La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding Libro De Autor

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que ese era el jeque. Así que sus facciones tenían aire de chico malo. Así que era guapísimo.

      ¿Y qué?

      ¿Qué le importaba a ella?

      Además, él no iba a mirarla dos veces aunque ella quisiera que lo hiciera. Y no quería.

      En serio.

      Un hombre así en la vida de una era más que suficiente.

      Había llegado el momento de volverse a comportar como la profesional que le había prometido a Sadie que iba a ser.

      No había ningún contenedor de basura a la vista y el jeque solucionó el problema devolviéndole el paquete a ella. Un comportamiento totalmente masculino… dejar que otro solucionara los problemas.

      –Usted no es mi chófer habitual –dijo él.

      –No, señor –respondió Diana mientras sacaba una bolsa de plástico de la guantera en la que metió el paquete–. No sé cómo me he delatado –añadió ella en un susurro.

      –¿La barba? –sugirió él mientras Diana se volvía para mirarle.

      Y tenía el oído muy agudo…

      –No puede ser eso, señor –dijo ella arrepintiéndose del comentario–. No tengo barba. Pero podría ponerme una falsa.

      A veces, cuando una se metía en apuros por hablar demasiado, lo mejor era seguir hablando. Sabía que, si conseguía hacerle reír, podría salir airosa.

      «Sonríe, idiota, sonríe».

      –Si usted lo desea, señor –añadió Diana cada vez más preocupada… porque él no sonrió.

      –¿Cómo se llama? –preguntó el jeque.

      –Ah, eso no tiene importancia –le aseguró ella en tono casual–. En la oficina sabrán quién soy.

      Cuando él presentara su queja.

      Ni siquiera iba a durar una tarde. Sadie iba a matarla. Sadie tenía todo el derecho…

      –Puede que lo sepan los de su oficina, pero yo no.

      Ese hombre no dejaba nada al azar.

      –Metcalfe, señor.

      –Metcalfe –él pareció a punto de añadir algo, pero pareció pensárselo mejor–. Está bien, Metcalfe, ¿nos vamos? No dispongo de mucho tiempo y ahora vamos a tener que parar en un sitio más con el fin de no desilusionar a la chica del cumpleaños.

      –¿La chica del cumpleaños?

      –La princesa Ameerah, la hija de mi primo, cumple diez años hoy. Lo que más quería en el mundo, al parecer, era una bola de cristal con nieve dentro. Le prometí que le traería una.

      –Ah… –una niña. Y se le olvidó que no debía hablar a menos que le hicieran una pregunta–. Las bolas de cristal con nieve son preciosas. Yo todavía tengo la que me dieron cuando…

      Diana se interrumpió. ¿Qué le importaba a él aquello?

      –¿Cuando qué?

      –Cuando cumplí los seis años.

      –Ya –él la miró como si tratara de imaginársela de niña–. Esta bola también era una antigüedad. Era de cristal veneciano.

      –¿Para una niña de diez años? –las palabras salieron de sus labios antes de poder contenerse.

      A punto de entrar en el coche, él se detuvo y frunció el ceño.

      –Me refiero al cristal. ¿Es una buena idea? –Diana tuvo la impresión de que nunca antes habían cuestionado su sentido común e intentó arreglarlo–. La mía no es de cristal, sino de una resina que se parece al cristal. No es ninguna antigüedad, pero rebota.

      «¡Cállate ahora mismo!».

      –Como es para una niña, quizá algo menos… frágil estaría mejor. El cristal es un poco… En fin, es…

      Por fin, la boca de Diana captó el mensaje y se cerró.

      –¿Frágil? –concluyó el jeque Zahir, aún sin sonreír.

      –No me cabe duda de que la que ha comprado usted debía de ser preciosa –dijo ella rápidamente–. Pero me temo que usted no tiene hijos.

      –¿O no haría semejante regalo?

      –Mmmm –murmuró ella con los labios cerrados–. Quiero decir que tendría que mantenerla fuera del alcance de la niña. Es un tesoro, más que un juguete.

      –Entiendo.

      Él aún tenía el ceño fruncido, aunque su expresión no mostraba irritación. Era como si estuviera enfrentándose a una realidad.

      Manteniendo la sonrisa con un esfuerzo, Diana continuó:

      –Sin duda, las princesas deben de ser menos torpes que las niñas de a pie.

      –No –respondió él, quitándole la respiración una vez más–, por lo que yo sé.

      De repente, el jeque sonrió ligeramente. La sonrisa hizo que el corazón de Diana se parase.

      –No es solo una cara bonita, ¿verdad, Metcalfe? –preguntó él.

      –Mmmm.

      –Dígame, ¿por cuánto se separaría de ese juguete?

      Ella tragó saliva.

      –Lo siento, pero ya no lo tengo.

      Él arqueó las cejas.

      –No es que se haya roto –le aseguró Diana–. Se lo di a…

      «Díselo».

      «Dile que tienes un hijo de cinco años».

      «Es lo que la gente hace, hablar de sus hijos, de los juguetes de sus hijos y de lo que hacen sus hijos».

      «Lo hace todo el mundo menos tú, que no paras de hablar».

      Diana hablaba de todo, excepto de Freddy. Porque, cuando hablaba de su pequeño, sabía que la gente que la escuchaba solo quería oír lo único que ella jamás le diría a nadie.

      El jeque Zahir estaba esperando.

      –Se la di a un niño que estaba enamorado de la bola de cristal.

      –No se ponga tan trágica, Metcalfe, no hablaba en serio –dijo él profundizando su sonrisa–. Venga, vamos de compras.

      –Sí, señor –entonces, Diana lanzó una mirada hacia la Terminal–. ¿No quiere esperar a que le traigan su equipaje?

      Había

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