a llevar preparados unos bocadillos y un termo con té, se prometió a sí misma al tiempo que recogía la bandeja y daba los restos de los canapés a los pájaros.

      –Buen comienzo, Diana. Muy profesional. Has fallado en todo.

      Diana fue a la galería, le dio la bandeja a una de las camareras y no miró hacia ningún lado mientras se dirigía a los lavabos para lavarse las manos.

      Pero al volver al cabo de unos minutos, la primera persona a la que vio entre la multitud fue a Zahir. Él tenía toda su atención centrada en una rubia alta y elegante con los cabellos recogidos en un moño. No era una joven alocada, sino una mujer hermosa. No llevaba un uniforme horrible, sino un vestido de exquisito corte que debía de costar una fortuna.

      Se sintió como si la hubieran hecho volver a la realidad de una bofetada.

      El jeque Zahir era un hombre que atraía a las mujeres hermosas como un imán. Mujeres hermosas vestidas con hermosos atuendos y zapatos de tacón de diseño.

      Él la había besado porque estaba disponible. Porque podía. Eso era lo que los hombres hacían. Los hombres tomaban lo que se les ofrecía sin pensar, obedeciendo simplemente a sus hormonas.

      El beso que él le había dado no significaba nada. Nada, pensó al tiempo que se daba la vuelta y se encontraba de cara con James Pierce.

      Él miró en dirección a su jefe, luego a ella. Y, como si supiera exactamente lo que estaba pensando, le dedicó una maliciosa sonrisa.

      –Es preciosa, ¿verdad?

      –Preciosa –logró decir Diana–. ¿Quién es?

      –Su compañera –respondió Pierce–. Será mejor que vuelva al coche. El jeque Zahir va a salir dentro de unos minutos.

      Diana no necesitó que se lo repitiera dos veces. Al salir al aire libre, se llenó de aire los pulmones y luego se puso la gorra y los guantes como si fueran una armadura.

      Había esperado que la rubia saliera con él; pero cuando Zahir apareció unos minutos más tarde, solo le acompañaba James Pierce.

      –Arréglatelas tú solo con ellos, James. Quiero que todas y cada una de esas personas visiten Nadira.

      –Todos han quedado en venir, a excepción de un par de periodistas que se están haciendo de rogar; sin embargo, la princesa se encargará de convencerlos.

      ¿La rubia era una princesa?

      ¿Por qué le sorprendía?

      –No me cabe la menor duda. Por favor, acompaña a Lucy y no la dejes hasta verla dentro del coche.

      –Será un placer –respondió Pierce–. Estaré pendiente del teléfono por si lord…

      –Gracias, James. Creo que podré contestar a cualquier pregunta que lord Radcliffe pueda hacerme –concluyó Zahir.

      Él la había besado. Ahora, al parecer, volvía a ser su chófer.

      –Por favor, Diana, a Berkeley Square –dijo él mientras entraba en el coche.

      –Sí, señor.

      –Venga a recogerme a mí tan pronto como haya dejado al jeque Zahir, Metcalfe –dijo James Pierce secamente.

      El jeque Zahir alzó una mano, impidiéndole que ella cerrara la portezuela.

      –Toma un taxi, James.

      –No es ningún problema –dijo

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