Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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codificar los mismos 4 números de siempre, dos correspondían al año de nacimiento de su madre y dos al de su padre. Era una manera de tenerlos presentes. Sacó del bolso la ropa y la distribuyó entre los estantes y las perchas. En el cuarto no había heladera ni cafetera, era modesto, de piso de baldosa calcárea verde y blanca en damero. Para el verano, el calor y la arena, sería un gusto poder caminar descalzo por ahí, sobre ese piso fresco, pero para ese día de invierno, no era agradable andar en patas. Buscó la calefacción, por la época de su construcción debería ser radiador, recorrió las paredes con la mirada y lo encontró escondido detrás de la cortina, debajo de la ventana. Se acercó, poniendo las manos encima como si fuera a calentarlas y corroboró que estaba apagado, tal como el frío que había encontrado al abrir la puerta le había insinuado. Sobre los estantes superiores del placar encontró un acolchado verde oscuro, lo estiró sobre la cama y quedó en el aire un perfume a casa de abuela, a naftalina. La tela del cubrecama estaba húmeda y las frazadas también. Entró en el baño y abrió la ducha al máximo. El vapor empezó a empañar primero los azulejos verdes, dejando de a poco en medio de la neblina como dos naves que naufragan, a inodoro y bidé, artefactos de esos muy grandes, viejos y blancos. El vapor se escapaba hacia el cuarto en un intento por calefaccionarlo. El baño era amplio con una ventana pequeña que daba al pasillo. Había unos champú y otros acondicionadores en sobres sobre el lavatorio, que parecía una pila bautismal, enorme, junto a unos jaboncitos y un tarro de crema humectante, evocando el sol del verano. Colgó el toallón y se metió en la ducha, corriendo la cortina de baño de tela blanca, con un poco de hongos abajo. Ese baño daría frío aun en enero con 38 grados, debajo de la lluvia todo el calor, fuera de ella, nada.

      Faltaban 5 minutos para las 21, cuando aún con el pelo mojado, cruzó el patio y forcejeando con la puerta de madera hinchada, pudo entrar al comedor llamando la atención, haciendo ruido de vidrios al cerrar, para ir directo a poner sus manos frente al calor de la salamandra, estaba cagado de frío.

      José se asomó desde la cocina y sin mediar otra palabra le preguntó:

      —¿Cinzano o Gancia? –Mientras apoyaba en la fuente sobre el mostrador unos platitos con aceitunas y papas fritas. “No, gracias” parecía no estar entre las opciones de respuesta. Hacía rato que no tomaba Gancia. Fueron a la misma mesa de la tarde, se volvieron a saludar. Todo estaba un poco más limpio.

      —Soy alérgico al queso –dijo José, mientras acomodaba en la mesa las aceitunas y las papas fritas.

      —Yo estoy haciendo dieta vegetariana, pero como pescado –contestó como si de sinceramiento gastronómico viniera la noche. Un breve brindis con mirada a los ojos, José utilizaría como excusa para contar una nueva historia sobre los reyes que antes de beber se miraban fijo para así detectar cualquier atisbo de nerviosismo en el otro, que lo hiciera suponer que podría haber veneno en esa copa. Para un vermoucito sonaba a mucho, si bien el negro Cinzano podía llevar cualquier cosa dentro, él había elegido el Gancia y se lo veía claro como siempre.

      Las aceitunas y las papas siempre se terminan antes que el aperitivo, allá se levantó José a completar en la cocina los platitos y detrás fue el único huésped ese día y en toda esa semana. El dueño se sorprendió al verlo entrar en la cocina, había aprovechado para prender el fuego y puesto a calentar la cacerola con el puré de papas.

      —¿Me pasarías la leche de la heladera? –Cuando lo vio con el saché en la mano, agregó–: Y la manteca, ¡por favor! Con ambas cosas en la mesada, el cliente transformado en ayudante de cocina, pidió más instrucciones.

      —Ya tengo todo listo, solo falta freír el pescado y ya estamos. Si querés llevá el pan y el vino a la mesa, si no te jode; apoyá la leche y la manteca por ahí.

      —Dale, yo llevo, no hay problema. ¿No te hacía mal la leche? Mirá que por mí, podés ponerle un chorrito de aceite y listo, si yo no como lácteos mejor.

      —¡Bueeena, amigo! –dijo José casi gritando–. ¡Voy a poder comer el puré yo también!

      Haber pasado la línea de cliente de un restaurante de hotel a invitado de José era algo que sumaba mucho en su viaje. Las charlas de la tarde ya habían hecho que ese encargado tuviera nombre propio y se sumara en su experiencia. No era solo llegar a un hotelito con pinta de fuerte frente al mar. No era solo relacionarse con la naturaleza, los sonidos, los olores, era también ponerle nombre propio al lugar, el nombre de una persona, quizás el de un nuevo amigo.

      Un rato después, estaban cenando filete de merluza con puré y terminando la botella de tannat.

      —Esperame que ahí vengo. –Agarró la llave número 5 y se lo escuchó correr haciendo crujir las hojas secas del patio. José volvió a la cocina para servir un segundo plato caliente. El frío entró por la puerta cuando el cliente volvió con la botella de malbec en su mano.

      —¿Temiste otro tannat? –Mientras fue a buscar el sacacorchos en la cocina. El invitado se tomó los fondos de cada copa, para que el tannat no se mezclara con el malbec. Eso no se hacía, nadie lo vio. Se cargaron de nuevo las copas. El silencio se apoderó del momento. Solo se los escuchaba masticar. Sin incomodarse por la falta de palabras, José rompió el silencio para contar que le gustaba el silencio, que no tenía que estar todo el día hablando. Y con ese preludio, no paró de hablar hasta que la botella se terminó. Ya con muchas risotadas de por medio, José contaba cómo había llegado a ese trabajo. No tardó en sacar un cigarro armado, y preguntando antes si al otro le molestaba, lo encendió. Eso dio pie para contar que de chico había tenido experiencias con drogas. La falta de experiencia del huésped en ese campo lo dejaba sin poder agregar bocado. Solo escuchaba atento y trataba de imaginarse las escenas que José describía una tras otra, sus historias fantásticas. Contaba que drogado había chocado el auto de su abuelo y un amigo había quedado mal herido. Tras esa imagen triste, pintaba otra con su hermano y pastis en una fiesta electrónica como el momento más feliz de su vida. Felices ambos. Se reía mientras decía: “Qué mala suerte mis viejos, todos sus hijos drogadictos” (reía y remarcaba la s). Quedaba claro en ese momento y en esa cabeza del turista, que no lo era quien fumara faso, de eso se trataba y por eso José reía. Fumaba de vez en cuando, y reía. Escuchándolo hablar atentamente, su cabeza relacionó faso con abulia. Lo notaba a José ansioso por conseguir un título universitario que había quedado en Buenos Aires, en el recuerdo, junto con otras épocas de esplendor añoradas, como si a los veintipocos su momento ya hubiera pasado. Fumando unas secas se olvidaba ya de eso y se sentía tan bien como si lo hubiera conseguido todo en esa bocanada de humo. Estaba llegando a relacionar budismo con faso cuando José lo sacó de esa nube, con un “¿querés?”. Tenía poca experiencia, había participado de algunas rondas, alguna seca y paso, no más que eso. José, viendo la duda, entendió que no era del palo, que frente a él tenía a un auténtico careta, que su vida, sobre la que nada sabía, seguramente había pasado por una serie de certezas tras certezas, procesos sin posibilidad de error y antes que siguiera creando de quien tenía enfrente un extraño mucho más extraño, vio que de su mano el cigarro volaba hacia la boca del otro, le pegaba una pitada inexperta, tosida y se lo devolvía. Agradecido en su mirada por la complicidad y acentuando lo fantástico de sus historias abrió la puerta hacia temas más controvertidos, como la experiencia de su amiga que vivía en Europa laburando de puta. Uno tras otro, los temas reventaban la cabeza alcoholizada y anquilosada del viajero. Él escuchaba el relato de cómo había logrado su amiga juntar dinero, mucha plata, que le servía para mantenerse ella y a su hijo en Buenos Aires. Por algún comentario desafortunado, surgió una pequeña discusión sobre si se enjuiciaba o no, que si ella lo decidía en forma adulta y sin intermediarios, que era su trabajo, el trabajo más viejo del mundo y que con ella, cuando iba a Buenos Aires, él se cruzaba a compartir un faso. José contaba que alguna vez había querido escribir un libro, había tirado algunas pocas palabras en un cuadernito, pero no paso de eso. Tenía miles de temas, reales o inventados. Imposible identificar cuál era cuál en esa charla entre dos que se habían conocido unas horas antes,

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