Dulce venganza. Sandra Marton
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—Es tu regalo, Joseph. Mi regalo de cumpleaños para ti. Y me entristece mucho que pensaras que estaba intentando, como tú dices, liarte.
Joe estaba seguro de que así era, pero el labio de la abuela estaba temblando y los ojos seguían llenos de lágrimas. Además, el delicioso sabor del gelato todavía le llenaba la boca.
—Mi regalo… Entonces, ¿qué significa eso exactamente? ¿Es que me va a cocinar esa Luciana Bari una comida para el día de mi cumpleaños?
—Una comida… —repitió Nonna, riendo—. ¿De qué te serviría eso? Yo seguiría preocupándome de que no comieras bien. No, Joe. Signorina Bari va a trabajar para ti.
—¿Trabajar para mí? —preguntó Joe, poniéndose de pie—. Espera un momento…
—Ella no te costará mucho.
—¿Que encima me va a costar? —repitió él—. Déjame a ver si me entero. ¿Me regalas una cocinera y encima tengo que pagar?
—Claro —dijo Nonna poniéndose también de pie—. No querrás que me gaste el dinero en pagarte una cocinera, ¿verdad?
—¿Y si digo que no?
—Bueno, en ese caso, supongo que tendré que llamar por teléfono a la Signorina Bari y decirle que no tiene trabajo. Me resultará difícil porque ella necesita mucho trabajar —explicó, poniéndose a recoger la mesa—. Tiene deudas.
—¿Que tiene deudas?
—Sí. La pobre mujer no lleva aquí mucho tiempo.
—¿Es de Italia?
—La pobrecilla vino aquí hace cinco o seis meses —explicó, echando agua caliente y lavavajillas en el fregadero—. Ella no conoce las costumbres de este país. En cuanto al dinero… bueno, ya sabes lo cara que puede resultar esta ciudad, Joseph, especialmente para alguien nuevo. Y ella no es joven, lo que hace aún más difícil que se pueda abrir camino.
Joe se desplomó en la silla. Una señora inmigrante, probablemente con poco más de doce palabras en inglés, sola y a la deriva en las turbulentas calles de San Francisco…
—No te preocupes, Joseph —añadió Nonna, lanzándole una triste mirada por encima del hombro—. Le diré que me equivoqué. Estoy segura de que podrá convencer a su casero para que le permita quedarse en su apartamento otro mes más. Ni siquiera él sería tan cruel como para ponerla en la calle.
—Su casero…
—Sí. Quiere que ella desaloje el apartamento el lunes que viene, así que la pobrecilla se emocionó mucho cuando le dije que podría alojarse en esa habitación de sobra que tienes en tu casa.
—Espera un momento…
—¿Te importa darme esa cacerola que hay encima de la cocina?
Lentamente, como si llevara un enorme peso encima de los hombros, Joe se levantó, le dio la cacerola a su abuela y tomó el paño de cocina.
—Joseph… mírate… Te he quitado la sonrisa de la cara…
—Sí, bueno, no me gustaría pensar que dejo a una pobre mujer en la calle.
—Eso es porque tienes un buen corazón —suspiró Nonna—. Pero, créeme, este no es tu problema. Me equivoqué al decirle a la signorina que tú la emplearías. Ahora me doy cuenta. No te preocupes, bambino. Tenemos tantas cosas buenas aquí en los Estados Unidos… Comedores de beneficencia, oficinas de Servicios Sociales…
—Supongo que podría dejarle que trabaje conmigo durante un tiempo…
Había esperado que su abuela le dijera que no era necesario, que protestara un poco. Por el contrario, la mujer se dio la vuelta, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Eres un buen chico, Joseph! Ya sabía yo que la ayudarías.
—Lo hago por ti. Y no lo haré por mucho tiempo.
—No, claro que no. Dos meses, tres…
—Dos semanas. Tres como máximo. Para entonces, espero que la signora se haya encontrado otro trabajo y un lugar para vivir.
—Signorina. Pero no es que importe. La pobre mujer…
—¿Qué le pasa? ¿Hay algo más que yo deba saber sobre ella?
—Mi honestidad me obliga a confesar que la signorina no es en absoluto atractiva.
—¿No?
—No. La signorina es muy pálida. Y muy delgada. No tiene formas, es como un muchacho. No tiene —añadió la abuela, dibujando curvas con las manos sobre su opulenta pechera.
—Entiendo. ¿Estás segura de que es italiana?
—Claro. Aprendió a cocinar en Florencia —dijo Nonna, riendo. Luego, la sonrisa fue desapareciendo mientras se limpiaba las manos en el delantal—. Ella es, ¿cómo diríamos? bueno, es madurita. No es joven, no es joven.
Joe suspiró, imaginándose lo que aquella mujer debía de ser cuando su abuela había considerado a Maria atractiva.
—Bueno —dijo él—, mientras sepa cocinar, lo demás no importa.
—Yo sé cómo caen las mujeres a tus pies, Joe.
—Sí, eso parece que les pasa a algunas de ellas.
—Pero eso no le pasará a la signorina.
—Sí, bueno, considerando su edad.
—No le gustan los hombres.
—Bien.
—No, Joseph, a lo que yo me refiero es… que no le gustan los hombres —repitió la abuela, inclinándose sobre él.
—¿Quieres decir que es…? —preguntó Joe, comprendiendo el significado de aquellas palabras—. Quieres decir que… efectivamente, no le gustan los hombres.
—Exactamente. ¿Te das cuenta? Es perfecta. Ella no te molestará nunca, ni tú a ella. Y yo puedo irme tranquila a mi tumba sabiendo que estás comiendo bien.
—Tú no te vas a ir a ninguna parte, bicho malo. Al menos no por mucho tiempo.
—Yo no soy eso que me has llamado. Yo soy simplemente una abuela un poco chocha que le ha dado a su nieto favorito un regalo.
—Menudo regalo —dijo él, abrazándola—. Eres precisamente lo que te he llamado, por eso no juego contigo nunca al póquer ni te tengo como adversaria en una sala de juntas.
—Adulador. Tú eres demasiado listo para una vieja como yo.
—Sí, seguro.
—¿Te apetece un poco más de café?
—Ojalá pudiera, abuelita, pero me voy