Argentina 14/25: solo en unión se puede construir. Christian Diego Oets

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por naturaleza humana, sería difícil de cumplir. No podía ser por la fuerza, ya que podría significar el inicio de una revuelta dentro del arma. Tampoco serviría la obediencia debida que claramente quedó castigada en épocas de la república. Se les debía explicar la lógica de la orden, el objetivo que se perseguía con ella, el trato que se les daría a los chicos. También se les debía explicar la gravedad de la situación, el analfabetismo reinante. Que la deserción escolar estaba en sus valores históricos más altos, que la falta de profesionales y técnicos sería crónica en unos años y que, sin ellos, no había futuro posible.

      —¡Señor! ¡Permiso para hablar! —dijo, de pie, el teniente Zabante.

      —¡Hable, teniente! —contestó a desgano su superior.

      —Lo que nos está ordenando, señor, es un delito de lesa humanidad... Separar a unos chicos de su familia y mantenerlos en cautiverio... ¡No hay motivo o situación que lo pueda justificar!

      —Dígame, teniente, ¿cuál es su función más sagrada como soldado?

      —Defender a la patria contra agresiones extranjeras —respondió con seguridad el teniente.

      —Su definición, teniente, es por demás abundante. Su función, la de todos nosotros —dijo mirando al auditorio— es defender la patria, ¡de lo que sea! —remató, golpeando la mesa con su puño.

      El teniente Zabante era la séptima generación de militares de su familia. Sus antecesores, en la fuerza, se remontaban a la guerra de la Triple Alianza. Mitre mismo era padrino de, ya no recordaba, cuál tatarabuelo. El honor y la vocación de servicio en su familia eran destacables y no encontraba forma de incluir dentro de sus valores la orden que se le impartía.

      —Señor, no importa cómo se lo disfrace, ¡se trata de secuestrar chicos!

      El teniente general estaba perdiendo la paciencia, pero sabía que no debía alterarse. Al menos por ahora... Conocía al teniente y sabía por dónde atacarlo.

      —Sabe, teniente, yo tendría su edad en épocas del “operativo independencia”. Serví a las órdenes de su abuelo en lo profundo del Tucumán. Eran tiempos confusos y él nos hablaba con la misma franqueza con que hoy les hablo a ustedes. —Hizo una pausa y continuó—. En épocas de la presidenta Martínez de Perón, los ataques terroristas se incrementaron. Los secuestros, asesinatos y atentados, tanto contra civiles como contra militares, eran a diario y cada vez eran más violentos. “Un muerto cada cinco horas, una bomba, cada tres”, titulaban los diarios de la época. Como respuesta, el PEN dictó el Decreto 261/75 que, con el nombre de “Operativo Independencia”, obligaba a las Fuerzas Armadas a intervenir y “aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actuaban en la provincia de Tucumán...”. Muchos contra quienes peleábamos eran hermanos, primos, amigos o amigos de amigos nuestros. Éramos hermanos peleando entre nosotros y eso puede ser muy confuso. Su abuelo nos marcaba la línea por seguir. “Respondemos a nuestra presidenta que fue elegida por el pueblo, estamos peleando por nuestro pueblo”, nos decía. “¡Hoy estamos haciendo lo mismo!”.

      —Señor, ¡era el Ejército Argentino luchando contra el ERP y los Montoneros que intentaron armar un “foco revolucionario” en el monte tucumano! Ellos, contra lo que luego se dijo, eran soldados entrenados en Cuba, con organización y tácticas militares. ¡No se puede comparar contra el secuestro de chicos inocentes en edad escolar, aunque le pongan el rimbombante nombre de “educación para todos”!

      —Su abuelo también participó en el proceso de reorganización nacional... Agregó sin terminar la frase que, por sí sola, ya insinuaba muchas cosas.

      —¡Mi abuelo entregó la vida por la patria en Malvinas! Y su amor por ella no puede ser cuestionado. Sin embargo, papá siempre me contaba que en épocas de la Revolución Libertadora tuvo que parar una manifestación de unos dos mil obreros de los ingenios de Tucumán y cómo, en el punto crítico, cuando habían cruzado el puente y se trataba de matar o morir, desobedeciendo sus órdenes se acercó, bandera blanca en mano, a negociar y hacer que se retiraran1. −Hijo −le decía mi abuelo a mi padre−, somos soldados, pero antes, somos hijos de Dios. ¡Nunca olvides eso! Cuando la orden atenta contra tus valores humanos, nunca reniegues de ellos.

      El auditorio entero, miraba anonadado la discusión. Unos admiraban la valentía del teniente. Otros no entendían cómo su comandante en jefe toleraba semejante acto de sublevación. Demarco, que estaba perdiendo su paciencia, continuó con su argumento.

      —Los chicos serán educados con los más altos estándares. No serán prisioneros, serán... serán, pupilos en centros de educación del Estado.

      —Señor...—redobló el teniente Zabante—. ¿Podrán ver a sus padres? ¿Pueden elegir participar o no del programa? ¿O serán rehenes del Estado?

      —Teniente, su actitud raya con la sublevación... —advirtió el jefe del Ejército—. Dígame, teniente, ¿usted cree que a lo largo de nuestra historia nuestras aventuras cívicas fueron gratuitas? Sabe muy bien que el siglo XX fue una sucesión de golpes de Estado. Pausadamente comenzó a enumerar... En 1930, José Félix Uriburu contra Yrigoyen. En 1943, Rawson contra Ramón Castillo y Edelmiro J. Farrell contra Pedro P. Ramírez. En 1955, Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora contra Perón; Lonardi fue destituido por Eugenio Aramburu, quien anuló la Constitución de 1949 y reestableció la de 1853. En 1962, José María Guido, civil, en una astuta maniobra reemplaza al derrocado Frondizi, pero gobierna bajo el dictamen de los militares. En 1966, Juan Carlos Onganía derrocó a Illia. Finalmente, en 1976, Videla y su “Proceso de Reorganización Nacional” derrocan a María Estela Martínez de Perón. En los cincuenta y tres años que transcurrieron desde el primer golpe hasta el fracaso del Proceso en 1983, hemos gobernado unos veinticinco años. Hemos impuesto a catorce jefes militares el título de «presidente». En todos esos años, todas las experiencias de gobierno elegidas democráticamente, fueran radicales, peronistas o desarrollistas, fueron interrumpidas mediante golpes de Estado. Dígame, teniente, ¿usted cree que salimos indemnes de ellas? —¡No! —se autocontestó—. En ellas hubo de todo, buenas y malas intenciones. Patriotas y oportunistas. Visionarios y borrachos. Pero esto... ¡Esto es distinto, esto es fundacional!

      —Teniente general —interrumpió el teniente Zabante parado y haciendo la venia—. ¡Si el régimen va a fundar sus mil años de esplendor en el secuestro de niños, prefiero no formar parte de él!

      La sala en su conjunto emitió un murmullo de asombro. Demarco, sin embargo, no se inmutó. Lentamente, descolgó el sable que portaba, lo desenvainó y lo extendió frente al oficial que lo desafiaba.

      —¿Reconoce el sable, teniente?

      —Señor, sí, ¡señor! Es el sable del general San Martín...

      —Es el sable que el general le obsequió a Juan Manuel de Rosas por sus servicios a la patria. Por su lucha en defender nuestra soberanía y que la señora presidenta me legó a mí. Juré defender la soberanía contra los de afuera y los de adentro...

      Blandió el sable con la sutileza de un experto. Solo se escuchó un silbido y la cabeza del teniente se separó de su cuerpo ya sin vida. La sala entera se paró, pero el ruido de la carga de las armas la congeló. La guardia rápidamente rodeó a su jefe. El teniente general César Luis Demarco, jefe del Ejército, miró a sus oficiales, lentamente les explicó que la sublevación en estado de sitio se castiga con la muerte y que no iba a tolerar sublevaciones en su fuerza. Limpió el sable en la ropa del difunto, envainó la espada y se retiró.

       6.

      Año

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