Contramarcha. María Teresa Moreno

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Contramarcha - María Teresa Moreno Lector&s

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voces donde crepitaban las interferencias hacían inclinar a mi abuela, que empezaba a mortificar el dial hasta que la aguja se movía de estación en el momento justo en que el inspector Javert pisaba los talones del héroe o lo reconocía en el rostro de un mendigo apostado en la puerta de la iglesia.

      No, no quería ser Cosette, claro que no. Quería ser Jean Valjean: dormir en un ataúd o en una perrera, caer desde el palo mayor de un barco y salir de las aguas negras de la tormenta para cambiar de nombre hasta la próxima prisión de la que también huiría.

      Pero hay una escena que sí recuerdo por haberla contado a lo largo de los años. Jean Valjean lleva a Cosette sobre los hombros y debe hacerlo con gran esfuerzo porque la voz del relator finge angustia, como si él estuviera viendo a los dos ocultos en la calle sin salida que se abre entre Chemin-Vert-Saint-Antoine y Droit-Mur y no pudiera ayudarlos. ¿Por qué un hombre de la estatura de Jean Valjean que, embarcado en un navío como prisionero –a pesar de llevar el gorro verde de los perpetuas, lo habían autorizado a romper la cadena de su grillete con un martillo para salvar a un compañero suspendido en un estribo del mástil mayor durante una tormenta–, luego de tirarse al agua, ha logrado alcanzar unos peñascos y trepar aferrado a los matojos de unas orillas abruptas, no llevaría una niña sobre los hombros como si tuviera el peso de una pañoleta, a lo sumo de una capa? ¿No entendí que había trepado por un muro alto y cubierto de hiedras y, aunque había arrojado los zapatos y el morral del otro lado, al principio la niña no estaba en sus hombros, sino que él la había izado con una cuerda que llevaba entre los dientes? ¿Olvidé que solo cuando llegó al cobertizo inclinado del final del muro logró alzarla, antes de deslizarse por las ramas de un tilo en el interior del convento? La voz del relator, su emoción, su temblor, decían más que sus palabras: el verdadero peso no era Cosette, sino la cercanía de la patrulla que iba golpeando los muros con las culatas de sus armas, la voz audible del inspector Javert, a quien siempre imaginé petiso y con el rostro de Nathán Pinzón, ya que para mí entonces no era posible la ecuación entre maldad y apostura y Javert –no se le debe haber escapado a Abel Santa Cruz, ya que era una convención de los radioteatros la ligera descripción física para que acompañara a los oyentes, limitando su imaginación– era alto y esbelto aunque no joven. Yo tengo una imagen más simple de su enemigo: la de un hombre vestido de oscuro que llevaba a una niña sobre los hombros sosteniéndola por los tobillos. Mi padre nunca me había llevado así: supongo que mi madre habría impedido esas familiaridades de estadio por considerarlas peligrosas o por celos. Entonces eso solo se transformó en fantasía cuando vi una estampita de san Cristóbal con Jesús sobre los hombros (a veces me sorprendía que alguien recibiera la santidad por tan poco). Mi padre se llamaba Cristóbal: yo era literal como todos los niños.

      Hiato. Jean Valjean se quedó dormido dentro de un féretro ya clavado. De esa manera debía salir del convento de las Bernardinas de Martín Verga –al oír este nombre mi abuela se rió sin explicarse– para volver a entrar fingiendo que no se había colado por el tilo de ramas bajas con una niña sobre los hombros. La intriga es larga, no viene al caso. El viejo Fauchelevent le había preguntado, inquieto, si dentro del féretro, en el que debía guardar absoluto silencio, no tendría ganas de toser o estornudar. Qué raro: cuando empecé a leer con frecuencia me aburrieron las tramas, las peripecias. La sentencia “la marquesa salió a las cinco” no era para mí. Prefería el aforismo rápido que tienta al subrayado, como aquel que respondió Jean Valjean: “Quien huye no tose ni estornuda”. Lástima que las cosas de las que yo deseaba huir no exigían ese escrúpulo, pero la frase me siguió resonando por su sabiduría palurda, la síntesis de un dejado por la mano de Dios.

      Las maestras solían leer cuentos breves con una dicción clara y una expresividad de ademanes fijos y poco variados de las manos: para el vuelo de las palomas, la altura de los personajes, el cielo, levantaban los brazos. Para señalar la tierra, los enanitos, los niños, los bajaban, sin ocuparse de las diferencias. Por los subtítulos de las películas –en la edad en que solo se me llevaba a ver las de dibujos animados– sabía que existían las lenguas, pero no pensaba en la traducción, y si alguien me hubiera ex­plicado su existencia y sus avatares, tal vez hubiera entendido, dejando mi desinterés intacto. Es sabido que los niños se impacientan cuando les cuentan un cuento y les cambian el argumento o se saltean las partes de la trama que ya conocen, que no quieren renunciar al placer de la repetición, a la narración cuya exactitud les permite fingir que leen. No recuerdo en mí esta exigencia: sumisa, aceptaba las variaciones de las maestras, sus estilos; la señorita Raquel, que tenía el pelo como de estopa y cuyo hijo había tenido parálisis infantil y usaba “aparatos”, leía separando en sílabas con tono monocorde y voz baja; la señorita Herminia, pequeña y nerviosa, hacía voces expresionistas y esperpénticas cuando los personajes eran malos y acompañaba la lectura con tantos ademanes que terminábamos distrayéndonos y dejábamos de escucharla; la señorita Marta, jovencísima y con pecas, era tan bella que me hipnotizaba leyendo y, si yo sabía el cuento de memoria, era por ese amor.

      Todas leían, en algún momento de primer grado, primero superior y segundo, el cuento “La vendedora de cerillas”, “La cerillera” o “La vendedora de fósforos”, de Hans Christian Andersen. La protagonista del relato es una niña de unos seis años –tan pobre es que, junto con su familia, vive bajo un alero–, huérfana maltratada por su madrastra, que sale a vender fósforos bajo la nieve y sin zapatos. Como no logra vender ninguna caja y tiene frío, comienza a encenderlos y, por cada uno, tiene una visión: primero, la de una enorme chimenea encendida cuyo calor logra calentarla literalmente el tiempo de una llama; luego, la de una mesa servida con un pavo relleno que escapa de la mesa y viene hacia ella con el cuchillo y tenedor clavados, como ofreciéndosele; por último, la de un árbol de Navidad con las luces encendidas y su abuela llamándola. A veces, en el cuento de la maestra, el pavo era un pollo, podía estar relleno de ciruelas o de manzanas, la chimenea, una estufa, y las luces de Navidad, bolas de vidrio pintado, otras figuras con escenas del pesebre. A veces el cuento empezaba: “Era la última noche del año”, otras “¡Qué frío hacía!”. Me daba lo mismo, pero aunque no lo decía en voz alta, prefería la versión más larga sobre la pérdida de los zapatos de la niña. Eran de su madrastra y le quedaban enormes, por eso los perdía al cruzar una calle. Pero en mi versión preferida se los robaba un muchacho, que le gritaba: “Voy a usar uno para cuna de mi hermanita”. Me gustaba esa intervención casi grosera en medio de un relato trágico.

      El cielo, su existencia prometedora que ponía fin a las desdichas de la vida, sus amables habitantes que nos habían amado en otro tiempo, como los abuelos, a nosotros los niños que escuchábamos el cuento de la maestra no nos hacía olvidar que era el relato de una muerte atroz y, en nuestra perversidad, nos solazábamos con la descripción de los labios azules del cadáver, de las manos congeladas sobre las cajas de fósforos vacías y de la nieve cubriendo los cabellos rubios de la niña hasta convertirlos en estalactitas .

      Dije que las variables del cuento no me despertaban pregunta alguna hasta que llegó una inesperada: “La fosforerita”. En el recuerdo, se me difumina la cara de la maestra, su nombre. ¿Una suplente? La sorpresa ocupa toda la escena. Ni bien la maestra pronunció “fosforerita”, desde los bancos empezó a brotar un murmullo socarrón. “Fosforerita, Forero… Forerita”. El murmullo fue creciendo. La pandilla se autocebaba hasta terminar gritando. “Fosforerita, Forero… Forerita”. No dejaba de ser una muestra de ingenio colectivo. La maestra se tentó. Su reto fue débil. Un psicoanálisis de ocasión situaría allí el origen de mi seudónimo. La renuncia a un apellido que se toma en solfa. ¿Sufrí? No creo: yo también me reí. Tal vez, sobre la breve humillación, triunfó la enseñanza: los juegos de palabras son para divertirse. Pero el libro, es decir, las ganas de leer, estaba lejos.

      A los 14 años, durante una crisis que entonces se llamaba con cierta poesía surmenage, dejé el colegio para pasármela en la cama, sucia y en silencio (las razones, por ahora, no vienen al caso). La única y angustiosa interrupción era el desfiladero terapéutico que una madre moderna consideró necesario, no tanto para curarme como para ponerme de nuevo en la gatera de los normales, es decir, de las alumnas

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