La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding страница 5
Sadie tenía razón, aquel era otro mundo. Diana cerró la puerta, respiró profundamente y puso en marcha el motor.
De compras con un jeque.
Increíble.
Increíble.
A pesar de que James lo había planificado todo hasta el mínimo detalle, los planes se habían ido abajo en un instante de distracción.
¡Y qué distracción!
Zahir había cruzado el vestíbulo de «Llegadas» esperando al eficiente y casi mudo Jack Lumley aguardándole. Sin embargo, se había topado con Metcalfe. Una mujer cuyas curvas se veían realzadas por el severo corte de la chaqueta. Una mujer de cuello largo y delgado, de cabellos castaños.
Y una boca que prometía problemas.
Era la clase de distracción para la que no tenía tiempo en ese viaje.
Aunque no podía quejarse. Le encantaba la excitación de lo nuevo, no se arrepentía de todo el trabajo que le había llevado convertir una pequeña empresa de turismo por el desierto en un negocio multimillonario.
Él solo había desarrollado el turismo en Ramal Hamrah, había hecho de él una verdadera industria. Ahora su país aparecía constantemente en las revistas de turismo, en los suplementos de los periódicos dominicales. Y no solo el desierto, sino también las montañas y la historia del país.
Había creado un lujoso complejo turístico con jaimas en el desierto. El club de yates estaba casi acabado. Y ahora estaba a punto de inaugurar las líneas aéreas que llevarían el nombre de su país.
Había trabajado mucho para hacer todo aquello realidad.
En vez de construir altos bloques de apartamentos y hoteles, al contrario que los países vecinos, había optado por un desarrollo respetuoso con el medio ambiente, utilizando materiales de la zona y construcciones al estilo tradicional con el fin de crear un ambiente lujoso.
Además, el cambio de actitud del turismo internacional durante el último año le había dado ventajas en el mercado y, de repente, se había convertido en su visión de futuro.
Sí, su visión era de futuro… y estaba solo.
«No tienes hijos…».
En fin, cuando uno estaba construyendo un imperio, tenía que dejar de lado otras cosas. Una situación que su madre estaba empeñada en cambiar. Incluso en esos momentos, cuando él estaba en la limusina observando los brillantes cabellos castaños de Metcalfe, su madre estaría repasando la lista de posibles candidatas para el puesto de esposa de su hijo, dispuesta a negociar un arreglo matrimonial con la familia de la afortunada chica.
También haría feliz a su padre la llegada de un nieto que continuara el apellido.
Así se había hecho durante miles de años. En su cultura, no se entendía el concepto romántico del amor de Occidente. En su cultura, el matrimonio era un contrato que beneficiaba a las dos familias implicadas. Su esposa sería una mujer a la que él respetaría. Su esposa llevaría la casa y le daría hijos: hijos que ensalzarían su honor, hijas que le proporcionarían felicidad.
Su mirada volvió a clavarse en la joven sentada delante de él, en la suave curva de su mejilla que se reflejaba en el espejo retrovisor. En la sugerencia de un hoyuelo.
Ella tenía la clase de rostro que parecía siempre a punto de sonreír, pensó Zahir sonriendo para sí mismo mientras repasaba la lista de expresiones que había visto en ella hasta el momento; desde el horror al soltar una palabra impropia de una conductora al sonrojo y la preocupación.
Cristal. Para una niña. ¿Cómo demonios se le había ocurrido semejante idea? ¿Cómo se le había ocurrido a James?
Metcalfe nunca cometería ese error.
Tampoco se conformaría con una relación basada en el respeto. No… con una sonrisa como la de ella. Pero, claro, ambos procedían de mundos diferentes. Ella llevaba una vida completamente desconocida para las jóvenes vírgenes entre las que su madre elegiría a su esposa.
Metcalfe también era muy diferente a las mujeres altamente sofisticadas y profesionales que había conocido en el mundo de los negocios, que llevaban unas vidas más parecidas a las de los hombres que a las de las mujeres; aunque su carencia de sofisticación era suplida por su capacidad para entretener.
Zahir se pasó la mano por el pelo como si con el gesto quisiera deshacerse de semejantes pensamientos. No tenía tiempo para «entretenimientos». Y, con un matrimonio a la vista, tampoco debía pensar en esas cosas.
Tal y como estaban las cosas, había tenido que estirar mucho el tiempo para ir a felicitar a una niña por su cumpleaños en vez de, como debería hacer, concentrarse en la recepción con agentes de turismo y en la cena con hombres que tenían el poder económico para ayudarle a hacer realidad el proyecto de sus líneas aéreas.
–¿Va a seguir siendo mi chófer, Metcalfe, o Jack Lumley va a volver mañana?
–No lo sé, señor –respondió ella mirándole por el espejo retrovisor momentáneamente–. Se ha puesto enfermo hoy. Sin embargo, si así lo desea, la empresa le buscará otro conductor.
–¿Uno con barba?
–Sí, señor.
–Y, si fuera eso lo que quisiera, ¿qué haría usted mañana?
Metcalfe volvió a mirarle por el retrovisor, sus ojos eran muy verdes.
–Con un poco de suerte, volveré al volante de un minibús que hace la ruta de un colegio.
–¿Y si no tiene suerte?
–Lo mismo –contestó ella, lanzándole otra de sus sonrisas, aunque esa vez tenía un toque irónico.
En ese momento, Metcalfe detuvo el coche a la entrada de una enorme tienda de juguetes. Salió del vehículo rápidamente, pero él ya estaba fuera antes de que a ella le diera tiempo de abrirle la puerta.
A Zahir no se le había ocurrido indicarle su destino. Jack Lumley le habría llevado a Harrods o a Hamleys, después de llamarles por teléfono para asegurarse de que tenían lo que estaban buscando y de que estuviera empaquetado y esperándoles cuando llegaran.
Sin necesidad de esperar.
Sin esfuerzo.
Como un matrimonio amañado.
El jeque Zahir no hizo ademán de entrar, se limitó a mirar la fachada del establecimiento. Con el corazón encogido, Diana se dio cuenta de que se había equivocado.
Sadie tenía razón, no estaba preparada para ese trabajo.
–Lo siento –dijo ella–. Me doy cuenta de que no es esto lo que esperaba.
Él la miró.
–Dejé que usted decidiera.
Eso era verdad.
–Pensé