El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
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Emma dejó escapar un gemido, derritiéndose como la cera de una vela bajo el ardor de los labios masculinos. Vincenzo le había dicho una vez que conocía su cuerpo mejor de lo que conocía el suyo propio y nadie podría negar eso.
Pero con él siempre había sido algo más que técnica amatoria. Había sido amor. Al menos durante un tiempo.
Amor.
Emma hizo una mueca de desdén. ¿Qué tenía que ver el amor con aquello?
–Vincenzo…
Con desgana, él levantó la cara para mirarla a los ojos, el azul oscurecido por las dilatadas pupilas. Tenía los labios entreabiertos, como suplicándole que siguiera besándola, y mientras le miraba la punta de la lengua, a la que él había enseñado a darle tanto placer, acarició sus labios.
Lo deseaba, pensó con satisfacción. Nunca había dejado de desearlo. Cuando puso una mano sobre su rodilla la sintió temblar. ¿Debería meterla bajo el vestido para hacerla gemir de placer otra vez?
–Dime.
–Yo…
–¿Quieres que acaricie tus pechos, tus preciosos pechos? –Vincenzo rozó uno de sus pezones por encima del vestido y Emma sintió como si la quemara.
Era como si estuviera en medio de arenas movedizas, un paso en falso y acabaría sumergida.
Entonces se quedó inmóvil. ¿Había imaginado la vibración de su móvil dentro del bolso? ¿Estaba imaginándolo o era real? ¿Estaría Joanna intentando ponerse en contacto con ella para decirle que Gino estaba enfermo o llorando… o que quería a su mamá?
Gino.
Había ido allí aquel día, gastándose un dinero que no tenía en un billete de tren, para pedirle el divorcio a su marido.
Entonces, ¿qué demonios estaba haciendo entre sus brazos, dejando que la besara, dejando que su cuerpo floreciera bajo sus caricias?
Aquel hombre la despreciaba, lo había dejado bien claro.
A pesar de las protestas de sus sentidos, Emma se levantó del sofá y, ocultando su angustia, hizo un esfuerzo para mirarlo de nuevo.
–No vuelvas a hacer eso –le advirtió–. ¡No vuelvas a hacerlo nunca más!
–Venga, cara, por favor. «Nunca» es mucho tiempo y tú has disfrutado tanto como yo.
–¡Tú me has forzado a besarte! –lo acusó ella.
Pero Vincenzo se limitó a reír.
–Por favor, no te hagas la inocente conmigo porque ya no funciona. Conozco a las mujeres lo suficiente como para saber cuándo desean que las besen… y a ti te conozco mejor que a las demás.
Aquél era su territorio, pensó Emma. Física, emocional y económicamente le llevaba ventaja. Entonces, ¿para qué proseguir una discusión que él ganaría de todas formas? ¿Qué importaba si se había rendido o si Vincenzo la había manipulado? Al final era una cuestión de orgullo y ya había decidido que el orgullo era un lujo que no se podía permitir. De modo que olvidaría lo que acababa de pasar y se concentraría en lo que tenía que decirle.
Sin embargo, sabía que estaba dejando de lado lo más importante. ¿Qué pasaba con Gino? Después de comprobar que el niño era la viva imagen de su padre, ¿no iba a decirle a Vincenzo que tenía un hijo?
Pero tenía miedo. Si se lo decía, ¿qué pasaría? ¿No podía conseguir lo que había ido a buscar y pensar en ello más tarde?
–¿Vas a darme el divorcio? –le preguntó.
En silencio, Vincenzo se levantó del sofá y Emma lo miró como miraría a una serpiente venenosa suelta por la lujosa oficina.
Pero, para su sorpresa, él no se acercó. En lugar de hacerlo se dirigió a su escritorio para mirar la pantalla del ordenador. Como si ella hubiera sido un breve interludio, ya olvidado, y ahora tuviera cosas más importantes que hacer.
–¿Vas a dármelo? –repitió.
–Aún no lo he decidido porque sigo sin estar seguro de tus motivos. Y ya me conoces, Emma, me gusta tener toda la información disponible –Vincenzo levantó la mirada–. Me has dicho que no quieres casarte con otro hombre y te creo.
–¿Ah, sí?
–Sí, claro. A menos que pienses casarte con un eunuco –observó él, irónico.
–¿Por qué dices eso?
–Porque me has besado como una mujer que no ha tenido relaciones en mucho tiempo.
Emma se puso colorada.
–Eres repugnante.
–¿Desde cuándo es repugnante el sexo? Estoy siendo sincero, nada más. Pero si no es otro hombre, tiene que ser el dinero –Vincenzo vio que Emma apartaba la mirada–. Ah, claro, el dinero. Supongo que estás arruinada…
–Alguien que nunca ha tenido dinero no puede arruinarse.
–Pero vistes como una mujer que no tiene medios económicos, desde luego. ¿Qué ha pasado, Emma? ¿Olvidaste que ya no estabas casada con un millonario y seguiste gastando dinero a manos llenas?
Eso estaba tan lejos de la verdad que le dieron ganas de reír. Pero no se había equivocado; tenía problemas económicos y en el mundo de Vincenzo Cardini el dinero importaba más que cualquier otra cosa. Él entendía de dinero. Podía tratar con él tanto como era incapaz de hacerlo con las emociones.
¿Por qué no dejar que la viera como una buscavidas que echaba de menos los buenos tiempos? Eso lo despistaría de su verdadero objetivo. Conocía lo suficiente a Vincenzo como para saber que la despreciaría aún más si supiera que sólo acudía a él empujada por la avaricia y su desprecio era preferible a su pasión.
–Algo así –le dijo.
Él hizo una mueca. Y acababa de negar que se hubiera casado con él por dinero, pensó. Se había visto seducida por su riqueza, como había sospechado siempre. Pero, en cierto modo, eso hacía que la conversación fuera más fácil.
–Me temo que no tienes derecho a nada.
–¿De qué estás hablando?
Vincenzo se encogió de hombros.
–Sólo estuvimos casados un par de años y no hubo hijos. Tú sigues siendo joven, fuerte… ¿por qué iba a financiar el resto de tu vida sólo por haber cometido un error al casarme contigo?
Emma dio un respingo. Creía haber soportado todo el dolor que era capaz de soportar pero, aparentemente, estaba equivocada.
–Creo que un abogado lo vería de otra manera.
–¿Ah, sí?
–Si no recuerdo mal, tú no quisiste que trabajase mientras estábamos casados,