La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding Libro De Autor

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de cierta manera para ir allí de compras?

      –No se puede ir calzado sin calcetines. Ni con vaqueros. Ni con mochilas –Diana se calló al darse cuenta de la tontería que acababa de decir–. Claro que, usted no lleva una mochila.

      –Pero el resto…

      –Bueno, supongo que a los miembros de la realeza les está permitido.

      –En cualquier caso, será mejor no correr el riesgo –dijo el jeque Zahir con suavidad–. Venga, entremos.

      «Entremos».

      –¿Quiere que vaya con usted?

      –Claro. ¿No le han dicho nunca que los miembros de la realeza jamás cargan con sus bolsas?

      Diana se dio cuenta de que él estaba bromeando.

      –Según he oído, tampoco llevan dinero encima, pero en ese sentido me temo que no voy a poder ayudarle. Además, no debería dejar ahí el coche.

      –¿Se niega a entrar conmigo? ¿Tanto le apetece volver a conducir un minibús lleno de niños?

      Diana cerró las puertas del coche y entró con él a la tienda sin pronunciar una palabra más.

      La tienda era de enormes proporciones y tipo almacén.

      –¿Cómo se puede encontrar aquí lo que uno busca? –preguntó el jeque Zahir con confusión.

      –Con dificultad –admitió Diana–. Lo que quieren es que veamos tantas cosas como nos sea posible. Dígame, ¿cuánta gente cree usted que se va de aquí con lo que venía a comprar?

      Él se volvió para mirarla.

      –Me parece que habla la voz de la experiencia.

      –¿No es por eso por lo que estoy aquí, por mi experiencia? Es usted quien ha comprado una bola de cristal para una niña.

      Él sacudió la cabeza.

      –Entendido. Aunque estoy empezando a pensar que debería invertir dinero en una tienda de juguetes.

      –¿Invertir en una tienda de juguetes? –repitió ella–. ¿Por qué no pensaron en eso mis padres? Imagine lo que podría haber hecho entonces, podría haberme comprado mi propio taxi. Podría ser mi jefa.

      Capítulo 2

      MIENTRAS Metcalfe se acercaba al mostrador de información, Zahir se la quedó mirando.

      No era solo una mujer atractiva al volante de un coche, sino una mujer atractiva con aspiraciones, con sueños.

      No hacía mucho que a él le había pasado lo mismo.

      La gente pensaba que porque era el nieto del emir de Ramal Hamrah todo se le presentaba en bandeja de plata. Quizá fuera cierto en parte. Había tenido muchas ventajas, incluyendo una educación privilegiada en Inglaterra y un doctorado en Estados Unidos. Pero todo tenía un precio.

      Deberes respecto a su país y obediencia a su familia.

      Había pasado dos años en el desierto acompañando a su primo, que pasaba por malos momentos. Se había visto recompensado cuando Hanif, al darse cuenta de que la política no era lo suyo sino el mundo de los negocios, le dio su primera oportunidad. Hanif había dedicado parte de su precioso tiempo a convencer a su padre de que debía dejar que él siguiera su camino.

      A pesar de eso, Zahir había tenido que sumergirse en el mercado en busca del dinero que necesitaba para construir su imperio; no obstante, aunque sabía que su nombre no garantizaba el éxito, también era consciente de que le había abierto muchas puertas.

      –¿Tienen lo que estamos buscando? –le preguntó a Metcalfe al reunirse con ella.

      –No lo sé.

      Diana vio al jeque Zahir volverse hacia la empleada que había detrás del mostrador de recepción.

      –No tenemos mucho tiempo… –le vio mirar a la tarjeta que llevaba con su nombre–. Liza, ¿le importaría acompañarnos al lugar exacto donde podemos encontrar lo que estamos buscando?

      La empleada examinó un libro y respondió:

      –Lo siento, no puedo abandonar el mostrador.

      –El letrero que cuelga encima del mostrador dice «Servicio al Cliente» –observó él.

      La empleada suspiró y, por fin, miró al letrero. Él le sonrió.

      Diana sintió una mezcla de irritación y sorpresa al ver que la recepcionista, sin decir nada, se levantaba de su sillón y salía de detrás del mostrador.

      –Síganme –dijo ella, sonriendo.

      –Me parece que hemos ganado una batalla contra el sistema, Metcalfe –dijo el jeque Zahir.

      –Bien hecho –respondió Diana.

      Pronto llegaron a las estanterías con una gran variedad de bolas de nieve de distintos colores.

      –La Cenicienta. Blancanieves. La Princesa y la Rana –indicó la empleada mirando al jeque Zahir fijamente.

      –Gracias –respondió él mientras agarraba la bola de nieve de la Princesa y la Rana.

      –¿Si desea algo más…? –dijo la mujer con una amplia sonrisa.

      –Iré a buscarla, no se preocupe.

      Él fue correcto, pero cortante. La mujer había sido despachada. A Diana casi le dio pena. Casi.

      –¿La Princesa y la Rana, Metcalfe? –preguntó él alzando la bola.

      Ese hombre tenía unas manos preciosas. No eran suaves. Tenía cicatrices en los nudillos y, aunque los dedos eran largos y delgados, tenían la textura del acero.

      –No conozco ese cuento –dijo él.

      –Me sorprende que conozca otros –comentó ella, obligándose a concentrarse en la bola de nieve.

      Contenía una escena en la que una chica, que llevaba una corona, estaba sentada junto a una rana en el borde de un pozo.

      –Disney ha llegado a Ramal Hamrah.

      –¿En serio? –naturalmente–. Ah, sí, bueno, supongo que decidió no ir allí con este cuento. Supongo que tenía sus razones. Yo, personalmente, elegiría alguna otra.

      –Pero esta chica es una princesa. A Ameerah le gustará.

      Al igual que la empleada de la tienda, que había desaparecido tras recibir una fría mirada, Diana reconoció la orden. Ese hombre no necesitaba palabras para dar órdenes, podía hacerlo con esos ojos oscuros.

      –No es un cuento bonito –le advirtió ella–. Admito que la Cenicienta está muy vista; pero, al menos, es buena. Y aunque

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