Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan

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Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan Top Novel

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sí cambiará mi vida. Ya me enfrento a una demanda. ¿Podemos darnos prisa, Tony?

      —¿Sabes que Papá Noel viene todos los años a la planta de pediatría?

      —No lo sabía, pero ya lo sé. Eso es genial. Seguro que a los niños les encanta —repuso Ethan. Aquel era un mundo muy distinto al que habitaba él.

      —Pues sí. Papá Noel es… —Tony miró a su alrededor y bajó la voz—. Es Rob Baxter, uno de los pediatras.

      —No me digas. Yo creía que era real —Ethan firmó una petición que un residente le colocó delante—. Te acabas de cargar la última ilusión que me quedaba. Me has roto el corazón. Tengo que irme a casa a tumbarme.

      —Olvídalo —Susan volvía a pasar, esa vez en dirección contraria—. Aquí no se tumba nadie. A menos que estés muerto. Cuando te mueres, te tumbas, y solo después de que hayamos intentado resucitarte.

      Tony se quedó mirándola.

      —¿Siempre es así? —preguntó.

      —Sí. La comedia es parte del servicio. La risa cura todas las enfermedades, ¿no lo has oído? ¿Qué querías, Tony? ¿No has dicho que era una urgencia?

      —Lo es. Rob Baxter se ha rasgado el tendón de Aquiles corriendo en Central Park. No podrá andar hasta después de Navidad. Eso en sí ya es una crisis para el Departamento de Pediatría, pero es más crisis todavía porque él es Papá Noel y no tenemos un sustituto.

      —¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Quieres que le examine el tendón? Díselo a Viola. Es una cirujana fantástica.

      —No necesito un cirujano, necesito un Papá Noel.

      Ethan lo miró sin entender.

      —No conozco a ninguno —dijo.

      —Los Papás Noeles se hacen, no nacen —Tony bajó la voz—. Queremos que seas tú el Papá Noel de este año. ¿Lo harás?

      —¿Yo? —Ethan se preguntó si habría oído mal—. Yo no soy pediatra.

      Tony se acercó más a él.

      —Quizá no lo sepas, pero Papá Noel no tiene que operar ni tomar decisiones clínicas. Solo sonríe y reparte regalos.

      —Parece un día normal de trabajo —repuso Ethan—. Solo que aquí quieren que repartas resonancias magnéticas y recetas de analgésicos. Lo que más se lleva este año es el Vicodin envuelto en papel de regalo.

      —Eres cínico e insensible.

      —Soy realista, y por eso precisamente no estoy cualificado para tratar con niños ilusionados que todavía creen en Papá Noel.

      —Y exactamente por eso deberías hacerlo. Te recordará los motivos por los que te metiste en medicina. Tu corazón se derretirá, doctor Scrooge.

      —No tiene corazón —murmuró Susan, que escuchaba sin molestarse en disimular.

      Ethan la miró exasperado.

      —¿No tienes pacientes que ver? ¿Vidas que salvar?

      —Solo estoy esperando a oír tu respuesta, jefe. Si vas a pasar de Scrooge a Papá Noel, tengo que saberlo. Quiero estar presente para verlo. De hecho, trabajaré en Navidad solo por verlo.

      —Tú ya vas a trabajar en Navidad. Y no estoy cualificado para ser Papá Noel. ¿Qué te ha hecho pensar que yo aceptaría esto?

      Tony lo miró pensativo.

      —Puedes hacer feliz a un niño. No hay nada mejor que eso. Piénsalo. Te llamaré la semana que viene. Es un trabajo fácil y gratificante —dijo. Salió del departamento, dejando a Ethan perplejo.

      —Doctor Scrooge —dijo Susan—. Eso es muy bonito.

      —No tiene nada de bonito —contestó Ethan. Tony no podía hablar en serio. ¿O sí? Él era la última persona en el mundo que debería hacer de Papá Noel con niños llenos de ilusión.

      Vio a uno de los residentes esperando.

      —¿Más problemas? —preguntó.

      —Una mujer con un tobillo lesionado. Muy inflamado y amoratado. No sé si hacerle una radiografía o no. El doctor Marshall está ocupado. Si no le preguntaría a él.

      —¿Crees que busca Vicodin?

      —Creo que es sincera.

      Como Ethan sabía que el joven residente no tenía experiencia para distinguir si alguien era sincero, lo siguió hasta la paciente. El Vicodin era un analgésico muy eficaz. También se utilizaba para drogarse y a él ya no le sorprendía hasta dónde estaba dispuesta a llegar la gente por conseguir una receta. No quería que nadie recetara analgésicos fuertes a personas que solo buscaban colocarse.

      Lo primero que pensó al ver a la joven fue que parecía fuera de lugar entre las personas que decoraban la sala de espera de Urgencias un sábado por la noche. Tenía el pelo largo, del color de la mantequilla. Sus rasgos eran delicados y sus labios, rosas y brillantes. Llevaba un zapato con un tacón tan alto que podía ser utilizado como arma. El otro lo tenía en la mano.

      Su tobillo ya se estaba volviendo azul.

      ¿Cómo esperaban las mujeres llevar tacones así y no hacerse daño? Aquel zapato anunciaba un accidente. Y aunque ella parecía bastante normal, él sabía que no podía dejarse llevar por las apariencias. Unos años atrás se había presentado una estudiante con dolor de muelas y al final había resultado que solo buscaba analgésicos. Días después había sufrido una sobredosis y había vuelto a ir a Urgencias.

      Ethan había estado presente en la segunda visita, no en la primera, y aquello había sido una lección que nunca olvidaría.

      —¿Señorita Knight? Soy el doctor Black. ¿Puede decirme qué le ha ocurrido?

      «Ha debido de ser una gran fiesta», pensó mientras examinaba el tobillo.

      —Me lo he torcido. Siento molestar cuando están tan ocupados —comentó ella. Parecía avergonzada, lo cual suponía un cambio con los pacientes que se tomaban sus cuidados como si fueran un derecho otorgado por Dios.

      Ethan se preguntó por qué estaría sola allí un sábado por la noche. Iba arreglada, así que probablemente no había pasado la velada sola.

      Calculó que tendría veintitantos años. Treinta, quizá, aunque tenía una de esas caras a las que resulta difícil calcularle la edad. Con maquillaje, podía parecer algo mayor. Sin él, podía pasar por una estudiante universitaria. Tenía los ojos azules y la mirada cálida y amistosa, lo cual suponía un cambio refrescante.

      En general, no podía decirse que Ethan viera muchas miradas cálidas y amistosas en su jornada laboral.

      —¿Cómo se lo ha torcido? —preguntó. Entender el mecanismo de una herida era uno de los modos que más ayudaban a imaginar la lesión—. ¿Bailando?

      —No. Bailando no. No llevaba puestos los zapatos

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