Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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ir sin llamar la atención. Del placar tomó una campera de esas que se enrollan y ocupan nada de lugar, y abrigan nada también, por eso sumó un suéter. Los calzoncillos largos, esos que eran de su abuelo, blancos alguna vez, hoy amarillentos, habían sido superados tecnológicamente por calzas térmicas, pero tenían el recuerdo familiar, tenían un motivo para todavía compartir cajón pero quedaron de lado y el equipo térmico junto a los guantes y el gorro fueron a parar al bolsillo externo del bolso, sin pasar por la exposición previa por la que el resto de la ropa debía someterse antes de ser guardada. Todo a la vista, tres calzoncillos, dos no pasaron satisfactoriamente la prueba, mostrando sendos agujeros fueron arrojados al cesto de papeles del cuarto que los recibió confundido. Del lavadero volvió con dos calzones más respetables, pensaba que con casi 50 años ya no le causaba gracia andar con ropa interior inmostrable, aunque a nadie podía mostrar nada. Para el frío, ya estaba todo sobre el cubrecama. Una malla y una remera de playa devenida en pileta si la oportunidad lo pedía, las ojotas fueron a parar a otro bolsillo horizontal del bolso negro. Un perfume pequeño, casi terminado, uno que acompañaba sus viajes solo porque su envase era de menos centímetros cúbicos que los otros, que no pasarían el control aduanero. Del baño trajo el cepillo de dientes, pasta, jabón y un rollo de papel higiénico, el cual su padre siempre insistía que debía ser llevado si se salía de viaje, aunque el espacio en la cartuchera de elementos de limpieza no lo dejara entrar y en el bolso estorbara. Pero ahí estaba, recordándole que no todo lo aprendido era bueno ni útil, que la imagen del padre se viera representada en 30 metros de papel tisú no era en sí un homenaje digno, pero se grabó así y así le gustaba continuar haciéndolo. Un poco de ropa de gimnasia, una remera y otra campera incombinable entraron apuradas al fondo del bolso, para romper con lo estrictamente combinado de la selección que había sobre la cama. El pasaporte y la tarjeta de crédito por un lado, junto con el billetón de 500 euros que no había podido cambiar a nadie. Al lado el DNI, la otra tarjeta de crédito y un fajo pequeño de dólares. Unos iban al bolsillo del pantalón que llevaba puesto, el otro al bolso, dentro de una media que se enrolla para transformarse en su “culo de perro”, así llamaba al lugar secreto donde guardaba sus cosas de valor. Ojeó un libro que estaba sobre la mesa de luz, como corroborando que valiera la pena trasladarlo, que no estuviera casi acabado, que todavía le quedaran cosas por decir, para asignarle el lugar de compañero de viaje a quien algo todavía guarde dentro de sí para ser dicho. Ese no tenía mucho más, sacó otro de más abajo, lo abrió en su primera hoja, no le había puesto aún la marca de yerra que llevaban todos los libros de su biblioteca. No era un sello, no era una estampilla, eran dos inscripciones a mano. Una era su nombre, el libro le pertenecía. Si alguna vez se prestaba, que al menos incomodara al que lo leyera sin devolver. Lo podía hacer en los libros, ya no en los CD, por suerte ya hacía tiempo que los CD de música no se piden prestados, casi que no existen más salvo en su auto. Con la birome en mano, escribió su nombre y quién le había regalado ese libro. Esa había sido una nueva incorporación, no todos los libros lo tenían, los más nuevos sí, le gustaba saber qué persona se había tomado el trabajo de elegir ese libro e imaginar el motivo por el cual pensó que juntos podían pasar un buen momento. Este que tenía ahora ya con las marcas inscriptas era además un libro que reunía las condiciones mínimas para ser acompañante de viaje. No debía ser muy pesado, ni de gramaje ni de temática. Del primer cajón de la mesa de noche tomó sus lentes, esos que no deseaba usar pero a los que volvía rendido cuando las letras se le transformaban en hormigas y se le movían, los puso junto al libro sobre la cama.

      Empezó a hacer rollitos con la ropa y ponerla dentro del bolso. Con todo ya guardado, bajó las persianas del cuarto, pasó revista en la casa, apagó la llave del gas, cerró todas las ventanas y volvió a la laptop que había quedado prendida sobre el escritorio de su dormitorio. Entró en la web del proveedor de cable e internet, solapa de atención al cliente, botón dar de baja al servicio. Sabía el camino de memoria, muchas veces lo había transitado, pero nunca había podido dar el paso siguiente porque lo necesitaba. Ahora era libre de hacerlo, sin pensarlo, como hundiendo el cuchillo en un golpe seco y profundo justo en el corazón del proveedor, dio aceptar sobre el botón “dar de baja todos los servicios” y se sintió liberado.

      Apagó la compu, la luz y activó la alarma. Con el bolso al hombro puso llave a todas las cerraduras que tenía su puerta y bajó los 3 pisos por escalera repasando si había cerrado la llave de gas, la ventana del lavadero, si no habría quedado goteando el inodoro en el baño de su cuarto. Tenía que poder quedarse solo ese departamento viejo, sin necesitar que nadie lo asista. Los ascensores, aún más viejos que el departamento remodelado, bajaban cargados de vecinos enjaulados, completos, como el subte a esa hora. Por escalera y ascensor bajaban vecinos que se dirigían a la entrada del subte que estaba apenas a 30 metros de la puerta del edificio. Excelente ubicación, decía el aviso del diario cuando lo alquiló, de estilo y en buen estado. Todos los vecinos pasaban y saludaban al portero para caer en el foso del subte luego. Mecánicamente, todos haciendo el mismo ritual. Saludo de buen día, unos pasos y al pozo. Él se frenó y detrás de él una ola de copropietarios e inquilinos lo empujó unos pasos más allá. Dejando pasar, se acomodó frente al encargado del edificio y habló unos minutos. Le contó que estaría fuera unos días y que ante cualquier cosa rara que él observara, llamara a ese número y le entregó un papelito con un “3D” escrito de un lado con tinta roja y un número de celular del otro. Esta vez, lo saludó dándole un apretón de mano. Dio un paso hacia atrás y enseguida volvió a formar parte de la marea que llevaba sin opción a la entrada del subte. Con el bolso pesado al hombro y a esa hora del día, no era una buena idea seguir con todos. Cortó la inercia, se salió de la hilera en cuanto doblaban para meterse dentro de la tierra, en típico apretuje de las 9 de la mañana en ese barrio del centro porteño. Quería hacer un par de cosas antes de embarcar y tenía 3 horas por delante. Con estar en el puerto a las 12 ya estaba bien.

      Eran exactamente las trece horas cuando el barco zarpó. Para ser día de semana y de invierno, no estaba tan vacío como lo esperaba. No fue fácil encontrar un asiento junto a la ventanilla. Acomodó su bolso debajo de las piernas y mirando a través del vidrio, la ciudad empezó a aparecer rápidamente, enorme, con sus rascacielos espejados y luego de unos minutos, comenzó lentamente a hundirse en el horizonte con los demás barcos anclados en la costa.

      Ya sin ciudad a la vista, tomó el libro de su bolso, sacó los anteojos de su estuche y se dispuso empezar a leer. Para pasar desapercibido, nada mejor que una mirada perdida en un libro. Una hoja había leído apenas cuando una voz de mujer lo distrajo:

      —Disculpá, ¿ese libro lo compraste en el freeshop de acá?

      Él levantó la vista, se quitó los lentes porque no estaba acostumbrado a ser un señor de anteojos todavía y no podía hablar cuando los usaba, miró a la chica que estaba sentada asiento de por medio en esa fila de tres y en ausencia del pasajero del medio, ella vendría a ser su vecina de al lado. Ella volvió a preguntar, evitando repetir el pedido de disculpas, porque realmente no lo sentía.

      —¿Ese libro lo compraste en el freeshop de acá?

      —No, no –contestó él incluyendo una sonrisa amable en esa entrega de palabras secas– La verdad que no sé dónde lo habrán comprado. Me lo regalaron hace unos meses para mi cumpleaños.

      Ella toma su sonrisa y la devuelve transformada en una de ella, que él valora mucho más que a la propia, por más tierna, por más blanca. A él, sus anteojos y sus dientes amarillos lo intimidan, lo hacen sentir que tiene que decir algo sobre ese, su elefante, lo primero que él cree que los otros ven en él, mas tratándose de una chica que está muy buena.

      — ¿Capricornio?

      —Casi, Escorpio.

      La mirada de ella se puso más escrutadora. No era la primera vez que él andaba por poco pidiendo disculpas por haber nacido a mitad de noviembre, solo porque no se sabe quién escribió cosas confusas sobre los escorpianos. Pero casi todos coinciden en lo muy sexual del signo, así que él interpreta un buen comienzo en la cara de intriga

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