Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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—Saltando por una ventana. No estaba lejos del suelo, pero he caído mal y me he torcido el tobillo.
¿Había saltado por una ventana?
—¿Le gusta correr riesgos? —preguntó él.
Ella sonrió nerviosa.
—Mi idea del riesgo es leer mi ebook en la bañera, así que no. Creo que no me describiría como una mujer arriesgada.
Ethan volvía a estar en alerta. En vez de pensar en una posible adicta o una yonqui de la adrenalina, estaba pensando en una posible víctima de malos tratos.
—¿Y por qué ha saltado? —preguntó. Suavizó el tono, intentando dar la impresión de que podía confiar en él.
—Necesitaba escapar de alguien —contestó ella. Debió de notar un cambio en la expresión de él porque negó rápidamente con la cabeza—. Ya sé lo que está pensando, pero yo no estaba siendo amenazada. Ha sido solo un accidente.
—La gente no salta por la ventana accidentalmente —contestó él.
A menos que estuviera embriagada, pero no olía a alcohol y parecía muy serena. Más que la mayoría de la gente que la rodeaba. Urgencias no era un lugar agradable un sábado por la noche.
—¿Por qué no se ha ido por la puerta?
Ella bajó la vista.
—Es una larga historia.
Historia que, obviamente, no tenía intención de contar.
Ethan sopesó sus opciones. Veían muchos incidentes de violencia doméstica en Urgencias y tenían el deber de ofrecer un lugar seguro a las víctimas y todo el apoyo que pudieran necesitar. Pero también había aprendido que no todas querían que las ayudaran. Que había un proceso hasta llegar allí.
—Señorita Knight…
—No tiene que preocuparse. Si tanto le interesa, tenía una cita y no iba bien. Un error mío.
—¿Ha saltado por la ventana para huir de su cita?
Ella miró un punto por encima del hombro de Ethan.
—Él no era exactamente lo que decía en su perfil —aclaró.
—¿No lo había visto antes? —preguntó él. Y eso le hizo pensar en tráfico sexual. Y quizá se había equivocado sobre su edad y estaba más cerca de los veinte que de los treinta.
Miró el formulario y su fecha de nacimiento le indicó que había acertado la primera vez. Tenía veintinueve años.
—Estaba probando las citas por Internet. No ha salido como yo pensaba. ¡Oh!, esto es muy embarazoso —ella se frotó la frente con los dedos—. Él mentía en su perfil y yo ni siquiera sabía que la gente hacía eso. O sea que soy una estúpida, lo sé. Y una ingenua. Y sí, supongo que también he sido una temeraria, aunque fuera sin intención. Y se me da fatal.
Él seguía concentrado en sus primeras palabras.
—¿Mintió? —preguntó.
—Usó una foto suya de hace treinta años y contó muchas falsedades sobre sí mismo —ella enderezó los hombros—. Me dio un poco de repelús. Tenía un mal presentimiento con la situación y decidí salir por donde no podía verme. No quería que me siguiera a casa. Pero usted no necesita saber todo esto, ¿verdad? —ella se inclinó para frotarse el tobillo y su pelo cayó hacia delante, oscureciendo su rostro.
Ethan miró un momento aquella cortina de oro brillante.
Inhaló su perfume. Floral. Sutil. Tanto, que se preguntó si no sería su champú lo que olía.
Jamás se involucraba emocionalmente con sus pacientes, pero, por alguna razón, sintió rabia contra el hombre que le había mentido a esa mujer.
—¿Por qué por la ventana? —preguntó. Apartó la vista de su pelo y miró su tobillo, que examinó con atención—. ¿Por qué no se ha ido por la puerta principal o por la salida de atrás de la cocina?
—La cocina se veía desde nuestra mesa. No quería que me siguiera. Y, para ser sincera, tampoco pensaba mucho, aparte de que quería escapar. Patética, lo sé. ¿Está roto?
—No parece —Ethan se enderezó. La lesión era real. El dolor de ella era real y él sospechaba que iba mucho más allá de un tobillo amoratado—. No creo que necesite una radiografía, pero, si empeora, vuelva o acuda a su médico de cabecera.
Esperaba que discutiera con él sobre la necesidad de la radiografía, pero ella se limitó a asentir.
—Bien. Gracias.
Era una respuesta tan poco frecuente, que él repitió para ver si lo había oído bien:
—No creo que sea necesaria una radiografía.
—Comprendo. Probablemente no debería haberle hecho perder el tiempo, pero no quería empeorarlo haciendo algo que no debiera. Le estoy muy agradecida y me alivia que no esté roto.
¿Aceptaba sin más su diagnóstico profesional? ¿Sin discutir ni maldecir? ¿Sin cuestionarlo ni amenazar con demandarlo?
—Puede tomar cualquier analgésico que tenga en casa —dijo.
Aquel era el momento en el que una gran proporción de sus pacientes exigían algo que solo se podía conseguir con receta.
O quizá era cierto que se estaba convirtiendo en un cínico.
Quizá necesitaba unas vacaciones.
Tendría unas pronto. La semana antes de Navidad. Una semana en una cabaña de lujo en Vermont.
Se reunía allí todos los años con familiares y amigos y ese año necesitaba el descanso más que nunca. Amaba su trabajo, pero la presión y el estrés se cobraban su precio.
—No necesito analgésicos, solo quería saber que no está roto. Camino mucho en mi trabajo —ella le sonrió con una dulzura que le nubló el cerebro.
En todo su tiempo en Urgencias, Ethan había lidiado con pánico, histeria, insultos y sorpresa. Se sentía cómodo con esas reacciones. Las entendía.
No tenía ni idea de cómo responder a una sonrisa como aquella.
Ella luchó por levantarse y él tuvo que frenarse para no tender el brazo y ayudarla.
—¿En qué trabaja? —dijo. La pregunta tenía relevancia médica, no la hacía porque quisiera saber más cosas de ella.
—Tengo un negocio de pasear perros. Tengo que poder moverme y no quiero que eso empeore la lesión.
Un negocio de pasear perros.
Ethan