Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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Era una lista vergonzosamente larga, recopilada una solitaria noche de octubre, al darse cuenta de que, si estaba sentada sola en su apartamento, hablando con sus animales adoptados, era porque llevaba una vida segura y no se permitía salir de su zona de confort. A ese paso, moriría sola, rodeada por cientos de perros y gatos.
«Aquí yace Harriet, quien conoció bien a animales peludos, pero muy poco a la especie humana».
Una vida de pecado sería más emocionante, pero había elegido al nacer el libro de reglas equivocado. De niña había aprendido a esconderse. A hacerse pequeñita, cuando no invisible. Desde entonces había seguido el camino más seguro, y lo había hecho con zapatos cómodos. Muchas personas, incluidos su hermano y su hermana gemela, dirían que tenía un buen motivo para hacer eso. Pero los motivos eran cosa del pasado, ella llevaba una vida recogida y era incómodamente consciente de que lo hacía por propia elección.
Había una palabra fea que dominaba su mundo.
No era una palabrota. Ella no era el tipo de persona que decía palabrotas. La palabra fea era Miedo.
Miedo al ridículo, miedo a fracasar, miedo a lo que los demás pensaran de ella, y todos esos miedos habían partido del miedo a su padre.
Estaba cansada de esa palabra.
No quería vivir su vida sola, y por eso había decidido que esa Navidad se haría un regalo distinto.
Valor.
No quería mirar atrás cincuenta años después y pensar en lo que habría podido hacer si hubiera sido más valiente. No quería tener que lamentar nada. Durante el día feliz de Acción de Gracias que había pasado con su hermano Daniel y Molly, la prometida de este, había decidido acometer su lista de miedos con un reto cada día.
Los Retos de Harriet.
Estaba inmersa en una misión para buscar la seguridad en sí misma que le faltaba y, si no podía encontrarla, la fingiría.
Durante el mes entre Acción de Gracias y Navidad, haría cada día una cosa que le daba miedo o que le resultaba incómoda. Tenía que ser algo que le hiciera pensar: «no quiero hacer eso».
Durante un mes, se esforzaría por hacer lo contrario de lo que hacía normalmente.
Un mes recorriendo un infierno autoprovocado.
Y saldría de allí convertida en una versión de sí misma nueva y mejorada. Más fuerte. Más valiente. Más segura. Más… todo.
Y por eso se encontraba en aquel momento colgada en la ventana de un baño, ayudada por Natalie, su nueva amiga. Por suerte para ella, el restaurante no estaba en la terraza del ático.
—Quítate los zapatos —le aconsejó Natalie—. Te los tiraré después.
—Me caerán encima y se clavarán en mi cuerpo o me dejarán inconsciente. Creo que es mejor que me los deje puestos —contestó Harriet. Había días en los que cuestionaba las ventajas de ser sensata, pero en ese momento no sabía si esa cualidad era algo que le impedía divertirse o si la mantenía con vida.
—Llámame Nat. Si te estoy ayudando a escapar, dejemos los formalismos. Y no puedes dejarte los zapatos puestos. Te harás daño al aterrizar. Y dame tu bolso.
Harriet se aferró a él. Aquello era Nueva York. Había tantas probabilidades de que le diera su bolso a una desconocida como de que caminara desnuda por Central Park. Iba en contra de todos sus instintos. Era el tipo de persona que miraba dos veces antes de cruzar la calle, que comprobaba la cerradura de la puerta antes de irse a dormir. Ella no corría riesgos.
Y precisamente por eso debía hacerlo.
Se impuso a la parte de ella que quería apretar el bolso contra el pecho y no soltarlo jamás y se lo arrojó a Nat.
—Tómalo. Y tíramelo cuando esté abajo —dijo.
Pasó una pierna por la ventana, sin hacer caso de la voz ansiosa que sonaba fuerte en su cabeza. «¿Y si no lo hace? ¿Y si se larga con él? ¿Y si utiliza mis tarjetas de crédito y usurpa mi identidad?».
Decidió que, si Nat quería usurpar su identidad, era más que bienvenida. Ella estaba preparadísima para ser otra persona. Sobre todo después de la velada que acababa de pasar.
Ser ella misma no le funcionaba muy bien.
Por la ventana abierta oía el ruido del tráfico, la cacofonía de los cláxones, el chirrido de los frenos, el rumor de fondo que era Nueva York. Harriet había vivido allí toda su vida. Conocía prácticamente todas las calles y todos los edificios. Manhattan le resultaba tan familiar como la sala de estar de su casa, aunque considerablemente más grande.
Nat le quitó los zapatos.
—Intenta no romperte el abrigo. Es fantástico, por cierto. Me encanta el color.
—Es nuevo. Lo compré especialmente para esta cita porque tenía grandes esperanzas. Lo que demuestra que una naturaleza optimista puede ser un inconveniente.
—Yo creo que es fantástico ser optimista. Los optimistas son como luces de Navidad, lo iluminan todo a su alrededor. ¿De verdad tienes una hermana gemela? ¡Cómo mola!
El reto de ese día era «No ser tímida con desconocidos». Harriet se mostraba abierta cuando llegaba a conocer a alguien, pero a menudo no conseguía pasar de las primeras fases, en las que era muy reservada. Y estaba decidida a cambiar eso.
Teniendo en cuenta que Natalie y ella se habían conocido hacía solo media hora, cuando la primera le había servido una ensalada de gambas de aspecto delicioso, podía considerar que había hecho al menos algunos progresos. No se había cerrado en banda ni contestado con monosílabos, como hacía a menudo con la gente a la que no conocía. Y lo más importante de todo, no había tartamudeado, lo cual tomaba como muestra de que por fin había aprendido a controlar los problemas de fluidez en el lenguaje que la habían atormentado hasta los veinte años. Hacía mucho tiempo que no se paraba en mitad de una frase y ni siquiera las situaciones estresantes parecían desatar el tartamudeo, así que no tenía excusa para mostrarse cautelosa con los extraños.
En conjunto, aquello era un buen resultado. Y en gran parte se debía al apoyo de su hermana.
—Es guay tener una hermana gemela, sí. Mola mucho.
Nat suspiró con añoranza.
—Es tu mejor amiga, ¿verdad? ¿Lo compartís todo? Confidencias, zapatos…
—Muchas cosas —repuso Harriet.
La verdad era que, hasta entonces, había sido ella la que más compartía. A Fliss le costaba mucho contar lo que sentía, incluso con ella, pero últimamente había hecho bastantes esfuerzos por cambiar.
Y Harriet intentaba cambiar también. Le había dicho a su hermana que no necesitaba que la protegiera y ya solo tenía que demostrárselo a sí misma.
Tener una hermana gemela proporcionaba muchas ventajas, pero una de las desventajas era que te hacía perezosa. O quizá «autocomplaciente» fuera un término más apropiado. Harriet nunca había tenido que preocuparse mucho por navegar por las aguas