Argentina 14/25: solo en unión se puede construir. Christian Diego Oets

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tiempos violentos, quizás generados por ellos, pero las leyes iban saliendo y, salvo muy pocos, nadie se oponía. La oposición era tan nefasta como el gobierno y nosotros, los ciudadanos comunes, no queríamos saber nada con involucrarnos en la política. La verdad es que la entregamos. No nosotros, sino nuestros padres, muchos años atrás. Le entregaron el ejercicio de la actividad política a gente que no pensaba en el bien común, sino en sus propios intereses. La política, para la gente común, era un nido de corruptos, vinculados con barras bravas y el narcotráfico, de la cual había que mantenerse lejos. Bastaba con cumplir (mínimamente) con nuestras obligaciones, quejarnos cuando nos juntábamos con amigos y apoyar alguna campaña de las que en aquel momento, cuando las redes eran libres, alguna ONG publicaba.

      Carlos sabía que en ese no involucrarse estaba la causa de lo que hoy vivían. Sabía que, en su generación, recaía la culpa de la desazón de su hijo y sintió vergüenza. ¡Cuántas veces había discutido con Juan, su amigo, la indiferencia de la sociedad argentina y siempre terminaba con su frase favorita, “... las sociedades tienen el gobierno que se merecen”, ¡pero qué poco había hecho al respecto!

      —Yo tenía cuarenta y seis años en aquel entonces —seguía relatándole Carlos a su hijo Mariano— y no había vivido nunca un gobierno que realmente pensara en el país. Todos eran cortoplacistas. Implementaban políticas pensando en sacar la mejor tajada durante su mandato, pero ¿armar un proyecto de país?... ¡Nunca! Viví, de chico, la guerrilla y la dictadura, la vuelta a la democracia, hiperinflaciones, convertibilidad, derrocamientos de gobiernos. Sí, ¡hasta tuvimos tres presidentes en un día! Viví la apertura de los mercados y su cierre. Los apagones de luz, la exportación de petróleo y su importación. El último gobierno parecía uno más y la verdad es que no nos dimos cuenta.

      No era una excusa válida, pero de alguna manera era verdad. Tantos años sin conocer algo decente no les permitía saber si todo aquello era más de lo mismo o algo peor. Carlos recordaba el orgullo de su madre cuando le hablaba de su abuelo. ¡Doctor en medicina y diputado por Córdoba! Un señor médico que, por amor a su sociedad, se dedicó a la política mientras ejercía gratis la medicina a los necesitados. ¡Cuánta entrega! ¡Cuánta vocación de servicio! Carlos conocía la excelencia que esgrimía el país en la educación y la salud pública. La calidad de sus profesionales y de sus obreros. Sabía que su abuelo, firmante de la reforma universitaria, había contribuido con la construcción de aquella excelencia. Vio cómo, de a poco, los países limítrofes crecían, mientras el suyo se estancaba. Vio, ejerciendo su profesión de arquitecto, cómo la mano de obra mutaba, del orgullo de ejecutar su tarea bien a dejar de hacer todo tipo de trabajo para conservar su “plan trabajar”. Vio cómo los hijos de los obreros con los que trabajaba su padre dejaban la actividad para ganar plata fácil con la droga. Los vio morir por sobredosis y a sus padres llorando desconsolados en brazos de su viejo.

      —Cuando, de golpe, la situación social se tranquilizó y comenzaron a ingresar fondos al país, no preguntamos de dónde venían. Solo pensamos que era un nuevo ciclo de los tantos que habíamos vivido... Recién cuando suspendieron la elecciones de 2015, todo estalló. Salimos a la calle indignados, pero ya era tarde. En esos dos años, hasta que se instaurara el régimen, las redes sociales fueron bloqueadas, las barras bravas, compradas con la droga, reprimían violentamente las manifestaciones de ciudadanos que, con hijos en brazos, reclamaban con sus cacerolas. La policía y el ejército salieron a la calle para impedir las manifestaciones. Tu madre y otros miles murieron en esos años por las balas o aplastados por sus carros. No había ley, solo violencia...

      Mariano ya conocía lo que seguía. Los años de persecución y de esconderse para hablar. Del ajuste y las mudanzas. Las charlas de su padre hablando de no rendirse, de seguir estudiando sin importar qué cosa fuera. De extrañar a su madre y a su hermano, uno de los miles de “niños robados”, la dolorosa pérdida de sus amigos... Ya no quiso escuchar más.

      —Vamos, viejo, caminemos a casa...

      Carlos trabajaba cuando llegó Carmen, su hija mayor. Carmen ya estaba acostumbrada a verlo así. Hacía rato que no preguntaba qué es lo que hacía ni adónde iba cuando desaparecía por la noche. Sabía que luchaba contra sus fantasmas y sospechaba que contra algo más, pero no imaginaba lo que realmente hacía. Sola, subió a su cuarto a rumiar sus propias broncas. ¡¡Cuánto extrañaba a su madre!!

       3.

       Diciembre de 2015. Hotel en Calafate

      —Solo nos falta la Iglesia... ¿Qué hacemos con ella?

      —¡Quémenlas todas! ¡¡Qué no quede ninguna de pie!! —dijo el ministro, mientras, suavemente, acomodaba sus marcadas patillas.

      El jefe del ejército miró sorprendido a su interlocutor. Había obedecido órdenes difíciles en los últimos tiempos, pero esta ¡era inverosímil! Lo miró a los ojos como desafiándolo, sin éxito claro. Ya no tenía autoridad moral para cuestionar nada, ni había moral alguna en quien ordenaba. En silencio, entró ella y, con ella, se completó el círculo íntimo que fue convocado al flamante hotel.

      El silencio reinó en la sala. Sus paredes de piedra remataban contra un enorme ventanal desde el cual se veía el verde del parque seguido de un azul profundo del lago que se fundía, a la distancia, con las montañas y el cielo. Miró a su joven ministro, pero no dijo nada. Se sentó en su lugar y, con una simple mirada, instruyó al jefe de Gabinete para que iniciara la reunión. Los hechos se habían precipitado. Era la víspera de Año Nuevo, solo el círculo duro había sido convocado.

      —La sublevación ha sido aplastada —dijo de entrada como para disminuir la tensión de su jefa. Luego mediante un minucioso relato de unos setenta minutos detalló el desarrollo de las batallas en las ciudades, la intervención del ejército, las víctimas que se contaban de a miles, los arrestos y la tensa calma que reinaba.

      —¿Es todo? —preguntó con cierta indiferencia.

      —No —respondió el ministro. Miró a sus colegas, como para tomar coraje, y continuó—. Hemos preparado un estado de situación que creo necesario que revisemos con usted.

      Se trataba de un PowerPoint sintético que mostraba mediante cuadros y gráficos los principales indicadores de la economía, más algunos datos socioeconómicos del país. El dólar seguía bajando y, con la divisa, los ingresos por exportaciones. La mano de obra, medida en dólares, aumentaba. La inflación estaba descontrolada. Se trataba de una combinación explosiva que pegaba directamente en la industria, que hacía tiempo que había dejado de ser competitiva, y en las economías regionales. La recaudación impositiva estaba en su nivel más bajo, producto del parate de la industria y una rebelión fiscal creciente. Cientos de industrias cerraron sus puertas y casi no quedaban empresas extranjeras. Claramente las cuentas ya no cerraban para los inversores. La infraestructura estaba agotada. La fuga de cerebros era alarmante. Casi un 10% de la PEA (población económicamente activa) se había ido del país en el último año. La educación estaba en su piso más bajo, por tercer año consecutivo, habíamos sacado el último puesto en las pruebas PISA. La mortalidad infantil en su nivel más alto en cincuenta años. La tasa de homicidios del país duplicaba la de Rosario de 2013. Mientras miraba los guarismos, ella pensaba en su década ganada... ¿Cómo se le había escapado así? Las imágenes pasaban y pasaban, pero ella ya no escuchaba.

      —Si seguimos así, en cinco años, no habrá más mano de obra capacitada, ni directivos, ni empresa, ni infraestructura que atender, ni granos que vender, ni nada de nada. ¡No habrá país!

      —¡¡Suficiente!! —interrumpió golpeando con su mano la mesa—. Tomen nota.

      Lentamente

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