101 cuentos sanadores. Susan Perrow
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Otros ejemplos de cuentos sencillos de este libro, en los que ignoré casi por completo la estructura que yo misma propongo, son “La estrella brillante” (página 224), “Los colores del arcoíris” (página 121) y “El petirrojo solitario” (página 247); lo que verdaderamente cuenta es que los tres cuentos lograron su efecto terapéutico.
Solo sabremos si un cuento es terapéutico cuando, después de haberlo contado, se produce un cambio en el comportamiento.
Una mera presentación directa no siempre funciona, ya que solo proporciona un breve desarrollo imaginativo al maravillado oyente; pero, a veces, sí puede ser efectiva. ¡Nunca desestimes el poder de la sencillez!
TAN SENCILLO COMO EL “POEMA DE LA FRESA”
Una vez llegó una madre a un taller con un desafío para mí: ¿cómo hacer que su hijo de cuatro años dejara de comerse las fresas verdes del fresal? Como la tarea de escribir un cuento se le hacía muy dura, la animé a escribir un poema. Logró escribirlo; es más, según me comentó más tarde, había funcionado bastante bien (¡las fresas verdes seguían allí, intactas!); de hecho, el poema se convirtió en la canción que cantaba la familia cada vez que salían al jardín:
Fresa, fresa, roja será tu capa.
Te ayudaré a hacer la cama
con paja tibia y seca
como, en el bosque, la tierra,
y, enterrar tus pies en la dulce tierra.
Fresa, fresa, pronto será primavera,
¡pronto comeremos tus fresas!
Siguiendo el espíritu de la simplicidad, he incluido varios poemas “terapéuticos” en este libro (además de los 101 cuentos) esparcidos como margaritas en la alfombra de hierba de los cuentos; por ejemplo, “El palo cantarín” (página 84), “Un día en la vida de mi sombrero” (página 141), “El osito polar” (página 249) y “Estaciones” (página 206).
¡A veces un poema lo dice todo!
CUENTOS SANADORES PARA TODAS LAS EDADES
ORUGAS, CONEJOS, GACELAS, DELFINES Y BALAS OCULTAS
A los cuentos no les gusta que los encasillen por edades. A veces sucede que un cuento escrito para un niño determinado puede tener un efecto transformador en un adulto; por lo general, esto no se planifica de antemano y puede ser sutil en unos casos o más intenso, en otros.
Una vez escribí un cuento sencillo ambientado en la naturaleza sobre una pequeña cebra que, al igual que todas las crías de cebras, era marrón y blanca; pero esta cebra quería crecer muy rápido y ser blanca y negra como las mayores. La pequeña cebra intentó cambiar sus rayas marrones por negras de varias maneras (se revolcó por el barro negro; se restregó contra un tronco ennegrecido; incluso se quedó bajo la sombra de los árboles) y al final cejó en su empeño. Fue en ese momento cuando se reunió con sus amigas para jugar y comer con ellas por las llanuras verdes; empezó, sencillamente, a disfrutar con el mero hecho de ser una pequeña cebra. Publiqué este cuento en el boletín informativo electrónico del colegio de Nairobi donde trabajaba en aquel momento. Unos días después, una madre, de las que había asistido a mis charlas de formación para las familias, al verme en el aparcamiento del colegio, se me acercó corriendo y me dijo llena de emoción: “Me acabo de leer tu cuento ‘La Pequeña Cebra Marrón”, me dijo. “Ahora lo entiendo; nuestros hijos necesitan tener tiempo para disfrutar de su infancia”.
En el libro hay otros ejemplos cuyos efectos son bastante intensos y que se explican en las notas introductorias de algunos cuentos, entre los que se incluyen “Los tres cántaros” (página 156) y “Tan perfecta no era la casa” (página 116).
CUENTOS PARA ADULTOS
Además de los efectos inesperados que los cuentos infantiles puedan causar en las personas adultas, existen ocasiones, sin embargo, en las que son ellas mismas las que sienten la necesidad imperiosa de escribir un cuento determinado para su propia situación. Ocurre con bastante frecuencia en los talleres que imparto y no deja de sorprenderme; al contrario, me maravilla que la estructura que propongo para escribir cuentos sirva para todas las edades. A pesar de que este libro trata de cuentos sanadores para niños, me parece importante abordar, aunque sea brevemente, el enfoque terapéutico de los mismos en los adultos.
Hace unos años, en un taller que impartí al sur de Sídney, me encontré con un ejemplo brutal. Cuando estaba haciendo una lista de “comportamientos desafiantes” para que los asistentes escribieran un cuento en grupos pequeños, una mujer de cierta madurez levantó la mano para ofrecer su aportación. Comentó que quería escribir un cuento para una niña de tres años que había sufrido abusos sexuales a manos de un extraño en el parque. Varios participantes se sintieron tan conmovidos que quisieron formar parte de su grupo y, cuando llegó el momento de compartir el cuento, presentaron “La oruga” (página 239). La mujer eligió aquel momento para confesar ante todo el grupo que la historia trataba realmente de su propia situación y agradeció a los miembros de su grupo su contribución y apoyo. Reconoció que, desde que tuvo esa experiencia a los tres años, se había quedado con un sentimiento de “aislamiento y desconexión” durante toda su vida. Sentía que, aunque ya había revisado el tema desde el punto de vista emocional y psicológico, el cuento de “La oruga” le había ayudado a aceptar la experiencia a un nivel más profundo sin necesidad de entenderla. Mientras el gran grupo escuchaba sentado entre la conmoción y el asombro, ella describió cómo las imágenes del cuento y el cambio en la perspectiva habían aportado nuevas capas de significado a su vida, además de una sensación de milagro y transformación.
En una ocasión en la que impartía un taller para Médicos Sin Fronteras en Nairobi, me encontré con otra situación dolorosa. Además de la treintena de terapeutas y psicólogos, había algunos pacientes con VIH que también deseaban poder asistir al taller. Durante la pausa se me acercó un joven al que no le quedaba mucho tiempo de vida que quería escribir su propia historia. Me preguntó si podía trabajar al respecto en el taller y, naturalmente, le respondí que sí. Durante el resto del día lo estuve observando: sentado en un rincón con el bolígrafo en la mano, escribía en un cuaderno que acercaba bastante a la cara, pues ya le fallaba la vista. Al final del taller me senté junto a él mientras leía su cuento; había elegido escribir sobre la vida de una familia de conejos. Nos contó que, al elegir la metáfora del conejo, se había sentido libre para expresar lo que le había sucedido en realidad: su padre había pegado a su madre (no tenía que mencionar a su verdadero padre, sino contar una historia sobre un papá conejo; así le resultó más fácil), su madre había muerto