La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding Libro De Autor

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–respondió Pierce sin convicción–. No, claro que no.

      –Me alegra oírtelo decir. Como abogado que eres, a pesar de que tu especialidad es el derecho mercantil, sé que no te gustaría darle a Metcalfe una excusa para denunciarte por discriminación sexual.

      –Yo solo pensaba…

      –Sé lo que pensabas, James; pero como bien sabes, no es ningún problema.

      El jeque Zahir no esperó a que le respondiera. Al instante, centró su atención en asuntos de negocios e hizo una difícil pregunta referente a un arrendamiento.

      Ella también se centró en su trabajo. Coquetear con el cliente por el espejo retrovisor no era profesional, sino todo lo contrario.

      A la entrada de la galería Riverside, Diana salió del coche y abrió la puerta a sus pasajeros.

      James Pierce salió del coche sin dirigirle la palabra y sin mirarla. El jeque Zahir se detuvo junto a ella.

      –¿Qué va a hacer hasta que llegue la hora de recogernos, Metcalfe?

      –Tengo un libro –respondió ella rápidamente.

      El mensaje era: «los conductores competentes están acostumbrados a esperar a sus clientes el tiempo que haga falta».

      –No hay razón por la que no pueda entrar en la galería. Coma algo. Puede ver los cuadros si se aburre con la presentación.

      Abandonando su firme resolución de no mirarle a los ojos, Diana alzó los ojos a los de él. Tragó saliva. El jeque estaba sonriendo. Sintió un extraño cosquilleo en el vientre, un cosquilleo que la tomó por sorpresa.

      –Gra… cias –pero recordó que el jeque Zahir iba acompañado de aquel ayudante altanero–. Yo debería…

      –¿Qué? ¿Quedarse en el coche? –concluyó él.

      –Es lo correcto –Diana se encogió de hombros a modo de disculpa; luego, asintió en dirección a la galería de arte y se aclaró la garganta–. El señor Pierce le está esperando, señor.

      –Zahir.

      –¿Qué, señor?

      –Todo el que trabaja para mí me llama Zahir. Según tengo entendido, es lo normal en los tiempos en los que vivimos. Inténtelo.

      –Sí, señor.

      Él asintió.

      –Diviértase con su libro, Metcalfe.

      Diana le vio alejarse. Nada de trajes exóticos, el típico uniforme varonil: traje oscuro, corbata de seda… Aunque tenía que admitir que ese atuendo, si lo llevaba el jeque Zahir, no tenía nada de típico.

      Zahir.

      Ese nombre le estaba llenando la cabeza. A solas, lo pronunció en voz alta para ver cómo sonaba.

      –Zahir…

      Exótico.

      Diferente.

      Peligroso…

      Tembló al sentir la brisa procedente del río.

      A pesar del frescor de la noche, se quitó los guantes y la gorra y los tiró en el asiento del coche. Luego, después de cerrarlo con llave, se acercó a la barandilla que había a lo largo del paseo del río, se apoyó en ella y contempló la vista que ofrecía aquel punto, dominada por la cúpula de la Catedral de San Pablo.

      «Céntrate, Diana», se dijo a sí misma en silencio. «Ándate con pies de plomo. No es el momento de lanzarte a juegos peligrosos. Nada de tutear a ese guapo príncipe. Los cuentos de hadas son para los niños. Esta puede ser la oportunidad que estabas esperando para dar un paso más hacia la consecución de tu sueño. No lo estropees todo solo porque el príncipe tiene un par de ojos negros que te miran como si… ¡Olvídalo!».

      No iba a volver a cometer la misma equivocación de rendirse a los pies de un hombre guapo.

      Freddy, su hijo, era su mundo. El futuro del niño estaba en sus manos, su deber era protegerlo y anteponerlo a todo lo demás.

      Zahir concluyó su breve presentación delante de los agentes de turismo y periodistas especializados e, inmediatamente, se vio abordado por el director de una de las principales empresas de turismo, que estaba examinando las fotografías y la maqueta del complejo turístico Nadira.

      –Es una idea muy interesante, Zahir. Diferente. Es exactamente lo que los viajeros más exigentes y sofisticados están pidiendo a gritos. Supongo que será caro, ¿no?

      –Sí, naturalmente –respondió Zahir, consciente de que era lo que ese hombre quería oír–. ¿Por qué no habla con James? Está organizando una visita a la zona donde queremos montar el complejo turístico y nos encantaría enseñarle lo que queremos ofrecer.

      Zahir continuó su paseo por la galería estrechando manos, respondiendo a preguntas e invitando a los asistentes a ver la zona del complejo.

      Entonces, la mujer con la que estaba hablando se echó a un lado para dejar paso a una camarera y él miró por una de las altas y estrechas ventanas de la galería. El coche seguía allí, pero Metcalfe no estaba a la vista.

      Debía de estar tumbada en el asiento posterior leyendo su libro. Quizá tuviera la suerte de sorprenderla y verla ruborizada mientras intentaba enderezarse esa ridícula gorra.

      Le encantaría que así fuera.

      Pero a ella no.

      Metcalfe.

      Le había invitado a que le tuteara, diciéndole su nombre de pila con la esperanza de que ella hiciera lo mismo. Ella se había dado cuenta y, sabiamente, había rechazado la invitación de convertirse en algo más que su simple chófer. Plenamente consciente de que ese «algo más» que él le estaba ofreciendo no le interesaba. ¿Y cómo iba a decirle que estaba equivocada cuando ni él mismo sabía qué era ese «algo más»?

      Quizá se estuviera engañando a sí mismo. Los dos lo sabían. Los dos habían respondido a esa extraña química…

      James debía de tener razón. Lumley era aburrido, pero no le distraía. Nunca se habría preocupado por la forma en que pasaba el tiempo mientras le esperaba. Por supuesto, jamás le hubiera invitado a entrar en la galería de arte ni le contaría lo que se proponía hacer. No le habría hablado de sus planes…

      –¿Es su objetivo realista, jeque Zahir? –le preguntó la mujer.

      –Tenemos la suerte de que la energía solar es un recurso natural en Ramal Hamrah durante todo el año, Laura –respondió Zahir haciendo un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Se había tomado la molestia de memorizar los nombres y los rostros de la gente con la que iba a reunirse–. Espero que venga a cerciorarse por sí misma.

      –Ese es el otro problema, ¿no le parece? ¿Cómo puede justificar la expansión de su industria turística en un momento en que los viajes en avión se consideran uno de los mayores causantes de las emisiones de anhídrido carbónico?

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