Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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–Se hizo un silencio y unos segundos después se escuchó el pip del microondas al terminar de calentar.

      —¿Querés vino? ¡Tengo un tannat!

      —Un poco de vino estaría bueno, sí, gracias.

      Apoyó en el mostrador el plato con la tortilla y el tomate, sobre una bandeja plateada donde sumó los cubiertos –¿Oliva está bien?

      Él asintió. Pasó del otro lado del mostrador, agarró un vino y dos copas, levantó la bandeja y con todo, cual equilibrista de semáforo, se acercó a la mesa.

      —De pibe fui barman en un boliche en Buenos Aires.

      —¿Batman? – era un chiste para romper el hielo, malo, igual ambos rieron.

      —Batman en trencito de la alegría en Miramar podría, sí. Fui muchas veces. –Tomó el plato y lo apoyó justo sobre la mancha del mantel, tapándola. Le dio los cubiertos envueltos en una servilleta de papel, puso el aceite a un costado y tomó un sacacorchos con mango de madera de los muy viejos y sin sacar el cobertor plástico lo clavó en la botella, haciendo exagerado el procedimiento para descorchar. Luego puso la botella entre las piernas y tironeó con fuerza, tras un ruido de destape casi champancero, volaron unas gotas de vino tinto al mantel. José miró el techo, corroboró que no se hubiera manchado, y sorprendiendo al cliente, mojó su dedo en una de las gotas sobre el mantel y lo llevó a su frente, diciendo:

      —¡Es suerte! ¡Alegría! –Mientras servía ambas copas. Eso del vino derramado en la frente le sonaba a casa de su abuela. Había necesidad de transformar en doméstico ese encuentro comercial. Él era su huésped, no su invitado. Ambos rieron. José le entregó la copa servida en la mano y levantando la suya brindó.

      —¡Bienvenido al Fortín! –Ambos chocaron los vidrios y bebieron.

      Cortó el primer bocado de tortilla y José seguía aún de pie frente a su mesa.

      —¿Qué tal está? Si está fría te la caliento un poco más. No me cuesta nada.

      —No, está bien, gracias. –Lo incomodaba comer con el otro parado ahí. En un recreo de la masticada, lo invitó a sentarse en su mesa. José lo estaba esperando, se acomodó en la silla de enfrente, medio de costado, de espaldas casi a la pared. Copa en mano, bebía de a poco, hacía todos los gestos del que conoce de vinos. Primero el olfato, luego la ola sobre el vidrio, luego un sorbo y lo mantenía en el paladar. Terminado el ritual, sabiéndose observado, con una sonrisa se sinceró.

      —Yo no sé nada de vinos. ¿Pero este tannat uruguayo te gustó a vos? Yo soy más de la cerveza. Si me permitís, la próxima que compres probá con otra que no sea Pilsen. Por ahí una Patricia si buscás por precio. – José seguía hablando, no necesitaba respuesta, no las buscaba para no incomodar a su cliente que estaba almorzando casi al caer del sol. No necesitaba respuestas, estaba acostumbrado a hablar solo. Cuando vio que las copas se vaciaban, volvió a cargarlas y a preguntar:

      —¿Te gustó el vino? Me trajeron una caja y tengo que decidir si lo voy a usar como la bodega exclusiva del restaurante. Me ofrecen muy buen precio. Yo creo que tener un vino único ayudaría a darle identidad al lugar. –El vino no era bueno, pero por tannat, porque esa cepa no le gustaba, no por la bodega, solo por eso.

      —¿Probaste el malbec Casa Boher?

      —¡Qué porteño sos! Allá es malbec y de este lado del río es tannat. Allá es tango y de este lado candombe. Y el mate, de los dos lados. –Sirvió una copa más con la última gota de sol entrando por la ventana. La noche comenzaba apenas terminado el almuerzo. Había ganas de charla, eran dos tipos sin apuros. Dos personas, dos porteños en medio del frío invierno playero en la costa de oro uruguaya.

      —¿Cómo andás de frío? –preguntó José.

      —El vino me está dando calor, pero está fresco.

      José se levantó y puso dos leños más en la salamandra y volvió a sentarse. Se lo notaba cómodo y comenzó a contar que era de Lobos, provincia de Buenos Aires, que su padre proveía muebles a una productora televisiva, durante muchos años y que en la crisis de 2001 quebraron.

      —Ahí la cosa cambió, nos mudamos. Del caserón en el que jugaba con mi hermano con las herramientas del taller de mi viejo, nos fuimos a un departamento. ¡Lo animal que era jugando con mi hermano! Un día, en ese caserón, ¡le clavé un tenedor en el brazo! Mi tía me sobreprotegía, pero éramos los dos un par de forajidos, pero siempre puertas adentro, la pelea entre hermanos era en casa, afuera, él siempre me protegía. O a mí me gustaba creer que podía usarlo como escudo cuando se me complicaba en la escuela.

      José sirvió un poco más de vino y continuó monologando:

      —¿Casa Boher me dijiste? –Se quedó pensando en la marca–. ¡Pero acá es tannat! –Se acomodó en la silla y siguió contando– Mi abuelo era muy conocido, influyente por allá. Un viejo que tuvo sus buenas y malas, y como siempre en la Argentina, el sistema necesita de políticos para funcionar, pero es una máquina de comer gente. Él era un tipo al que le iba bien económicamente. Lo vienen a buscar, les hace ganar las elecciones. ¿Y después qué? Todos al mismo cementerio posterior al mandato, al rincón de los chorros improbables, injusticia para con los políticos. El viejo era de otra época, en la que ser político era noble, era un acto de entrega social, era un orgullo para la familia, ¡la de historias fantásticas que tengo!

      La charla lo sorprendió, no sabía si era fantástica exactamente, pero sí que le había caído bien. José puso sobre la mesa el formulario del check in junto a una birome BIC azul de capuchón blanco mordido. Cuando la destapó, se llevó el capuchón a la boca y terminó de cortale la patita plástica mordisqueada. Lo miró levantando una ceja.

      —Mucho tiempo solo, o es mate o es esto. Completalo por favor y después me lo das. No hay apuro.

      No haciendo uso del tiempo, el cliente se dispuso a sacar de encima la única obligación del día lo antes posible.

      —¿Número de chapa?–Buscó las llaves de la nave en su bolsillo, ahí estaba escrita a mano la patente, la copió. Seguía escribiendo, mientras escuchaba a José, que acomodaba la leña y le contaba:

      —Hoy pesqué unos filetes de merluza –dijo largando una carcajada– ¡Nada de pesca hoy, nada! 4 horas en el bote y nada, es la primera vez desde que estoy acá que me pasa. Siempre salgo con algo más chico o más grande, pero nunca con nada. –Volvió hacia la mesa– A la vuelta pasé por la pescadería y lo único que tenían era merluza. Si querés cenar en el hotel, avisame. Te ofrezco porque no hay mucho abierto en esta época del año, menos de noche y entresemana.

      Terminó de completar el papel con todos sus datos, apoyó la birome sin ponerle el capuchón, era respetuoso de la baba ajena y se puso de pie.

      —Voy a ir yendo para la habitación, gracias por la charla, tenías razón, la tortilla estaba medio sosa, tendré que probar la que hacés vos. –Enfiló para la puerta, se le notaba el cansancio en el cuerpo. Caminó haciendo ruido con las llaves de la habitación 5 moviéndolas en una mano y la bolsa del super en la otra. Salió al patio español seco, de naturaleza más o menos muerta, caminó unos pasos en la noche y volvió al comedor, se asomó y le preguntó–: ¿A qué hora calculás que tendrás la merluza lista?

      La 5 era una habitación fría y húmeda, la ropa de cama estaba preparada para verano. El baño olía a limpieza reciente y poca, nada de limón o lavanda, solo

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