Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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Participaba en política y en la época de la dictadura toda la familia la pasó mal. Tere se quedó sola con los chiquilines un tiempo. (A él le causaba gracia cuando ella empezaba a decir cosas en “uruguayo”).

      Él: ¿Chiquilines?

      Ella: Sí, mis primos, ¡ganso! (Explicando, pero cansada del chiste). La pasaron muy duro en esa época. Mi vieja está contenta que ahora se hayan comprado esta casa de playa, después de tanto dolor y esfuerzo se lo merecían.

      Él: (Como tirando una puteada al cosmos). ¡Milicos hijos de puta, iguales en todos lados, con qué derecho le robaron esos años a tanta gente! (Unos segundos más tarde, como si la puteada hubiera ayudado a sacar el demonio de adentro, volvió de su nube de enojo y siguieron caminando lento). ¡No hay nadie en Parque del Plata en invierno! Mi viejo dice que no conviene comprar una casa de veraneo. Que con los gastos fijos ya te cuesta el doble que alquilar un mes que es lo máximo que podés irte de vacaciones. Si vos alquilás a…

      Ella: (Interrumpiendo su planteo matemático con uno más sentimental). Mis abuelos siempre tuvieron la casa de Las Toscas y, si no fuera por eso, nosotros no nos hubiéramos juntado todos los años con mis primos.

      Seguían caminando despacio, atentos a su momentánea discusión sobre si era económico o no, tener casa en la playa cuando un ladrido de perro encabronado se escuchó acercándose desde la izquierda, y sin más presentación que el barullo, como un rayo se le tiró a la pantorrilla de él mordiéndole por sobre el jean. Vino el susto y luego los gritos de ambos. Él quiso sacárselo de encima pateándolo, pero se cayó sobre los pastizales al lado del arroyo, revoleando por el aire al perro que no lo soltaba. Caían al barrial de la orilla, enredados en una bola de pelos, ladridos y gritos. Lo soltó. Cuando levantó la mirada, aún tirado en el barro, tenía al perro cara a cara. Se cubrió el rostro con el brazo y el perro ahí lo mordió. Ella miraba la escena azorada, gritando con todas sus fuerzas. El perro lo volvió a soltar. Mientras él intentaba ponerse de pie, se resbaló en el barro, y cayó para el lado del agua y el perro fue ahora a atacarla a ella. Le clavó los dientes en la pierna, tirándola al suelo. Era un bulldog, tenía mucha fuerza. Él le pegó una patada mientras no paraba de gritarle y el perro volvió a morderlo en la pierna. De pronto, un pitido se escuchó desde la casa de enfrente. El perro automáticamente abrió la boca, lo soltó, se giró y volvió con trotecito rápido, tranquilo, cruzando la calle, pasando por la vereda y saltando el murito para entrar por el parque a su casa, sentándose a los pies de su dueño que los miraba con cara de asombro, pero no se acercaba.

      Los gritos le habían hecho reaccionar, pero no dio cuenta de la gravedad del ataque del perro hasta que los vio de cerca. Sin demostrar mucha empatía, pero sí algo de humanidad, los invitó a pasar para que se calmaran. Entre la campera y los jeans no se veían las mordidas. Mientras, el perro los miraba como si nada hubiera tenido que ver con todo ese barro que llevaban puesto y la sangre que empezaba a chorrear manchándoles la ropa. La señora de la casa fue la más atenta, ensayando disculpas de mil colores, que el perro estaba entrenado, pero que no sabía qué había pasado, mientras el marido agregaba que seguramente algo le habrían hecho.

      Ella: (Gritándole con furia mientras seguía llorando). ¡Nadie le hizo nada, nosotros solo caminábamos! ¡No pueden tener suelto ese perro acá!

      Él tratando de contenerla, no podía. Ella estaba sacada, casi tanto como el perro. El dueño de la casa parecía estar más preocupado por posibles juicios de responsabilidad civil que por la salud de ellos.

       Segundo acto

      La escena se traslada al living de la casa en Parque del Plata, se abre la puerta, entra ella embarrada y él detrás. La primera en verlos es la tía:

      Tía: (Alarmada y en voz alta). ¿Pero qué pasó, m’ija?

      Ella: (Estalla en llanto y no se le entiende bien). ¡Nos mordió un perro, nos caímos para el lado del arroyo!

      Tío: ¿Por dónde? ¿En qué casa? ¡Voy y lo mato! (Sale de escena, se escuchan ruidos en el placar del dormitorio).

      Tía: Vengan, chiquilines, al baño, lávense.

      Suegros médicos: No lo vayas a matar que hay que ver cómo evoluciona, no sea que tenga rabia. A ver, sáquense la ropa y lávense en el baño, ¿tenés alcohol o agua oxigenada?

      Tía: (Camino a la cocina lamentándose en voz alta). ¡Pero qué cosa más terrible, chiquilines! ¿Cómo puede ser? (Volviendo con alcohol en su mano se lo da a los suegros).

      Suegros: (Mientras tiran chorros de alcohol sobre las heridas que van descubriendo). Acá tenés otra en la otra pierna vos, pero están bien. El diente entró y salió. No se ve desgarro. Igual tienen que darse la antitetánica. Vos la tenés del parto, ¿no?

      Se escucha portazo. (Ha salido Mario con la escopeta rumbo a la casa del arroyo).

      —¿Y la bebé?

      —Bien, duerme.

      La suerte quiso que, pudiendo haber estado realmente en ese carrito paseando con sus papás, ese día se hubiera quedado haciendo la siesta con sus abuelos, mientras sus padres aprovechaban para salir a caminar un poco solos.

      Tan solo imaginar la historia con su hija en medio de las mordeduras le produjo pesadillas durante mucho tiempo.

      En recuerdo de Mario Pérez.

      Heroína (Ficción. La lealtad al viaje está en los lugares)

      Tomando la Interbalnearia, tras unos 30 minutos de auto con dirección al este, se llega a Solís. Pago un peaje, la ruta está en muy buen estado. El paisaje hace que los otros que viajan conmigo estén muy entretenidos mirando por sus ventanillas. El sol de la mañana empieza a calentar con fuerza. Yo conduzco, estoy atento al tránsito por demás, demasiado atento, perdiéndome parte del paseo. Aprovecho las bajadas por las cuchillas para adelantarme a los camiones, el Fiat 128 va forzado por la carretera. Por delante, no solo aparecen las manchas de agua típicas en el asfalto, sino también autos, como paridos por la tierra, aparecen en un segundo, en la mano contraria. Genera un aprendizaje en la conducción de mi nuevo auto viejo recientemente comprado. Quiero estar atento, que no me encuentre la noche en la ruta a la vuelta. Mis ojos no son de fiar cuando manejan cansados y las cuchillas del camino agregan demasiada tensión.

      Los carteles en la ruta indican un acceso a un balneario hacia la derecha. Para Punta del Este hay que seguir recto. Es un viaje corto y vamos escuchando unos casetes con música para chicos, que ayudan a domesticar a las fieras de 8 y 6 años que viajan atrás. Entre ambas, va la bisa. Abuela de mi copiloto, de 82 años, y que acaba de enseñarles a mis hijas cómo saltar a la soga, demostrándoles, saltando ella. Hay una energía muy especial en ella.

      Entrar por Solís alarga el camino a Piriápolis, sin embargo; el viaje propiamente dicho se ha terminado en ese instante. Luego ya es recorrer la rambla para llegar a la otra punta, ya es parte del paseo. Se tarda más, es cierto, pero el tiempo no es la única variable importante y menos estando de vacaciones, donde si quiero puedo regalar una hora y una mateada o media hora con un paseo.

      La ruta pasa por al lado del Alción, hotel sindical con una ubicación fantástica, frente al mar. El edificio parece haber estado mucho tiempo con poco mantenimiento, pero hoy, en enero de 1998, ha logrado tener una inyección de vida y pintura. Es obligada escala para saludar a los primos que trabajan en ese hotel.

      Se trata de una construcción de puertas de madera muy altas en la recepción y unos ventanales enormes que apuntan al mar desde el salón

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