La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding Libro De Autor

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de The Courier…

      –Laura… –dijo James acercándose a ella de tal forma que Zahir pudiera disculparse y alejarse.

      Zahir hizo un esfuerzo por no mirar su reloj.

      Estaba cansado de las relaciones públicas. Sus sueños eran más ambiciosos. Le gustaba más hacer planes para el futuro, pero en su despacho. Tenía que encontrar a alguien que diera la cara, que se encargara del aspecto público del negocio. Alguien capaz de despertar el interés de la gente en sus proyectos.

      O quizá su interés estuviera en otra parte, pensó mientras hacía lo posible por no mirar de nuevo a la ventana. Sin conseguirlo.

      Quizá tuviera más que ver con aquel inesperado interés por su joven y encantadora conductora.

      Vio un movimiento a la orilla del río y se dio cuenta de que, en vez de estar acurrucada leyendo su libro, Metcalfe estaba apoyada en la barandilla del paseo. Sin la gorra, con los cabellos revueltos…

      Una camarera se detuvo delante de él con una bandeja, obstaculizándole la vista.

      –¿Un canapé, señor?

      –¿Qué?

      Entonces, dándose cuenta de lo que la camarera le había dicho, la miró. Miró a la bandeja.

      –Gracias –dijo Zahir después de agarrar la bandeja, con la que se encaminó hacia la puerta.

      * * *

      –Vaya un perro guardián que está hecha, Metcalfe. Cualquiera podría haber agarrado su precioso coche y haberse ido con él.

      Diana, que a pesar de sus esfuerzos había estado pensando en aquel hombre extraordinariamente guapo, se sobresaltó.

      –Podrían haberlo intentado –respondió ella–. Pero conseguirlo…

      –¿Por qué no ha entrado en la galería?

      –Al señor Pierce no le habría gustado –dijo ella, manteniendo los ojos fijos en la parte norte del río–. Además, esta vista es más interesante que un montón de cuadros viejos.

      –Y todo ese arte…

      –Dígame, ¿cuántos ingleses cree que han leído un poema árabe? –Diana cambió de tema al instante–. ¿Ha acabado la fiesta ya?

      –No, está en pleno apogeo.

      –Ah –él había ido a verla. Miró la bandeja. Él le había llevado comida–. ¿Sabe el señor Pierce que usted se ha escapado?

      –¿Escapado?

      –¿No es usted el centro de atracción?

      –Yo no, el complejo turístico Nadira. Además, James está entreteniendo a una joven periodista que alberga serias dudas sobre mi proyecto.

      –¿Por qué?

      Él le ofreció la bandeja.

      –Pensé que quizá tuviera hambre.

      Diana se quedó mirándola un momento; después, sacudió la cabeza.

      –No. ¿Por qué duda de su proyecto? Sea lo que sea.

      –No de mi proyecto en sí, sino de su integridad. Ya sabe que los periodistas son unos cínicos.

      –Es una forma de describirlos. ¿Por qué iba a creer a James Pierce y no a usted?

      –El trabajo de Pierce es convencerla para que vaya a Nadira a ver el lugar con sus propios ojos.

      Una sonrisa de él habría bastado, pensó Diana. Con una sonrisa conseguiría cualquier cosa que se propusiera…

      –De haber sabido que ofrecía vacaciones pagadas, incluso yo podría haberme visto…

      «Tentada».

      Dejó la palabra sin pronunciar, pero los dos sabían qué iba a decir. Avergonzada, Diana fijó los ojos en los canapés que había en la bandeja.

      –Parecen buenísimos –dijo ella.

      –Adelante. Coma lo que quiera.

      Las palabras parecían cargadas de segundas intenciones. Una invitación a probar algo más que los canapés. Hizo un esfuerzo por tomar las palabras en sentido literal. No tenía hambre, pero llenarse la boca de comida le evitaría algo de lo que más tarde podría arrepentirse.

      El pequeño canapé estalló en su boca. No era totalmente fingido el gemido de placer que lanzó.

      –¿Ha probado estos?

      –¿Debería hacerlo? –preguntó Zahir con seriedad.

      –Sí… ¡No! No, desde luego que no. Debería dejarme la bandeja entera y volver a la fiesta.

      Él agarró un canapé y lo comió.

      –Ahora la entiendo –dijo él chupando un trozo de queso que se le había quedado en el pulgar.

      Diana se contuvo para no chuparle ella el dedo.

      Pero no pudo evitar imaginarlo.

      –¿Le parece que llevemos la bandeja a ese banco? –sugirió él–. Hay que comer sentado. Por cierto, debería haber traído un par de bebidas.

      –¿Un par? Perdone, pero… ¿no le van a echar de menos en la fiesta?

      –Quiere comerse sola la bandeja entera, ¿es eso?

      Diana se echó a reír. Era fácil reír con él mirándola de esa manera.

      –Exacto, jefe.

      –Adelante. Yo todavía tengo que asistir a una cena.

      Él no parecía entusiasmado con la idea de cenar en uno de los mejores restaurantes londinenses.

      –No me parece que eso sea tan terrible.

      –La alta cocina me va a arruinar. Me va a dar indigestión.

      –Eso le pasa por mezclar los negocios con el placer.

      –Es usted muy sabia, Metcalfe. Es una pena que los hombres con dinero no tengan su sentido común.

      –Supongo que piensan que el tiempo es dinero, por lo que creen que haciendo dos cosas al mismo tiempo ganan el doble.

      –Sobre todo, cuando no tienen que pagar la cena.

      –Cierto.

      Él dejó la bandeja en el banco, esperó a que ella se sentara y luego tomó asiento, dejando la bandeja entre medias de los dos.

      –Me encanta esta vista, ¿a usted no? –preguntó Zahir–. Tanta historia concentrada en tan poco espacio.

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