Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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abuelos uruguayos y parte de una banda de tíos que conformaban todos los cuentos de Miryam, mi suegra, tanto en Uruguay como en la Argentina, ella los mantenía presentes con sus relatos. Llegaban sus primos y con los más jóvenes nos fuimos a la playa caminando, quedaba cerca, mientras los grandes empezaban a acomodar la casa y a cocinar la comida para festejar el cumpleaños de Silvia ese día y al siguiente el fin de año y después el Año Nuevo. Una seguidilla de comilonas que hacía que la parrilla no se apagara jamás.

      La playa en Las Toscas es de arena clara, amplia, con médanos, sin ninguna carpa, balneario o puesto de venta de nada. Con las lonas, a tirarse y mirar el mar. A charlar con los primos, a fumar algún cigarrillo que ellos tenían. A quemarse hasta ponerme camarón, un clásico mío. Eran épocas donde las publicidades no eran de pantallas solares, sino de bronceadores, donde, si volvías de la playa, cuanto más tostado era señal de que mejor lo habías pasado. No era una playa muy poblada, todo se comparaba en mi cabeza con San Bernardo, la playa que yo conocía. Viendo la arena que tenían ahí, entendí el porqué de la cara de Silvia cuando a los 17 fue unos días a visitarme y al llegar a la playa me miró con cara de… ¿es barro? ¿Qué pasó? Ella no entendía cómo había juegos para niños, restaurantes y carpas a montones en las playas argentinas. En Las Toscas éramos unos pocos, la arena clara y finita, y el mar. Río para los más puristas, pero mar a los efectos de las necesidades de esas vacaciones.

      Y a la mañana desayuno con quesito Alpa, bizcocho dulce y salado, galleta María, todos alimentos inusuales en mi vida; probaba las galletas con queso y dulce, devoraba los bizcochos, mientras la casa amanecía, dejando colchones y ropa de cama por todos los ambientes que se habían transformado durante la noche en dormitorios. Único baño con espera. Vida familiar de muchos, que ellos podían catalogar de excepcional y por eso me lo explicaban. A mí, que venía de familia numerosa todo el año y que mis vacaciones eran igual de apretadas, no me llamaba la atención, sí lo hacía que me lo quisieran explicar. Recuerdo las instrucciones para la ducha del baño, que te daba corriente, una descarga del termo eléctrico que te estaba esperando en el grifo y te la daba.

      Yo estaba ahí de paseo, para ellos por primera vez, entonces se turnaban para proponerme conocer distintos lugares. A la tardecita, todos los primos luego del baño posterior a la playa, fuimos caminando a Atlántida. En el centro había mucho turista, puestos de artesanías, un boliche bailable, cerveza Pilsen, casa de cambio y cigarrillos Nevada. Casa de cambio porque necesitaba mis propios pesos uruguayos, quizás para comprar mis cigarrillos. No tenían por qué mantener esos chicos uruguayos el vicio del porteño. Los adultos me llevaron al zoo de Atlántida, donde unos pocos y pobres animales muertos de calor se hacían cargo de satisfacer las expectativas del público, acompañando al famoso mono de culo azul, la gran y única atracción.

      Y charlar y pasar el rato. Conocer la familia e ir entendiendo cómo era mi novia en ese lugar. Todo eso hacía olvidar el motivo por el cual yo me tenía que volver a Buenos Aires.

      En la Argentina de aquellos días todavía existía el servicio militar obligatorio. La ley indicaba que todo ciudadano masculino estaba obligado a cumplir con esa carga pública al llegar a los 18 años de edad. Se decidía la suerte de hacer la colimba (Corre/limpia/barre) a través de un sorteo. Ese día, en la escuela secundaria solo los alumnos de quinto año tenían permitido estar escuchando la radio. Era un día de tensión, en unos minutos se jugaba un año en la vida de los varones o tal vez dos si tocaba marina. El procedimiento era sencillo, una voz cantaba los tres últimos dígitos del documento nacional de identidad y otra, le asignaba un número de orden, el mío fue 737. Estaba adentro, zafaba solo con menos de 400. Veníamos de una dictadura y ni siquiera lo sargento que era mi abuelo paterno fallecido antes que naciera alguno de sus nietos, pudo hacer que pasados esos tiempos de gobierno militar, nadie tuviera en mi familia un concepto bueno sobre los milicos. Unos años antes había hecho la conscripción mi hermano Alejandro, recuerdo el olor que traía cuando volvía del cuartel, olor a rancio en el uniforme, mezcla de mugre propia y ajena, rastros de todos los colimbas que la usaron antes, sudor acumulado, falta de jabón y hambre. No era una buena noticia que el sorteo me hubiera asignado a la fuerza aérea y debía presentarme en Ramos Mejía, en el distrito militar San Martín, el 5 de enero.

      Atlántida era ya en ese momento una ciudad quedada en el tiempo, con poca construcción moderna. Tenía una primera gran oleada de casas hechas con dinero y buen gusto allá por los años 50, y otra ola más pequeña, que completó los terrenos disponibles con casas de la década de los setenta, no todas de buen gusto. Pero como quedó, quedó. Parece una ciudad dispuesta a conformarse con mantenerse mientras envejece. La rambla arbolada que da sobre la playa mansa tiene mucho estilo, caserones enormes y una bajada por escalera hacia la playa entre árboles en el médano, más parecido a un monte, por tener más tierra que arena. Al terminar de bajar hay unos vendedores de sombra temporal y si lo necesitás, tenés la posibilidad de alguna sillita. Esto era novedoso para mi mirada porteña. Luego entendí que eso no era novedoso, era brasilero. Restaba acomodarse por ahí, hay más gente, es una playa céntrica, pero lejos está de ser la Bristol. El mar es muy calmo, de agua mansa como su nombre lo indica. Y empecé a meterme en el agua de a poco, unos pasos más y mirando hacia atrás se veía la arboleda sobre la arena, altas las raíces de los árboles. El nivel del agua no pasaba de mis tobillos, más velocidad, más pasos, más adentro. Las aguas profundas tardaban en llegar. Esas que imaginé profundas, llenas de noctilucas en las noches de encandilada, esas que contaba mi suegro en sus relatos de pescador no aparecían. Hasta la rodilla, con suerte una olita elevaba el nivel un algo más. ¡Y dale más y más! Hay que caminar mucho en la mansa si uno quiere hacer pis y que el agua tape al menos hasta su cintura. ¡Qué planes infantiles me habían llevado hasta ahí! Finalmente, llegó el lugar donde el agua estaba un poco más profunda, desde donde poder apreciar, con la vejiga relajada, el Águila, una construcción típica que aparece en un médano siguiendo la costa, pasando Villa Argentina. El sol pegaba de frente anticipando que desde ahí sería el lugar indicado para mirar atardeceres increíbles escuchando algún que otro aplauso, otra costumbre importada de Brasil.

      Atlántida era la ciudad para la noche. Ir al casino era toda una señal de adultez. Mis 18 años cumplidos unos meses antes me permitían la entrada, pero ir al casino, era salir en banda, perderse del montón para ir a comer unos chivitos y hacerse unos mimos, ir al casino era ser adulto. La ciudad estaba repleta de turistas, en general familias que llenaban los pocos restaurantes y los parques infantiles con esas minivueltitas al mundo con ruidos raros, ruido a falta de mantenimiento, pero se subía igual al Zamba y desaparecía la inseguridad tras sonrisas que ocultaban golpes inesperados. De este tipo de adultez de 18 años estoy hablando.

      Para la vuelta caminando a Las Toscas se sumaban palos y piedras en las manos de esos chicos. Por donde fueres, haz lo que vieres, pues ahí todos hacían eso, yo también. Las calles eran de tierra y arena, y se escuchaban ladridos de perros cercanos y lejanos que intimidaban. No eran mucho más que 20 cuadras, se llegaba rápido hasta la calle B, ahí se doblaba, pasando por alguno de los pocos comercios que tenía el centro de Las Toscas, que se iniciaba una cuadra antes y se estiraba durante apenas dos o tres cuadras más. O tenías ahí lo que necesitabas, o no lo necesitabas realmente para ese momento, debías esperar para ir al supermercado. ¿Qué otra cosa se necesita en un balneario uruguayo que pizza con queso (redundancia desde nuestra vista argenta, pero ellos manejaban la pizza por metro con base en pizza sin nada, como la de cancha y sobre esa le agregaban queso como adicional)? Poco inmigrante italiano tuvo Uruguay en proporción a la gran cantidad de españoles. Doblando en la B, dos cuadras y a la derecha. Calle B, ponerle nombre de letras es como con falta de cariño o de próceres, pero superpráctico. Primero pasabas delante de la casa de Zitarrosa, a donde los milicos uruguayos lo habían ido a buscar más de una vez para chuparlo y él se había podido escapar, y en la vereda de enfrente un poco más adelante, saltando el murito, entrabas al chalé. Y ahí estaba la familia, recibiendo los padres a sus amigos médicos colegas o a familiares que venían a pasar las fiestas. Y en el bullicio general yo me escapaba por el fondo con mi novia a la hamaca en la galería de adelante, a charlar, a darnos unos besos, a pasar un rato juntos porque pronto tendría que irme.

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