El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
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Su corazón palpitaba como loco mientras entraba en el bar Bay Room, pero enseguida vio a Vincenzo hablando con un camarero, alto y llamativo con su elegante traje oscuro y totalmente cómodo en aquel sitio.
Nerviosa, Emma miró a su alrededor. Sentados a las mesas triangulares con sus distintivos sillones de terciopelo color turquesa estaban los hombres y mujeres más poderosos de la ciudad. Mujeres que llevaban vestidos carísimos y zapatos de tacón que desafiaban a la ley de la gravedad.
Y, a pesar de haberse arreglado un poco en el baño de los grandes almacenes, nunca se había encontrado tan fuera de lugar. Se sentía como uno de esos personajes de las novelas victorianas: una niña sucia y harapienta que había dejado de vender cerillas en la esquina para entrar allí. Si hubiera tenido otra alternativa, se habría dado la vuelta.
Pero ya no tenía alternativa.
Vincenzo la observó mientras se acercaba, sus ojos negros eran inescrutables.
De modo que no había pasado la tarde comprándose ropa, observó, como harían muchas mujeres que estuvieran planeando acostarse con un hombre. Y eso debía de significar que de verdad estaba en la ruina… o que seguía teniendo una gran confianza en su atractivo. O ambas cosas.
–Ciao, Emma –la saludó.
–Hola –dijo ella, sintiéndose ridículamente incómoda al notar que los camareros la miraban como si fuera una extraterrestre.
–El maître acaba de decirme que, por desgracia, no tienen ninguna mesa libre. Pero nos ha servido una copa en la terraza.
–La vista desde la terraza es infinitamente mejor –asintió el hombre, con la afable sonrisa de alguien que acabara de recibir un gran fajo de billetes–. Haré que alguien los acompañe.
Luego chasqueó los dedos y un chico de uniforme, que no parecía tener más de doce años, los acompañó al ascensor.
Los ojos de Emma decían que no creía una sola palabra y el brillo burlón de los de Vincenzo, que le daba igual. No podía decir nada delante de un extraño y él lo sabía. O quizá sabía que estaba en una posición ventajosa y que ella debía seguirle la corriente si quería el divorcio.
El silencio era sofocante mientras subían en el ascensor y se hizo más opresivo cuando el joven botones los llevó hasta una impresionante suite con un salón lleno de flores. Era cierto que la vista era magnífica, las estrellas y los rascacielos resultaban visibles a través de una pared enteramente de cristal.
Pero lo más evidente eran las dos puertas que llevaban a una habitación dominada por la cama más grande que había visto en toda su vida. Era un insulto, pensó.
–¿Necesita algo más, señor?
–No, gracias.
Emma esperó hasta que el chico los dejó solos para volverse hacia Vincenzo, que estaba quitándose la chaqueta.
–Dijiste que íbamos a tomar una copa, pero esto es una suite.
Él sonrió mientras se soltaba la corbata. Así que quería jugar, ¿eh?
–Las dos cosas son compatibles. Bebe todo lo que quieras, cara –contestó, señalando una botella de champán.
–¿Estás diciendo que el maître no hubiera encontrado una mesa para ti abajo si la hubieras pedido?
–Podría haberla pedido, sí –asintió él–. Pero no puedes negar que aquí estamos más cómodos. Y es mucho más íntimo, por supuesto –añadió, sirviendo dos copas de champán con los ojos brillantes–. Quítate el abrigo.
Nunca en su vida se había sentido tan ahogada, como si alguien le estuviera apretando el cuello, robándole el aire. Pero Emma se quitó el abrigo y aceptó la copa que le ofrecía mientras se dejaba caer en el sofá.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tomó champán y la quemazón del alcohol le recordó que no había comido nada desde el desayuno.
«Cuéntaselo de una vez».
–Vincenzo… esto no es fácil para mí.
Él se sentó a su lado en el sofá con una arrogante sonrisa. ¿El beso de antes la habría hecho recordar todo lo que se había perdido durante esos dieciocho meses?, se preguntó.
Apartando la copa de su temblorosa mano, la dejó sobre la mesa y pasó un dedo por el severo escote del vestido. Y, al hacerlo, sintió que se estremecía.
–Sólo será difícil si queremos que lo sea… o si tú crees que esto es algo que no es. ¿Por qué no admitir que seguimos sintiéndonos atraídos el uno por el otro?
Emma lo miró, horrorizada. Vincenzo pensaba… de verdad pensaba que había vuelto para hacer un trato con él: un rápido divorcio a cambio de una noche de sexo.
–No me refería a eso.
Pero él no estaba escuchando. La deseaba y parecía transfigurado mientras miraba cómo su agitada respiración hacía que sus pechos se marcaran bajo el vestido… estaba más excitado de lo que recordaba haber estado nunca desde la última vez que hizo el amor con ella. O más bien, la última vez que se acostaron juntos. No había habido amor en ese último encuentro. Tal vez no lo había habido nunca. Quizá lo que sintió por ella no había sido más que el deseo de hacerla suya.
–Me da igual. De hecho, no me importa nada salvo esto –murmuró, buscando sus labios en un beso lento, embriagador.
La besaba como la había besado en el despacho, pero esa vez era diferente. Esa vez no estaban en su territorio, con la posibilidad de que su secretaria entrase en cualquier momento. Y esa vez, Emma sabía que estaba vencida porque en unos minutos tendría que contarle algo que cambiaría su vida de forma irrevocable.
Iba a tener que vivir con el desprecio que Vincenzo intentaba disimular en aquel momento porque la deseaba. ¿Y no lo deseaba ella también? Si era sincera consigo misma, debería admitir que nunca había dejado de desearlo.
¿Por qué no podía tener esa última vez antes de que empezasen las recriminaciones? Un último momento de felicidad antes de que las nubes negras descendieran sobre ella.
–Vincenzo… –murmuró, enredando los dedos en sus poderosos hombros–. Oh, Vincenzo.
Él cerró su corazón a los recuerdos que despertaban esos murmullos, apretándola contra su pecho, sintiéndola temblar, sintiendo el sedoso roce de su pelo. La fiera palpitación de su entrepierna lo tenía encendido y la besó con más pasión de la que había besado a nadie antes, explorándola con los labios como si no pudiera apartarse nunca.
–Tócame –la urgió, con voz ronca–. Tócame como solías hacerlo.
La vulnerabilidad que había en su voz era casi insoportable, tan embriagadora como la temblorosa demanda… ¿o se lo estaba imaginando? Tal vez estaba oyendo lo que quería oír. Pero, en cualquier caso, estaba demasiado excitada como para apartarse, de modo que pasó las manos por su torso, sintiendo el vello bajo la fina seda de la camisa.
–¿Así? –susurró.
–Piu.