Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan страница 3
En lo relativo a hermanas, a ella le había tocado la lotería.
Nat se colocó el bolso de Harriet debajo del brazo.
—¿Compartís apartamento? —preguntó.
—Lo hemos hecho. Ahora ya no —Harriet se preguntó cómo había personas que podían hablar y hablar sin cesar. ¿Cuánto tardaría el hombre del restaurante en ir a buscarla?—. Ahora vive en los Hamptons —no estaba a un millón de kilómetros de allí, pero como si lo estuviera—. Se ha enamorado.
—Genial por ella, supongo, pero imagino que tú la echarás mucho de menos.
Muchísimo.
El impacto en Harriet había sido enorme, y tenía todavía sentimientos encontrados. Le encantaba ver feliz a su hermana, pero ella vivía sola por primera vez en su vida. Se despertaba sola y todo lo hacía sola.
Al principio le había resultado raro y un poco amedrentador, como la primera vez que montas en bicicleta sin las ruedas de atrás. También la había hecho sentirse vulnerable, como salir a dar un paseo en medio de una ventisca y darse cuenta de que se ha dejado uno el abrigo en casa.
Pero esa era la realidad de su vida en aquel momento.
Despertaba por las mañanas en silencio en lugar de oyendo cantar a Fliss desafinando. Echaba de menos la energía de su hermana, su gran lealtad, su fiabilidad. Hasta echaba de menos tropezar con sus zapatos, que casi siempre dejaba esparcidos por el suelo.
Y lo que más echaba de menos era la camaradería cómoda de estar con alguien que la conocía. Alguien en quien confiaba implícitamente.
Se le formó un nudo en la garganta.
—Tengo que irme antes de que venga a buscarme. No puedo creer que esté saliendo por una ventana para huir de un hombre al que solo hace media hora que conozco. Yo no suelo hacer estas cosas.
Tampoco solía buscar citas en Internet, razón por la cual se había obligado a probar.
Aquella era su tercera cita, y las otras dos habían sido casi igual de malas.
El primero le había recordado a su padre. Hablaba alto, tenía opiniones muy marcadas y estaba enamorado del sonido de su voz. Harriet, abrumada, había guardado silencio, pero eso no había importado porque estaba claro que a él no le interesaban sus opiniones. El segundo hombre la había llevado a un restaurante caro y había desaparecido después del postre, dejándola con una cuenta lo bastante elevada para conseguir que ella lo recordara siempre. Y en cuanto al tercero… Bueno, estaba sentado en la mesa al lado de la ventana, esperando que ella volviera del baño para que pudieran enamorarse y vivir felices para siempre. Y en su caso, ese «siempre» probablemente no duraría mucho porque, a pesar de su afirmación de que estaba en la plenitud de la vida, era evidente que había dejado ya atrás la edad de la jubilación.
Si Harriet no hubiera tenido la impresión de que él la seguiría, habría dado por finalizada la cita y salido por la puerta principal. Pero había algo en él que la ponía nerviosa. Y, en cualquier caso, salir por la ventana de un baño de mujeres era claramente algo que ella nunca debería hacer.
Para Los Retos de Harriet había sido una velada muy exitosa.
En términos de amor, no tanto.
En aquel momento, morir rodeada de perros y gatos le parecía la mejor opción.
—Vete —Nat abrió más la ventana y se le iluminó la cara—. ¡Está nevando! Vamos a tener unas navidades blancas.
¿Nevando?
Harriet miró el lento remolino de copos de nieve.
—Falta un mes para Navidad.
—Pero intuyo que van a ser unas navidades blancas. No hay nada más mágico que Nueva York nevada. Me encanta la Navidad. ¿A ti no?
Harriet abrió la boca y volvió a cerrarla. Normalmente habría dicho que sí. Adoraba las navidades en familia, aunque la suya se limitara a los tres hermanos. Pero ese año había decidido que pasaría la Navidad sin ellos. Y ese iba a ser el mayor reto de todos. Tenía casi un mes para ir practicando para el desafío mayor.
—Tengo que irme ya.
—Sí. No quiero que encuentren tu cuerpo congelado en la acera. Y no caigas en el contenedor de basura.
—Eso sería mejor que todo lo demás que ha pasado esta velada —Harriet miró hacia abajo. No estaba lejos y, además, ¿acaso se podía caer más? Tenía la impresión de que ya había tocado fondo—. Quizá debería volver y explicarle que no es lo que yo esperaba. Así podría salir por la puerta principal y no arriesgarme a torcerme un tobillo o a que se me peguen envoltorios de comida en el abrigo nuevo.
—No —Nat negó con la cabeza—. Ni se te ocurra. Ese hombre da repelús. Ya te he dicho que eres la tercera mujer a la que trae aquí esta semana. Y no me gusta cómo te mira. Como si fueras a ser su postre.
Harriet había pensado lo mismo.
Su instinto le había gritado eso, pero la Harriet empeñada en los retos estaba aprendiendo a no hacer caso de su instinto.
—Parece una grosería —dijo.
—Esto es Nueva York. Tienes que ser lista. Yo lo distraeré hasta que estés a una distancia segura —Nat miró hacia la puerta, como si temiera que el hombre entrara en cualquier momento—. No me puedo creer que te haya llamado rellenita. ¿Te puedo preguntar por qué decidiste salir con él? ¿Qué fue lo que te atrajo? Eres la tercera mujer guapísima que ha traído esta semana. ¿Tiene alguna cualidad especial? ¿Qué te hizo elegirlo a él?
—No lo elegí a él. Elegí al hombre del perfil que puso en la web de citas. Sospecho que puede tener problemas con la realidad —Harriet recordó el momento en el que se había sentado enfrente de ella. Era tan obvio que no se trataba de la persona del perfil, que ella había sonreído amablemente y le había dicho que esperaba a alguien.
En lugar de disculparse y marcharse, él se había sentado.
—Tú debes de ser Harriet, ¿no? Amante de los perros y de los gatos. Me encanta una mujer cariñosa que sabe desenvolverse en la cocina. Nos va a ir muy bien juntos.
En aquel momento, Harriet había sabido con seguridad que no estaba hecha para las citas por Internet.
¿Por qué había usado su nombre auténtico? Fliss habría inventado algo. Probablemente algo escandaloso.
Nat parecía fascinada.
—¿Qué decía su perfil? —preguntó.
—Que tiene treinta años —Harriet pensó en el pelo canoso y la frente arrugada. En los dientes amarillentos y el pelo gris de la mandíbula. Pero lo peor de todo había sido que la había mirado con lascivia.
—¿Treinta? Seguro que duplica esa edad. O puede que sea como los perros, que cada año equivale a siete nuestros. En ese caso, tendría… —Nat arrugó la nariz—. Doscientos diez años humanos. Es muy viejo.