Dulce venganza. Sandra Marton
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—Ah —respondió la abuela, tomándole la cara para darle un beso en cada mejilla—. ¡Qué bien! ¿Te gustaría llevarte un poco de comida? Puedo ponerte un poco de todo en un Tupperware…
—No. Creo que molestaría un poco al… cocinero.
—Sí, claro. No me había parado a pensarlo. Bueno, que te diviertas, Joe.
—Lo intentaré —prometió Joe, tomando su chaqueta para luego abrazar a su abuela—. Te quiero, abuela.
—Y yo también te quiero a ti —respondió la mujer, acompañándolo a la puerta—. Ahora, recuerda. Tu nueva cocinera llegará a tu casa mañana por la mañana, bien temprano.
—Oh, sí, claro —dijo él, que, por un momento, casi se había olvidado de aquel plan.
La verdad era que no le importaba en absoluto ayudar a la mujer mientras ella encontraba otro trabajo. La ciudad tenía que estar llena de personas que quisieran los servicios de una experimentada cocinera italiana, aunque fuera lesbiana, vieja y fea.
—Tengo muchas ganas de conocerla —añadió Joe—. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Luciana, Luciana Bari.
—De acuerdo. Luciana Bari, de Florencia, Italia —resumió él, sonriendo mientras salía al porche—. Suena perfecta.
—Es perfecta —afirmó Nonna Romano.
Y lo decía en serio.
Mientras tanto, Lucinda Barry, de los Barry de Boston, una familia de rancio abolengo descendiente de los Barry que llegaron en el «Mayflower» y que no tenían dónde caerse muertos, estaba en una casa de Nob Hill. Ella se había mudado desde la costa este a la oeste, prometiéndose que jamás volvería a prestar atención a un hombre después de que su prometido la dejara tirada por una idiota con dinero.
Su casero acababa de ponerla de patitas en la calle por no pagar el alquiler y, desesperada, había hecho un curso intensivo de cocina con el chef Florenze en la Escuela de Artes Culinarias de San Francisco. Al día siguiente, iba a empezar su primer trabajo como cocinera para un caballero sensible, encantador y homosexual, del que ella esperaba que fuera tan amable como para no darse cuenta de que ella, poco más o menos, lo único que sabía hacer era hervir agua y, sorprendentemente, preparar un maravilloso helado.
En aquellos momentos, la misma Lucinda Barry estaba en el cuarto de baño de una casa de Nob Hill, mirándose en el espejo y preguntándose por qué le había jugado el destino aquella mala pasada.
—No puedo hacerlo —susurró Lucinda, al verse el pelo rubio y los ojos verdes reflejados en el espejo.
«Claro que puedes. No te queda elección», se decía ella, o su reflejo, inmediatamente. La chica que habían elegido para salir del pastel había comido algo que le había sentado mal.
—No nuestra comida —dijo el chef Florenze fríamente, cuando la ambulancia se la llevó al hospital. Luego, había examinado el grupo de graduados en la escuela y había señalado a Lucinda—. Tú…
Cuando Lucinda había dado un paso atrás, horrorizada, diciendo que ella era cocinera y no una bailarina de strip tease, el chef había sonreído y le había dicho que tampoco era cocinera hasta que él le entregara su diploma…
—¡Señorita Barry! —exclamó alguien, al otro lado de la puerta. Lucinda se sobresaltó. Era el chef—. Señorita Barry, ¿por qué diablos está tardando tanto?
Lucinda se irguió y se miró en el espejo. ¿Cómo podría cambiar su gorro y su uniforme de cocinera por una tiara dorada, un minúsculo sujetador y un tanga y luego saltar de un pastel de cartón?
—Seguro que no es tan duro como estar sin blanca, sin trabajo y sin casa —musitó Lucinda, tristemente.
Entonces, empezó la tarea de transformarse de cocinera en pastel.
Capítulo 2
LLEVAR a cabo la transformación no iba a ser fácil. Cenicienta lo había conseguido con la ayuda del Hada Madrina. Lucinda miró su disfraz y se echó a temblar. En lo único en lo que podía apoyarse era en las lentejuelas y en la lycra.
Muy solemnemente, se quitó el gorro y lo dejó a un lado. Luego, se desabrochó su impoluta chaqueta blanca, la volvió a abrochar y, tras doblarla cuidadosamente, la colocó al lado del gorro. A continuación, los pantalones, a los que sometió a la misma operación.
Luego, respiró profundamente y se puso el tanga, intentando subírselo por las caderas. No le valía. ¡El tanga no le valía! La esperanza se empezó a apoderar de ella. No esperarían que ella saliera del pastel con su atuendo de cocinera. Si la ropa no le valía…
Sus esperanzas se desvanecieron cuando se miró al espejo. ¿Cómo le iba a valer el tanga si se lo había intentado poner encima de sus braguitas de algodón blancas? Estuvo a punto de echarse a reír al verse. Gafas de montura de alambre, sin maquillaje, el pelo bien recogido, un simple sujetador de algodón blanco con braguitas a juego y, encima de las braguitas, el tanga. Parecía un cruce entre Mary Poppins y Madonna.
El deseo de reír se le paso cuando se dio cuenta que no tenía escapatoria. Entonces, se quitó el tanga y las braguitas y se volvió a poner el tanga. Adiós Mary Poppins…
No estaba tan mal, al menos por delante. Cubría lo que tenía que cubrir, pero por detrás… Lucinda se sonrojó al darse la vuelta y mirarse en el espejo. El tanga era allí casi invisible.
—¡Señorita Barry!
Los golpes que el chef Florenze estaba dando sobre la puerta hicieron que esta estuviera a punto de saltar.
—¡Señorita Barry! ¿Me oye?
¿Cómo no iba a oírlo? Estaba gritando. Aunque ella supuso que tenía que hacerlo para hacerse oír por encima del alto volumen de la música que provenía del salón.
—¡Tiene cinco minutos, señorita Barry!
Cinco minutos. Lucinda se volvió hacia el espejo y se miró otra vez. El sujetador de algodón no iba nada bien con el tanga. Tal vez fuera a la inversa. Ella sonrió ligeramente y se mordió un labio. «Esto no tiene nada de gracia», se dijo.
Y así era. El deseo de sonreír no tenía que ver con que la situación fuera graciosa. En realidad, ella estaba al borde de la histeria. Recordó que la primera vez que le había dado por reírse escandalosamente en una situación extrema había sido en el entierro de su padre, cuando el abogado les había dicho a ella y a su madre, muy dulcemente, la triste verdad…
Lucinda levantó la barbilla.
—Hazlo —dijo tristemente.
Entonces, se quitó el sujetador de algodón se puso la minúscula prenda que hacía juego con el tanga y se volvió a mirar en el espejo. Entonces, le pareció que era aquella imagen la que iba a reírse de ella. A pesar del tanga y del sujetador, le parecía que estaba tan sexy como un espantapájaros. Cualquier