Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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frenadas bruscas me hicieron merecedor de puteadas bien fuertes y claras, nada de sutilezas, insultos de los peatones, pero también de mi copiloto, acostumbrada a esas formalidades del tránsito uruguayo más que yo. Esa tarde el mar estaba tranquilo, no había mucha gente caminando por la rambla, era un día de semana y la jornada laboral llegaba a su fin, algunos pocos oficinistas se veían escapar de edificios altos. No muy altos, pero los más altos de la zona. Me sorprendió encontrar de cerca la iglesia evangélica de frente antiguo y columnas romanas que tantas veces de lejos había visto desde el auto. Es un edificio con historia, no obstante parece un intruso en ese parque costero, me da la sensación de no ser de ahí, que quiere irse, que habla en otro idioma. Como me gusta hacer un poco de ruido, me senté en un banco de cemento en la Plaza España y le dediqué a la tarde unos temas con mi armónica, mientras veía huir a los empleados, de sus trabajos rutinarios en las oficinas o quizás de mí.

      Al iniciar el regreso hacia la plaza, reparé en un edificio vidriado moderno, enorme, que podría jurar no estaba unos minutos antes cuando baje al mar. Me pareció ver un bar dentro y me mandé a ver de qué se trataba, era la Cinemateca Nacional. La gente hacía cola frente a un mostrador mientras otros compraban café. Me acerqué a las carteleras, vi las películas, los horarios, los precios populares y tenían la particularidad de no ser de exhibición comercial. Me atrajo la propuesta y terminé comprando dos entradas para esa noche.

      Encontraba así una forma de compartir algo con Santi, el sobrino que venía al centro para cenar conmigo y con el que, por vivir en Montevideo y nosotros en Baires, pocas oportunidades había de hacer algo juntos. Con el Salvo como lugar de encuentro, se vino. Le mostré de qué se trataba el edificio y nos fuimos a pie a ver esa peli tipo las del Bafici, festival de cine independiente en Buenos Aires, bastante interesante, y de ahí, me llevó a tomar unas birras y comer chivitos canadienses (él), yo en mi etapa vegetariana, hice alguna adaptación al medio. Acepté su consejo sobre la cerveza y no insistí con la Pilsen que parece no ser de las mejores, pero que para los que pisamos poco esas tierras charrúas es un clásico. O quizás solo para mí, que me quedé fijado en eso, no sé. Acepté la recomendación y la cerveza que probé era notablemente más rica. Seré infiel a la Pilsen, pero no tan vende patria como para acordarme de la marca que tomé y escribirlo acá. Era una Montevideo de noche de jueves con poco movimiento, terminamos de cenar y me trajo de nuevo al Salvo, era cerca de la medianoche en el palacio. No voy a decir que no miré 20 veces para todos lados cuando abrí la puerta de reja de mi “suite” mientras hacía ruido a metal con las llaves en la cerradura en ese pasillo infinito de luz tenue, con el sonido tenebroso de las puertas abriéndose cuando les falta aceite que lubrique esas bisagras. Interminables segundos pasaron hasta que puse los dos cerrojos y ya estaba a salvo en el Salvo.

      Me enteré que el Palacio supo ser de lujo en un momento, que algunos departamentos aun hoy lo eran, pero que otros fueron oficinas, otros son pequeñas viviendas y que el consorcio es casi inexistente, todo un lío. Un barrio dentro de un edificio, hasta con una radio en uno de sus pisos. Había de todo ahí dentro, vecinos que a la mañana siguiente me encontré en el ascensor cargando un perrito pequeño y la bolsa de los mandados, gente vestida de oficina, otros turistas y yo, tratando de mezclarme.

      El cuerpo de bomberos había organizado una expo con inflables en la plaza, frente a mi ventana, al aire libre. A las 6 a. m. ya se los escuchaba descargar artefactos de los camiones, haciendo ruido innecesariamente tan temprano. A las 8 estaba todo listo. A las 9 arrancó la prueba de sonido y era hora de escapar. Dormí poco esa primera noche. Bajé a desayunar en un bar pegado a la recepción pero con acceso por fuera del edificio. En la planta baja solo había una muestra de cómo se construyó el Salvo, explicado en cuadros los avances de obra y una mención a la visita guiada que partía del hall diariamente. Pregunté al conserje el precio, era un despropósito. Contento de no caer en la trampa, me fui a desayunar huevos revueltos con tomate y sin jamón. Así fue el pedido, pero vino cargado de queso, los lácteos tampoco estaban en mi dieta, así que fue un té y un permitido. Verduras sí, carnes solo de pescado, no lácteos, sí huevos. ¡Y con eso hago maravillas! Ah, sin azúcar y las harinas poco refinadas. Es cierto, últimamente no soy el invitado fácil para una cena.

      Puestos los “championes” (zapatillas en uruguayo básico) y compradas unas frutas secas, nueces y almendras en uno de los mejores supermercaditos/dietéticas que había conocido hasta ese momento, junto con una botellita de agua mineral, comencé a caminar. Sin GPS, siguiendo un poco el instinto, como quien va cuidando la derecha y preguntando cómo llegar a cualquier transeúnte. Tenía que ir hasta el Buceo, caminando por la rambla hubiera sido fácil, pero estaba para otros campeonatos, otras ligas, la de los que se pierden en las ciudades y llegan a destino. Tarde, pero más contentos, más conocedores. La 18 de Julio es la avenida que termina en la Plaza Independencia, por ella me alejé de los policías y sus casitas inflables donde simularían incendios con salvataje incluido, con la mugre de la ciudad en sus veredas, calles y en mis pies. Estaba especialmente sucio el centro ese día. Pasé por la Plaza Cagancha y el recuerdo de 20 años atrás mostraba un Diego volviéndose triste a Buenos Aires no bien empezaba el verano, un 5 de enero. Aceleré el paso, como queriendo escapar del recuerdo. Se bifurcan las avenidas y quedé a una cuadra de la Facultad de Arquitectura. Entré. Se trata de un edificio muy bien cuidado. En sus escalinatas del frente, sentados al solcito están relajados algunos estudiantes, tomando mate, naturalmente. En su hall de entrada, una escultura presuntuosa daba la bienvenida. La construcción tiene una galería interna que contornea un jardín, con un pequeño estanque artificial y en las mesas altas ahí dispuestas, los alumnos están ultimando detalles en sus maquetas. Era día de entrega, las aulas taller estaban vacías, todo sucedía afuera. Con una hija arquitecta, he visto lo que cuesta hacer una maqueta y he aprendido a valorar el arte que hay en ellas. Me acerqué y pedí permiso para fotografiar alguna, haciendo que sus autores automáticamente posen para la toma, cuando era a su trabajo a lo que mi celu apuntaba. La segunda foto, los incluye, porque teniendo al artista ahí, por qué despegarlo de su obra. Se les notaba pegamento UHU en sus manos aún. Habían invertido, tenían presupuesto en esos trabajos, eran de material más caro que el cartón gris común. Me gusta conocer universidades. Me interesan desde sus edificios hasta sus carteleras, las universidades son lugares con mucha vida. Un bar de universidad es siempre especial, habla de cómo se alimenta esa generación, recuerdo en Bangkok encontrar principalmente frutas en el bar de la facultad, mientras que en la Universidad de Lanús vendían un menú fijo bien calórico. Los afiches políticos colgando de los techos, sus carteleras con ofertas laborales, las modas al vestirse, la forma de andar y hablar en grupo, si fuman o ya no tanto, lo importante para ese momento y en ese lugar. La agenda universitaria. Siempre hay algún tema que los está movilizando, que los preocupa y ocupa. La facultad me regalaba además un poco de arte. Salí de Arquitectura con olor a cigarro en la ropa y contento continué caminado, al calor del solcito mañanero en busca del bulevar España que me llevaría a la playa de Pocitos. Una vez ahí, con el mar de frente (Pocitos tiene mar por cuestión de clase, aunque sea río), mis pasos fueron hacia la rambla. Malecón le dicen en Ecuador y Cuba, Costanera en Buenos Aires, rambla aquí en ROU (así escribía República Oriental del Uruguay cuando ponía la dirección en las cartas que enviaba a mi novia todos los veranos). Con mirada contenta veía los desniveles de la costa, saltando el cartel de Montevideo, ese para tomar la típica foto, y mi destino al fondo. Al llegar, habría recorrido unos 7 km desde el Salvo, con el placer que me da caminar, conociendo todo en general y nada en particular en una ciudad que no es nueva para mí, pero que para este momento lo estaba siendo. Era un aporte de novedad a una ciudad de visita frecuente.

      Había llegado a la casa de mi hermano, otros llegaban al festejo en avión, así que lo acompañé en auto hasta Carrasco para irlos a buscar. Almorzamos todos juntos frente al río y luego vendría la siesta obligada antes del festejo, que en esta oportunidad no se realizaría en una sinagoga, sino en un shopping. La misma cara debo haber puesto yo. Sorpresa. Es divertido y suma montonazo que en un viaje se pueda participar de un evento religioso tan importante. Es amplio, es valioso, es interesante. Es una excusa para seguir aprendiendo y disfrutando de festejar con la familia que pudo ir. Obviamente que a la ceremonia le siguió la comida típica, un golazo. Una fiesta era el motivo para estar

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