Contramarcha. María Teresa Moreno

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Contramarcha - María Teresa Moreno Lector&s

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al que confundían con Jean Valjean y querían meter preso con su nombre como prueba: ¿qué más natural que Valjean, ni bien prófugo, se pusiera el apellido de la madre, “Mathieu”, que al huir en dirección a Auvernia, la pronunciación campesina hiciera de la “j”, “ch”, y de “Jean”, “Champ”, de ahí “Champmathieu”? Abel Santa Cruz o Víctor Hugo atribuían a la justicia equivocada la lógica de Sherlock Holmes.

      No había mención a documento alguno en Los miserables radiales, tampoco en el original, aunque debían existir puesto que ya existían las figuras del delito, como las que le tocaron a ese pobre Champmathieu confundido con Jean Valjean: “Robo de manzanas con escalada de pared”.

      Se cambia de nombre para huir de la ley. O para perseguir con una personalidad encubierta a otro hombre al que se quiere extorsionar, pero al que no se vacilaría en quitarle la vida, como Thénardier a Jean Valjean. Thénardier, el tabernero que es también el obrero Jondrette, el comediante Fabantou y el poeta Genflot –estas dos últimas personalidades me parecían las más difíciles de fingir, o el tal Thénardier tenía algún talento–.

      Pero se puede elegir un nombre y terminar tomándose por lo que el nombre designa. Me pasó a mí. En épocas en que me identificaba con una política de izquierda, no por imprecisa menos enfática en mis declaraciones, conchabada en una revista para hombres que se dirigía a la alta burguesía con pretensiones –hasta el punto de llamarse Status–, medio avergonzada de mis notas frívolas que simulaban una mundanidad y un savoir-faire de los que carecía, decidí crearme un seudónimo con mi primer nombre que nunca usaba y el apellido del entonces mi marido. “María Moreno” sonaba bien y era fácil de recordar. Para los publicistas, la repetición de la primera letra beneficiaba a las estrellas, y para pruebas estaba nada menos que Marilyn Monroe. Las feministas me criticaban que, ya divorciada, siguiera llevando el nombre de mi exmarido. Por supuesto, yo no veía qué clase de emancipación era conservar, en cambio, el apellido del padre, y me defendía explicando que era una operación más compleja: en mi fuero íntimo quería ser Marguerite Moreno, la admirada amiga de Colette, escritora a la que yo idolatraba hasta el plagio, y soñaba con ocupar su lugar cuando Colette escribía una y otra vez con devoción “la Moreno” para describir entre ellas una versión superior del lesbianismo, la que renuncia al cuerpo para repartirse el mundo y luego mirarlo con una ironía y una complicidad de hermanas en la búsqueda más elevada de emancipación: amar a un hombre hasta un punto en que la esclavitud se invierta en soberanía.

      Mi identificación con la Moreno se mezclaba con mi fascinación escolar por Mariano Moreno, por su inteligencia precoz, su romántica muerte en alta mar que aún permanece en el misterio: ¿sobredosis involuntaria, lo que lo convertiría en un contemporáneo drogón, o asesinato que el tiempo dejará impune para expansión de los historiadores?

      ¡Ah, esa frase de su enemigo, “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”! Macanas: si con el “María Moreno” escribí para la revista Status, donde interrogaba a los sobrevivientes de una aristocracia en decadencia que resistía a la incipiente cultura del diseño última generación, entre sus viejos muebles de sus estancias perdidas y vueltos a comprar, simulé saberes de los que siempre había carecido, me fui creyendo esa ficción, llegando a abandonar sus reglas: pronto a los clichés de una supuesta niña bien adosé los de las librerías de la calle Corrientes, los bibelots teóricos que improvisaba en banda entre varones autodidactas. Melindrosa, conservé el “Cristina Forero” para firmar reseñas de libros y notas de vida cotidiana en el diario La Opinión pero, poco a poco, una única voz quedó fagocitada por “María Moreno” que, a pesar de ser mi nombre más legal desde una visión conservadora –salvo la omisión del “de”–, terminó figurando en los formularios de factura como “nombre de fantasía”. Qué divertido: la ley imponiéndose como fantasía, ese sentimiento que se agiganta en las noveleras. En síntesis, me había reinventado al igual que Jean Valjean se reinventó en el “señor Magdalena”, identidad que elige, tal vez, por saberse un converso como la Magdalena de la Biblia, luego de recibir una iluminación rentable: reemplazar la laca por la resina en la imitación del azabache inglés y de las cuentas de vidrio negras alemanas, haciéndose comerciante. Entonces pasa de rico a alcalde.

      Esas fueron las enseñanzas de Los miserables, que deduzco leyendo el libro y calculada la bestial síntesis de Santa Cruz: un nombre es una novela entera que se puede vivir sin escribirla.

      María Cristina es un nombre habitual entre mis contemporáneas, en competencia con Silvias, Martas y Gracielas. Compuesto, permite elegir entre dos posibilidades igualmente simples. Quien elige el Cristina opta por la comodidad y elude la convención que suele privilegiar, para el uso, el primer nombre de pila. Quien elige el “María”, se las da de clase alta, clase cuyo sencillismo impostado querella con los supuestos rebuscamientos burgueses que, por aparentar, sobrecargan, con la imaginación popular bien dispuesta hacia los nombres extranjeros. Pero si yo me hago llamar “María” es por otra historia que demoro. En los años cincuenta María Cristina me quiere gobernar era una guaracha de moda. Mi madre dice que mi abuela gallega le impuso para bautizarme el “María Cristina” sobre el “Dolores”, no porque conociera el peso del nombre como cifra –en la España católica, el sentido parecía vaciarse luego de las primeras gotas de agua bendita y nadie parecía imaginarse un destino terrible por llamarse “Angustias” o “Recato”, y conocí un “Casto” que era en realidad un don juan– e imposible por saber el sentido del significante, ese fetiche estructuralista, sino por las resonancias del estribillo que, Borbones atrás, se mofaba de la esposa de Fernando VII.

      El estribillo decía: “María Cristina me quiere gobernar / y yo le sigo, le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar”. No sé si existe alguna figura retórica donde una justificación se da por la contraria. Porque me quiere gobernar, yo le sigo, le sigo la corriente, es decir le obedezco, para que no se diga que ¿me gobierna? ¿Me quiere gobernar, entonces no lo logra? De chica yo no la entendía nada. “Seguir la corriente” podía significar fingir estar de acuerdo, dado que la rebelión sería inútil, puesto que María Cristina, seguramente, se impondría, dejando desnuda la propia debilidad: maquiavelismo de guaracha.

      Puede haber otros relatos igualmente inventados sobre mi elección de un seudónimo. Yo solía escuchar El Glostora Tango Club; un programa nocturno de música comercial donde era más común D’Arienzo que Pugliese, jamás Piazzolla. Había un tango que repetían, Felisa Tolosa, con letra de Amadori, cuyo estribillo decía: “Se llamaba Felisa Tolosa / y era guacha, con nombre prestado; / el Felisa, lo había pedido, / y el Tolosa, lo había inventado”. Ni las pruebas de la infamia llevadas en la maleta, ni las trenzas de la china ni el corazón de él, que el oro (yo oía “loro”) no tuviera los besos de alguien, la rima zonza de la serpentina nerviosa y fina, todas esas figuras de los tangos no tenían la audacia de robar un nombre o de pedirlo prestado, aunque todas las metáforas consistieran justamente en eso. Tampoco me importaba el resto de la letra: que las miradas de angustia de Felisa cruzaran jineteando detrás de la pena –había que rimar una “cara color tierra siena”–, ni el desdichado verso de Amadori según el cual un arriero le deja en la oreja a Felisa un suspiro de fuego “como un aro colgado”, haciendo pensar en el que ensarta la sortija; nada más audaz que el “Se llamaba Felisa Tolosa y era guacha, con nombre prestado; el Felisa, lo había pedido, y el Tolosa, lo había inventado”. ¿Qué era la imagen final de la guacha con el hijo guacho –destino cantado de toda pobre infeliz– al lado de esa acción de autobautizarse y no en secreto, puesto que “el Felisa lo había pedido” y “el Tolosa lo había inventado”? Encima, en esa vida desdichada, una que no tenía ni dónde morirse y de cuyos pesares sabían los perros y los gorriones, se atrevía a ponerse “Felisa”, como si hubiera sido feliz.

LEER CON LOS OÍDOS

      Por supuesto que he buscado en el libro original de Víctor Hugo las huellas del radioteatro, por un lado extendido

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