Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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ese punto negro en el que se transformó la Bisa. ¿Qué le diría a mi esposa? ¿Que su abuela se voló? ¿Y a mis hijas? Tengo sensación de estar loco, me pellizco la mano, me duele, no hay despertar que me solucione el problema.

      Vuelvo hacia el empleado diciendo que necesito ir al baño.

      —¿En qué mesa estaban ellas? –me pregunta.

      —Que no estaban en mesa, que recién llegamos. Que no sé.

      —Entonces no deben estar en el baño, porque el baño de mujeres solo lo pueden usar las clientas.

      Miro el mostrador de nuevo.

      —¿Me das un refresco? Si te compro uno, ¿soy cliente y ya puedo pasar?

      —Sí –fue su respuesta.

      —Dame un agua Salus. –Meto la mano en el bolsillo en busca de dinero y no tengo la billetera. Los pesos uruguayos cuando pasamos por el peaje se los debí haber dado a ella con toda la billetera. Debe haber quedado el auto. El empleado escucha incrédulo–. No tengo la plata encima, esperame que voy al auto, debo haber dejado la billetera ahí.

      Salgo, busco la llave del auto en mi bolsillo y corro hacia él. Veo mi portadocumentos en el asiento del acompañante. Abro rápido y lo agarro. Me tomo un segundo para mirar la ciudad desde arriba mientras cierro la puerta. Veo El Hotel Argentino y desde él, desando el camino que recorrimos desde Solís, bordeando la playa. No hay nada que llame la atención. A esa distancia solo un gran incendio sería detectable, ¿qué esperaba ver? ¿Qué deber debía cumplir? No sabía que buscar, no sabía que decir.

      Pero en ese momento me acordé de su mirada en el auto, la del espejo retrovisor y busqué seguir esa dirección. Y de pronto la recordé en el Hotel Alción, con la mirada fija al mar también, sobre el agua imaginé esas dos líneas. Primero una. Luego la otra. De nuevo una y otra vez repasé la otra. Hacia donde me parecía que se cruzaban, en ese punto, hacia allí la había visto alejarse en el cielo. Todo concluía en el mismo lugar. ¿Qué deber llamaría a una mujer que escuchaba poco y veía menos? ¿Cómo la llamó?

      Todavía confuso por el hallazgo, sin tener respuesta alguna, vuelvo a caminar hacia la confitería cuando frente a mí las veo venir, corriendo una de ellas hacia mí. No sé qué decirle, la cara se me desencaja cuando miro a mi mujer. Me siento flojo. Las palabras no me salen. La presión me baja. Mi hija corre hacia mí gritando:

      —Bisa, dice mamá que mañana vamos a hacer trocafusis. –Y pasa a mi lado. Me doy vuelta y la veo abrazada a su cintura.

      —Despacio –le dice su madre con tono calmo. Lo dice sin ánimo de reto, como si fuese algo que pensó en voz alta nada más, preocupada por la fragilidad de su abuela. Parada junto al auto, mi esposa dice–: ¿Cuánto viento, no?

      Eso para que me apure a abrir el auto. Me ve parado, quieto, sorprendido, e insiste:

      —Dale, ¿abrís? –Sin decir una palabra, abro el auto, todos entran, se acomodan, se pelean por a quién le toca la ventanilla. La madre pone orden y las obliga a ponerse el cinturón de seguridad–. ¿Y si vamos primero al zoológico del Pan de Azúcar? –les propone. Ellas contentas.

      Ni una palabra sale de mi boca. Desconfiando de mi cordura, como un autómata prendo el motor.

      —¿Pasó algo? –me preguntó mi mujer mientras la veo buscar en el mapa de papel cómo llegar desde el cerro al zoológico.

      —No, nada, nada –contesté mientras arrancaba. No podía dejar de observarla por el espejo retrovisor. Ahí estaba como siempre, tranquila y apacible, como cualquier tarde en las que nos contaba cómo era jugar a la mamá con gallinas en su casa del golf en Villa Riso o su inmenso cariño por sus maestras. Ahí estaban esos hermosos ojos del color del mar, su mirada alegre y si estaba ahí, era por su permanente buena predisposición para sumarse a cualquier plan que le propusiéramos, disfrutando todo como si fuera por primera vez.

      No podía dejar de mirarla por el espejito, su piel blanca y arrugada, de tantos años de ser abuela. Ella, la misma que voló a cumplir con su deber, tomó sus anteojos y mientras se los colocaba, notando que yo la miraba, cariñosamente me dedicó un guiño de ojo cómplice envuelto en una enorme sonrisa.

      Dedicado a Delia, superabuela y ángel de la guarda de Silvia.

Descripción: C:\Users\Sofia\Desktop\Latinoamerica en gotas\CABALLO.jpg

      Almamula

      Según dice la leyenda, este ser era una mujer sin moral, que cometió incesto con su hermano y su padre, y hasta tuvo relaciones sexuales con el cura del pueblo; y nunca se arrepintió de ello, tampoco ninguno de los tres individuos. En castigo por esta conducta antes de su muerte, ella habría sido maldecida por Dios, quien la habría convertido en una mula de color plomiza que arrastra unas pesadas cadenas. Es muy peligrosa, ya que puede matar a patadas a quien encuentre en la noche.

      Se dice que vaga por las noches en lo espeso de los montes y recorre los alrededores de las poblaciones en días de tormenta. Da gritos de dolor que hielan la sangre de quien los escucha, debido a que va arrastrando un “freno” que le produce un gran dolor cuando ella pisa sus riendas. Según se dice su viaje termina en la puerta de la iglesia del pueblo más cercano, desde donde emprende nuevamente su carrera largando fuego por los ojos y la boca.

      Mitos y leyendas de Latinoamérica

      Escape al este

       (Ficción. La lealtad al viaje está en los lugares)

      Fortín de Santa Rosa

      Leyó su nombre en el informe. Intuyó que podrían venir por él. ¿Para qué quedarse esperando? Si tenía que ser, que lo buscaran, que lo encontraran. Echó una mirada al homebanking, pagó sus tarjetas de crédito. Escribió en Google, pagomiscuentas.com y dejó impagos los servicios que quiso, le causaba placer castigar uno por mes. Se sentía rehén de la conexión de internet carísima, peleada mes a mes y mucha más bronca le tenía por lo indispensable que se le había transformado, la necesitaba desde la mañana para leer el diario, hasta que se quedaba dormido mirando alguna serie por las noches. Y para esto que ahora estaba haciendo, sacando un pasaje en ferry desde Buenos Aires para las 13 horas y reservando un auto en el puerto de arribo. Uno sencillo, su estrategia era siempre la misma. Reservar el modelo básico, que si no lo tenían ya le ofrecerían uno mucho mejor sin pagar de más. A veces no resultaba bien y podía no haber otro auto en destino que el reservado. Frustración alemana, sería lo que deba ser.

      La mochila le hacía doler la espalda y era como llevar la bandera de viajero flameando, en esta oportunidad no quería nada que lo identifique. Manoteó un bolso negro de dos manijas y correa larga, lo abrió y estirando el acolchado, lo apoyó sobre una punta de la cama.

      En el cuarto entraba el sol de la mañana a través de la ventana de madera de vidrio repartido, el frío se quedaba del otro lado, empañando la vista hacia una ciudad que recién empezaba a levantarse. Los colectivos se iban haciendo más presentes en los ruidos de la avenida frente a su edificio. El sol empezaba a tocar la cama y sobre ella ordenados en filas: dos jeans, dos remeras, una camisa y el cinturón hecho un rollito sobre los pantalones, un buzo, ese que le combinaba con todo más por ser el único que por tener el color adecuado, y dos pares de medias. Volvió de la cocina con una bolsa de supermercado en la que estaba poniendo un par de zapatillas deportivas, las miró con resignación y agradecimiento.

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