Dulce venganza. Sandra Marton
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Por eso, minutos después, estaba allí, delante del espejo, vestida con poco más que un pañuelo.
—Lucinda —dijo ella, en voz alta—. ¿Estás loca? Esto es ridículo —añadió, recogiéndose de nuevo el pelo, avergonzada de siquiera haber considerado lo que el chef Florenze le había dicho.
¿Cómo se había atrevido a proponerle aquello a ella? Ella era una Barry, y los Barry siempre habían seguido con firmeza sus principios durante más de trescientos años. Bueno, a excepción de su padre. Hepzibah Barry había preferido morir en la hoguera de Salem antes de decir que era una bruja. ¿Cómo iba a ser ella menos?
—¿Lucinda? —preguntó alguien, a través de la puerta—. ¡Lucinda, abre esta puerta enseguida!
Era la voz débil pero inconfundible de la señorita Robinson. Tenía por lo menos ochenta años y era una mujer delicada, de piel como un pergamino y blanco cabello permanentado…
—¡Lucinda! ¡Abre la puerta y déjame pasar! —insistió la anciana.
Lucinda abrió la puerta un poco.
—Señorita Robinson… Estoy un poco ocupada. Si tiene que usar el… bueno, el cuarto de baño, me temo que tendrá que…
—He venido para hablar contigo. Deja de decir bobadas y déjame entrar.
Lucinda tomó una toalla y se cubrió con ella justo antes de que abriera la puerta lo suficiente como para que entrara la señorita Robinson.
—Ahora —dijo rápidamente la anciana—, ¿por qué te estás escondiendo aquí? ¿Qué son todas estas tonterías?
—Señorita Robinson —respondió Lucinda—, aprecio mucho su preocupación pero esta… esta… situación no tiene nada que ver con…
—¿Por qué estás tartamudeando? ¿Y por qué te aferras a esa toalla como si fuera el último salvavidas del Titanic?
—Bueno, porque lo que llevo puesto es… es… —explicó Lucinda, dejando caer la toalla al suelo—, es esto. Como puede ver, no estoy vestida para recibir visitas.
—Es muy pequeño —dijo la mujer, mirando a Lucinda de arriba abajo.
—Efectivamente —afirmó ella.
—Pero he visto trajes de baño tan pequeños como eso en la playa —añadió la señorita Robinson, sacudiendo la cabeza—. Las cosas que las jovencitas os ponéis hoy en día…
—¡Sí bueno, pero no esta jovencita! —protestó Lucinda, dándose la vuelta hacia el espejo y poniéndose una horquilla—. ¿Se puede creer que el chef Florenze quiere que me ponga esto? Quiere que me meta en un pastel y… Bueno, da igual. No merece la pena repetirlo. Baste decir que no pienso hacerlo.
—No seas ridícula —le espetó la señorita Robinson muy irritada, quitándole las horquillas del pelo—. Claro que vas a hacerlo.
—Señorita Robinson —dijo Lucinda, intentando hacerlo con paciencia—, no tiene ni idea de lo que el chef quiere que haga.
—Quiere que saltes de ese pastel para que esos muchachos del salón puedan aplaudir, silbar como posesos y, en general, comportarse como burros.
—¿Se lo ha dicho? —preguntó Lucinda, incrédula, mirándola a través del espejo.
—Se lo ha dicho a todo el mundo. También nos ha dicho que te habías encerrado aquí y que te negabas a salir.
—¿Le ha mencionado también que me ha intentado chantajear? ¿Que no me dará mi diploma si no coopero? —preguntó Lucinda—. Bueno, a ese hombrecillo tan desagradable le espera una sorpresa. No se cree que voy a denunciarlo, pero lo haré. Lo llevaré a los tribunales. Presentaré cargos. Iré a los periódicos… ¿Qué?
—Ese «hombrecillo tan desagradable» ha ampliado su ultimátum. O haces lo que te ha pedido o ninguno de nosotros conseguirá los diplomas.
—Pero… pero él no puede hacer eso.
—No seas tan ingenua —replicó la señorita Robinson, perdiendo la paciencia—. ¡Claro que puede hacerlo, Lucinda! Puede hacer lo que quiera. Y tú puedes hacer lo que quieras para enfrentarte a él, pero para cuando el problema se haya resuelto, será demasiado tarde.
—Eso no es cierto —insistió Lucinda—. El chef nos tendrá que dar esos diplomas, tanto si es esta noche como la semana que viene o el mes que viene.
—Sí, pero eso será demasiado tarde para el señor Purvis, que ya ha aceptado un puesto en un restaurante, y para Rand. ¿Sabías que pidió un préstamo para poder pagar este curso? —le preguntó la señora Robinson, poniéndose las manos en las caderas—. Y, definitivamente, será demasiado tarde para mí. Una mujer de mi edad tiene poco tiempo que perder.
—No sea tonta. Usted no aparenta ni un día…
—No me vengas con bobadas, niña.
—Yo no… Yo solo… Señorita Robinson, ¡ahora es usted la que está intentando chantajearme!
—Es la realidad, no un chantaje. ¿Es tu orgullo tan importante como para que nos arruines la vida a los demás?
—El orgullo no tiene nada que ver con esto. Es cuestión de principios.
—Es mejor que te alíes con la clase de principios que te ayuden a pagar las facturas —le espetó la anciana. Lucinda la miró horrorizada—. ¿Cuánto dinero te ha ofrecido ese hombre?
—¿Pagarme?
—Sí, por este asunto de la tarta.
—Bueno… bueno, nada. Me dijo que no me daría mi diploma si no…
—Dile que lo harás por doscientos dólares.
—No hay nada en este mundo por lo que yo haría… —dijo Lucinda, mirándola fijamente.
—Entonces, pídele trescientos —concluyó la señorita Robinson—. A menos, por supuesto, que no necesites el dinero ni el trabajo ese del que nos has hablado tanto, ese que se supone que vas a empezar mañana. Por la mañana.
Lucinda miró a la señorita Robinson asombrada. Siempre había creído que las ancianas eran dulces y amables, pero aquella tenía la disposición de una serpiente.
—Claro que necesito el dinero —replicó Lucinda—. Y también el trabajo.
—Entonces, suéltate el pelo, ponte un poco de lápiz de labios y acaba con todo esto. Al menos, tú podrás llevar sujetador. Yo no podía, cuando estuve de corista en el Folies Bergère.
—¿Qué usted…?
—Efectivamente. Cuando la calefacción no funcionaba en el Folies, toda los espectadores notaban que teníamos frío.
La señorita Robinson le guiñó un ojo y salió del cuarto de baño. Lucinda se quedó muy