101 cuentos sanadores. Susan Perrow
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EL PAPEL DE LAS METÁFORAS EN EL PENSAMIENTO LATERAL
El hecho de elegir las metáforas es una manera de abrir más la mente, lo cual requiere jugar con ideas que salgan de lo común. Te sugiero, por lo tanto, que con las pautas sugeridas anteriormente hagas listas o mapas mentales —las también llamadas “lluvia de ideas”—; te van a ayudar a plasmar en el papel muchas ideas, así que ¡empieza a JUGAR! Te sorprenderá ver cuántas ideas cobran vida propia y cómo establecen las conexiones imaginativas entre sí.
Un psicólogo de Nairobi, en Kenia (al que llamaré “Mganga”), siguió estas indicaciones y escribió un cuento para una niña de siete años que había estado manifestando en el colegio un comportamiento sexual propio de los adultos. Ahora bien, es preciso aclarar que la madre de la niña era prostituta; vivían en un piso de una sola habitación y, consecuentemente, la niña veía a su madre “trabajando” y al hombre que después le dejaba dinero; como la madre utilizaba el dinero para comprar comida, la niña decidió que ella podría ganar dinero si imitaba el comportamiento de su madre.
La elección de la protagonista de la historia fue tarea fácil para Mganga: la niña solía presentarse a la sesión de terapia con su único juguete, un oso de peluche viejo y harapiento, por lo cual en el taller decidió que este cuento trataría sobre una mamá osa y su osita; así lo plasmó en el papel al escribir “osas”. Ya tenía el comienzo: “Había una vez una mamá osa que vivía con su osita en una casita del bosque”, pero ¿qué metáfora podía utilizar para la actividad sexual? Se hizo una lista con muchos animales africanos como punto de partida y, entonces, Mganga, en un momento de brillante inspiración, eligió el cocodrilo.
Obviamente, si hay cocodrilos, se necesita un río en la historia: “Había una vez una mamá osa que vivía con su osita en una casita del bosque cerca de un río”. La mamá osa necesitaba coger peces para alimentar a su osita, de modo que se veía obligada a saltar al río, lleno de cocodrilos feroces, para atrapar los peces. A continuación “apareció” el siguiente animal, el hipopótamo que, después de todo, también vive en los ríos de África. Mganga quería usar el hipopótamo como “ayudante”, pero le preocupaba que la niña se pudiera asustar; entonces se le ocurrió una idea mejor: una “roca mágica que pareciera el lomo de un hipopótamo”. Este era el ayudante perfecto que necesitaba para rescatar a la osita cuando también intentó saltar al río. La roca mágica sacó a la osita del mundo del trabajo de la mamá (el río lleno de cocodrilos feroces), la ayudó a volver a la orilla del río sana y salva, y le indicó qué rumbo tomar para llegar al bosque, donde la miel y los frutos (alimentos que les gustan a los niños) la estaban esperando para que los recolectara.
Nunca olvidaré la emoción tan grande que se sentía en este taller cada vez que Mganga compartía sus ideas. Entonces el grupo entero se agrupaba y se les ocurría la secuencia de esas ideas, que podría ser útil cuando la niña fuera algo mayor: la roca mágica podría ayudar a la osita a hacer una canoa, para que así pudiera cruzar el río con seguridad y coger peces desde un lugar protegido (el grupo estaba dividido en cuanto al significado de la canoa: algunos pensaban que era la metáfora de un condón, otros pensaban que era la metáfora de la protección en un sentido más amplio, esto es, saber decir “¡No!”).
A Mganga no le dio tiempo de enviarme una copia del cuento terminado para poder incluirlo en este libro, pero me comunicó por teléfono que pensaba que había ayudado a la niña a captar el gran mensaje de que todavía seguía siendo una “niña”. Esto era todo lo que había pretendido, además de que el resultado mereciera realmente la pena.
Otro ejemplo de pensamiento lateral surgió en un debate en grupo sobre un cuento para un niño de seis años que seguía haciéndose caca en los pantalones y era reacio a sentarse en el inodoro. Al niño le encantaba el océano, de modo que, siguiendo esta línea de pensamiento, al grupo se le ocurrieron las siguientes metáforas: por un lado, un “pez cubierto de percebes” (para los pantalones sucios) y, por otro, una cueva (para el cuarto de baño). El pez de este cuento no quería entrar en la cueva que se encontraba al borde de la laguna para aprender la danza del “frota-frota”; sin embargo, poco después una simpática langosta le enseña a liberarse, con esta danza, de los percebes que seguían creciendo en su piel de pez y le impedían nadar con libertad en la laguna y con sus amigos (“El pez cubierto de percebes”, página 264).
PRECAUCIÓN EN LA ELECCIÓN DE LAS METÁFORAS
En un taller que tuvo lugar en Beijing (después de que se publicara mi libro en China), un padre confesó ante el grupo que, en su afán de motivar a su hijo de tres años y medio a lavarse los dientes, había escrito un cuento en el que describía unos gusanitos (gérmenes) que, si no se los llevaba el cepillo de dientes, podían salir de noche a comerse los dientes. No es de extrañar que el cuento asustara a su hijo; el padre se dio cuenta de que debería haber utilizado unas metáforas y una resolución más transformadoras (¿podría ser, por ejemplo, que a los gusanos les gustara nadar y necesitaran que los recogieran todas las noches con el cepillo de dientes para darse un baño al bajar por el lavabo?). Tal vez, dado que su hijo era muy pequeño aún, debería haber asumido su papel de padre como modelo a imitar de manera más activa, conjuntamente con otro tipo de estrategia creativa más apropiada para esta situación (¿una canción para la hora de cepillarse los dientes?).
No cabe la menor duda de que el cuento no es apropiado si existe la posibilidad de que el niño se asuste. Los cuentos deberían servir para que nuestros niños se fortalezcan y logren el valor y la comprensión necesarios para enfrentarse al futuro, ¡pero sin asustarse!
La confesión de ese padre originó un revuelo, pues todos comenzaron a opinar al respecto. Una madre se animó a compartir un cuento que había escrito para su hijo, que se hurgaba continuamente los oídos para limpiarse el cerumen (su madre ya lo había llevado al médico para asegurarse de que el oído estaba sano). Su cuento trataba sobre un conejo de cera que vivía en el oído y que necesitaba dormir un rato para poder salir fuera de un salto cuando estuviera preparado. Después de habérselo contado (solo una vez), se dio cuenta de que le había provocado pesadillas a su hijo: ¡Hay un conejo viviendo en mi oído!; por consiguiente, no volvió a contárselo. Debatimos algunas metáforas alternativas y, posteriormente, nos decidimos por un cuento sobre una hoja del tamaño de un hada que en un momento determinado se caía del “árbol del oído” (inspirados por las hojas otoñales que veíamos caer por la ventana de la sala donde celebrábamos el taller). La madre comentó más adelante que ese enfoque había sido bastante efectivo: ¡el niño había dejado de hurgarse el oído!
Otra madre compartió el cuento que había escrito para que su hija se animara a tocar el piano y practicara. En este cuento había un hada de la música que vivía dentro del piano y le gustaba bailar cuando alguien tocaba el piano. Sin embargo, la elección de esta metáfora resultó contraproducente, pues, a cada momento, la niña dejaba de tocar para abrir el piano e intentar ver cómo bailaba el hada. Tras haber reflexionado al respecto, se consideró que hubiera sido más efectiva otra metáfora; por ejemplo, un hada de la música “invisible” (haciendo hincapié en “invisible”) a la que le encantara bailar por la habitación siempre que escuchara música. Naturalmente, es necesario tener en cuenta la edad y la fase de desarrollo de los niños antes de intentar fomentar ese tipo de comportamiento mediante los cuentos creativos (la disciplina que exige tocar el piano sería más apropiada para un niño más grande o para un adolescente; véase el apartado “Una cuestión de principios”, página 54).