El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
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–¿El hecho de que llevemos dieciocho meses separados no te parece razón suficiente?
–No, la verdad es que no. Las mujeres son muy sentimentales sobre un divorcio… aunque su matrimonio fuese un fracaso, como el nuestro.
Ella hizo una mueca. Había subestimado a Vincenzo, evidentemente. Era tan listo como para intuir que no aparecería así, de repente, para pedir el divorcio si no hubiera alguna razón de peso.
«Pues dale una razón», se dijo a sí misma.
–Pensé que te alegraría ser libre de nuevo.
–¿Libre para qué, cara?
«Dilo», se animó Emma. «Díselo aunque te ahogue tener que decírselo. Enfréntate a tus demonios de una vez. Los dos habéis seguido adelante, tú has tenido que hacerlo. Y en el futuro habrá otras personas, al menos para Vincenzo».
–Libertad para estar con otras mujeres, quizá.
Los ojos negros de su marido brillaron de incredulidad.
–¿Crees que necesito un papel oficial para hacer eso? ¿Crees que he vivido como un monje desde que me dejaste?
A pesar de la falta de lógica de la respuesta de Vincenzo, las imágenes que despertó esa frase fueron para Emma como un puñal en el corazón.
–¿Te acuestas con otras mujeres?
–¿Tú qué crees? –le espetó él–. Aunque me halagas usando el plural…
–Y tú te halagas a ti mismo con tu falsa modestia –replicó Emma–, ya que los dos sabemos que puedes conquistar a cualquier mujer con sólo chasquear los dedos.
–¿Como te conquisté a ti?
–No quieras reescribir la historia. Fuiste tú quien me cortejó, quien intentó conquistarme. Tú sabes que fue así.
–Al contrario, tú jugaste conmigo. Eras mucho más inteligente de lo que yo había pensado, Emma. Te hiciste la inocente a la perfección…
–¡Porque era inocente!
–Y ése era, por supuesto, tu as en la manga –dijo Vincenzo, mirando arrogantemente sus piernas–. Usaste tu virginidad como una campeona. Me viste, me deseaste y jugaste conmigo hasta que no fui capaz de resistirme. Yo sólo era un hombre siciliano que valoraría tu pureza por encima de todo.
–No, no fue así –murmuró ella.
–¿Por qué no me dijiste que eras virgen antes de que fuera demasiado tarde? No te habría tocado de haberlo sabido.
Emma hubiera querido decirle que se había quedado tan prendada de él, tan enamorada, que las cosas se le habían escapado de las manos. Era un momento muy difícil de su vida y pensó que Vincenzo estaba fuera de su alcance… jamás creyó que su aventura llegaría a ningún sitio. ¿No le había dicho él ardientemente que un día se casaría con una mujer de su tierra, que les inculcaría a sus hijos los mismos valores que le habían inculcado a él?
Y, sin embargo, en el fondo siempre supo que Vincenzo habría salido corriendo de haber sabido que era virgen.
Pero para entonces estaba demasiado enamorada y no quiso arriesgarse a decírselo.
–Quería que fueras mi primer amante –le confesó. Porque había sospechado que ningún otro hombre se parecería a Vincenzo Cardini.
–¡Querías un marido rico! –exclamó él–. Estabas sola en el mundo, sin familia, sin estudios, sin dinero… y viste al rico siciliano como una manera de salir de la pobreza.
–¡Eso no es verdad!
–¿No lo es?
–Me hubiera casado contigo aunque no hubieses tenido un céntimo.
–Pero afortunadamente para ti no era así, ¿verdad, cara? –replicó Vincenzo, irónico–. Porque ya sabías que era rico.
Emma tuvo que apretar los labios para no decirle lo que pensaba. Pero no se pondría a llorar delante de él. Conseguiría lo que había ido a buscar y saldría de allí con la cabeza bien alta.
–Me da igual lo que pienses, no tengo la menor intención de discutir.
–Yo tampoco.
–Entonces, supongo que estarás de acuerdo en que el divorcio es la única solución.
Vincenzo hizo una mueca. No le gustaba cuando se mostraba tan fría, tan distante. Eso la hacía intocable y él estaba acostumbrado a que las mujeres fueran apasionadas.
¿De verdad le preocupaba tan poco la idea de romper su matrimonio de manera oficial como parecía o todo era una actuación? ¿Seguiría sintiendo algo por él?
De repente, y sin previo aviso, se inclinó hacia delante para rozar sus labios y sonrió, triunfante, al verla temblar.
Emma se quedó inmóvil, aunque el repentino galope de su corazón la había dejado sin aire.
–Vincenzo… ¿qué estás haciendo?
Capítulo 3
SÓLO ERA una prueba –murmuró Vincenzo. Pero el roce de sus labios, el calor de su aliento, hizo que deseara besarla apasionadamente. Besarla por todas partes, como había hecho tantas veces.
–No… –empezó a decir Emma.
Pero no estaba apartándose. Y podía sentir, casi oler, su deseo por él… quizá porque siempre había sido capaz de leerla como un libro abierto. Un libro erótico, además. Al menos hasta que la relación se marchitó hasta tal punto que apenas podían mirarse a los ojos y mucho menos tocarse.
Hasta esa última vez. Justo antes de que Emma saliera por la puerta en Roma, cuando la besó y ella le devolvió el beso con más pasión de la que había mostrado en meses.
Habían hecho el amor de pie, apoyados en la pared. Y luego, ignorando sus protestas de que iba a perder el vuelo, la había llevado a su habitación, a la cama que no habían compartido en varias semanas, para hacerle el amor durante toda la noche. Usando toda su habilidad para darle placer, oyendo sus gemidos de gozo…
¡Estaba excitándose sólo con recordarlo!
–Emma…
Esa vez no se limitó a rozar sus labios; los aplastó bajo los suyos como pétalos de rosa bajo un martillo.
Dejando escapar un gemido, Emma enredó los dedos en su pelo como solía hacer antes.
–Vincenzo…
Su voz sonaba ahogada por el beso, su respuesta la convertía en participante voluntaria de aquel abrazo.
¿Tan necesitada estaba de compañía adulta que se sometía al dulce placer