Contramarcha. María Teresa Moreno

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Contramarcha - María Teresa Moreno Lector&s

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mañanas, tenía grabados en las mejillas los agujeritos de la funda de cuero de la radio Spica, por quedarme dormida antes de apagarla. Poco a poco, en esos días desdichados, a riesgo de convertirme en la viuda de una viuda, creí hacerme experta en Gardel. Me convertí en un Lo sé todo monotemático y autómata, lata de datos irrelevantes, como “¿Qué dijo Azucena Maizani ante la tumba de Gardel?” o “¿De qué nacionalidad era Mona Maris?”. Mi bibliografía era módica: viejos ejemplares de El Alma que Canta, recortes de los aniversarios publicados en las revistas Antena o Radiolandia, tradición oral de vecinos del Abasto. Un día anuncié que participaría del programa Odol Pregunta. En el rostro alarmado de mi madre leía el horror a la caída de clase con la participación en un programa de televisión, un exhibicionismo que unía el desprestigio del tema –el gurú Claudio María Domínguez, entonces de corta edad, contestaba muy seriamente sobre mitología– con la perspectiva de que la niña enferma deviniera la niña freak. Se me persuadió. Pero ¿por qué Gardel? Quizás, puesto que yo no era nada precoz y los meneos de pelvis y de Elvis me daban más risa que “ideas”, cuando el deseo se dibujaba más con temor que con decisión, encontré en esa figura, que parecía fuera del sexo, un talismán seguro antes de la pasión del cuerpo a cuerpo que, en el futuro, me encontraría dicharachera y dispuesta.

      En la infancia, vagamente conjugué en amor mi sentimiento por la señorita Marta pero no llegué, en la fantasía, a acción alguna, en cambio solía tomarme por Jean Valjean huyendo con una niña sobre los hombros. Subía al techo del viejo edificio de la calle San Luis en el que vivía, a la hora de la siesta, con una muñeca a babucha, y me medía a los gritos con el inspector Javert y sus hombres, a quienes situaba, en mi imaginación, ocultos entre los techos emparchados pero aún llenos de goteras. A diferencia de Jean Valjean, que había mantenido un silencio expectante luego de acallar a Cosette con la amenaza de que allí estaba la señora Thénardier, yo me exhibía con mis exclamaciones como si ya tuviera asegurada mi buena suerte por saber cómo continuaba la escena, y aullaba unos: “¡Vengan a por mí si se atreven!” o “¡Aquí hay un valiente que puede con cien hombres!”, extraídos de un Sandokán igualmente radioteatral; no ju­­­gaba a besar a la señorita Marta: mi amor era una forma de hipnosis, de vigilancia boba. De grande, si las Claudina de Colette me habían despertado la curiosidad por las relaciones prohibidas, no lo hicieron lo suficiente como para que intentara imitarlas. Curiosa, primaba en mí el miedo de la virgen, y no relacionaba mis toques en el baño con ser humano alguno. Y, si ver menearse a Elvis me hacía imaginar el salto por fuera del pantalón ceñido de la tripa cuya forma ignoraba y a la que atribuía el tamaño de una cachiporra, allí estaba ese hombre que parecía consistir en su propio frac, sin soporte carnal alguno. Porque nadie más vestido que Gardel, y no era cuestión de modas o de épocas. ¿Quién no vio a un patriarca en tiradores o los pelitos en el pecho de Francisco Petrone o Floren Delbene? Hasta yo había visto esos módicos desnudos masculinos que nunca pasaban de la cintura para abajo en el cine en blanco y negro. Entre la bordona y la sonrisa de teclado, el rostro de Gardel aspiraba a lo sublime, a la austeridad, al cielo: el pelo tirante, las narinas abiertas, las cejas alzadas, los ojos contra el techo de los párpados solo podían encontrar equivalente en la Virgen María (yo).

      Conocía por mi madre las anécdotas gorilas según las que Perón se hacía buscar caramelos en los bolsillos por las chicas de la UES, en las que yo no veía nada malo, y solo muchos años después me enteré de ese entrecasa del que fue testigo David Viñas cuando, en su condición de colimba, le tocó alcanzarle la urna a una Evita que ya estaba postrada. Antes de retirarse la comitiva, Perón habría dicho: “¿Te apago la luz, Negrita?”. Pero, en mi libro de lectura, Evita y Perón estaban cubiertos hasta el cuello y solo reconocibles por sus elementos más característicos: el rodete y las jinetas.

      Yo imitaba a Gardel frente al espejo del ropero. Hacía playback, agitando las narinas y levantando la mirada al cielo raso. A través de una mímica que me distraía, iba gustando, a través de mi propio cuerpo, de lo que Gardel decía. Y decía “Aunque busques en tu verba pintorescos contraflores” o “Cuando ve la carta amarillenta, / llena de pasajes de su vida, / siente que la pena se le aumenta / al ver tan destruida la esperanza que abrigó”. Todo seguido. Con el cebo de la voz bruja yo entraba en el gusto por la metáfora, puesto que, por añadidura, me marcaba un maestro al que la familiaridad de Cadícamo le quitaba el apellido (Darío): “Al raro conjuro de noche y reseda / temblaban las hojas del parque también / y tú me pedías que te recitara / esta sonatina que soñó Rubén”. Y hasta hacía de cuenta que Gardel-Darío me recitaban a mí: “¡La princesa está triste! ¿Qué tendrá la princesa?”. Siguiendo las líneas de Gardel con los oídos y agarrada al tango canción fui a parar a la poesía modernista y a la literatura abarcable.

      Ya no soy muy sensible a la música, sino como un fondo de palabras que fueron escritas en español antes de mi nacimiento. Pero mientras me voy volviendo sorda, en un sentido profundo –si su voz es intransferible, él me transmitió algo más allá de su don– podría decir que con Gardel aprendí a leer.

LEER SALTEADO

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