El derecho contra el capital. Enrique González Rojo

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El derecho contra el capital - Enrique González Rojo Ensayo

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libertad (moderna) promovida por una minoría deseosa de mantener sus privilegios de propiedad (privada ilimitada), Blanc desdeñaba esa “libertad sin igualdad y fraternidad” que enmascaraba la sujeción a la que diariamente estaban sometidos los trabajadores en la monarquía orleanista. Sin embargo, a diferencia del jacobinismo de la primera República,67 los socialistas de 1840 eran testigos de un acelerado proceso de industrialización, un proceso que redefinía la composición urbana de una manera tan profunda como insospechada.68 Y es que las ciudades del siglo XIX fueron testigos de la aparición de un verdadero ejército de hombres y mujeres obligados a empeñar su propia existencia para no engrosar las filas de la mendicidad y el vagabundeo.69 Las novelas del siglo XIX nos otorgan un retrato inmejorable del asombro provocado por la aparición de estos inquietantes individuos: desde el acercamiento ingenuo de Dickens en Tiempos difíciles hasta la descarnada descripción de Zola en Germinal, pasando por la idealización romántica de Victor Hugo o el desprecio de Flaubert en La educación sentimental, ningún retrato importante de las ciudades modernas pasa por alto a estos ineludibles personajes.

      De ahí que, en lugar de centrar su atención en la limitación de la propiedad agraria, el republicanismo decimonónico se concentrara en los efectos generados por el proceso industrial sobre esa creciente masa de individuos desposeídos.70 Ahora bien, como lo expresaban los propios afectados, la incorporación de la máquina al lugar de trabajo y el crecimiento de una competencia sin límites jurídicos se presentaban como las principales amenazas para su subsistencia. En efecto, mientras que la incorporación de la máquina los hacía menos relevantes en el proceso productivo, la competencia ilimitada impulsaba a los patrones a bajar los salarios y aumentar la jornada laboral.71

      En buena medida, La organización del trabajo de Louis Blanc debe su éxito a su capacidad para expresar las vivencias diarias de los trabajadores industriales. Uno de los capítulos más célebres del libro denuncia “el imperio de la competencia ilimitada” con estas palabras:

      Mais qui donc serait assez aveugle pour ne point voir que, sous l´empire de la concurrence illimitée, la baisse continue des salaires est un fait nécessairement général […]. La population at-elle des limites qu´il ne lui soit jamais donné de franchir ? Nous est il loisible de dire à l´industrie abandonnée aux caprices de l´égoïsme individuel, à cette industrie, mer si féconde en naufrages: Tu n´iras pas plus loin?72

      Más adelante, con una retórica habitual entre los obreros de la época, agregaba:

      Une machine est inventée; ordonnez qu´on la brise, et criez anathème à la science; car, si vous ne le faites, les mille ouvriers que la machine nouvelle chasse de leur atelier iront frapper à la porte de l´atelier voisin et faire baisser les salaires de leurs compagnons. Baisse systématique des salaires, aboutissant à la suppression d´un certain nombre d ´ouvriers, voilà l´inévitable effet de la concurrence illimitée.73

      Así, además de ser excluidos de la esfera política, día con día los obreros veían amenazada su propia existencia en el lugar de trabajo. Precisamente fue ante esta realidad que, en la década de 1830, la palabra explotación comenzó a ser utilizada por los trabajadores para denunciar el trato que recibían en el taller y la fábrica. Lejos de ser reconocidos como seres humanos, los obreros se sentían “explotados” como si fueran “factores de producción deshumanizados”.74 Denuncias como ésta abundaban en los periódicos obreros del momento:

      Algunos periodistas encerrados en su aristocracia pequeño burguesa insisten en no ver en la clase obrera otra cosa que máquinas que producen sólo para sus necesidades […] Pero no estamos ya en la época en que los obreros eran siervos, en que un patrono podía vender o matar a su gusto […]. Cesa, entonces, oh noble burgués, de echarnos de tu corazón porque somos hombres y no máquinas. Nuestra industria, que has explotado tanto tiempo, nos pertenece tanto como a ti.75

      A pesar de estar revestidos de cierta ingenuidad, estas palabras contenían el germen de una demanda que habría de convertirse en el pilar de la Revolución de febrero. La exigencia de considerar a los obreros como seres humanos esencialmente iguales a sus patrones, suponía un combate frontal contra las dos formas de dependencia en las que los colocaba el proceso de industrialización capitalista. En efecto, el “imperio de la competencia ilimitada” los llevaba a aceptar condiciones salariales absolutamente precarias,76 mientras que la ausencia de controles en el taller y la fábrica los hacía doblegarse ante la voluntad casi irrestricta de los patrones.77 Sin embargo, esta doble dependencia no respondía a la falta de “humanidad” de la nueva burguesía industrial, más bien era la consecuencia inevitable de una forma de organización social sostenida en la existencia de una nueva realidad: el mercado de trabajo. Una realidad que, como mostrará Karl Polanyi muchos años después, se volvía tanto más perniciosa cuanto carecía de cualquier limitación jurídico-política.78

      La organización laboral fue la única forma coherente de resistencia que el incipiente movimiento obrero encontró ante este panorama. Ciertamente no existía un consenso respecto a las modalidades que las asociaciones de trabajo debían adoptar, tampoco existía un acuerdo sobre el grado de participación que debía tener el Estado o sobre las condiciones de la competencia mutua,79 sin embargo, una cosa resultaba clara: sin ellas era imposible enfrentar la doble dependencia que se les imponía a los trabajadores en el naciente mercado de trabajo. Ahora bien, en las décadas previas el fourierismo y el saintsimonismo habían evidenciado que la asociación otorgaba una dignidad y una fuerza imposibles de alcanzar de forma individual; sin embargo, sólo la tradición republicana logró vincular esa experiencia con un programa político coherente, un programa que, fiel a la tradición ilustrada, se encontraba arropado por el lenguaje del derecho natural.80

      Así, en lugar de apelar a la benevolencia del “noble burgués”, el movimiento obrero81 comenzó a exigir un “derecho natural” como el derecho de asociación para enfrentar los estragos del “imperio de la competencia ilimitada”. Después de las huelgas de 1833, por ejemplo, la monarquía de Luis Felipe impidió la organización de los trabajadores, como respuesta los mutualistas pidieron el respeto de su libertad y la garantía de sus derechos naturales:

      Considerando como tesis general que la asociación es un derecho natural de todos los hombres, que es la fuente de todo progreso.

      Considerando, en particular, que la asociación de trabajadores es una necesidad de nuestra época, que es una condición de existencia […]

      En consecuencia, los mutualistas protestan contra la ley liberticida de asociaciones y declaran que nunca inclinarán la cabeza bajo ese yugo arbitrario y que sus reuniones no se suspenderán nunca. Basados en el derecho más inviolable, es decir, a vivir trabajando resistirán con toda la energía que caracteriza a los hombres libres.82

      Las constantes represiones de la década de 1830 dejaron bastante claro que el régimen de la monarquía orleanista era incompatible con el derecho de organización de los trabajadores. Muy pronto, los obreros comprendieron que no habría ninguna transformación en sus condiciones materiales de vida sin que se transformaran los cimientos de la institucionalidad política. Así, la soberanía popular volvía a estar en el centro del tablero político.83 Sin embargo, su defensa no se presentaba como una alternativa ante un régimen sostenido en la libertad de los individuos, sino como su condición de posibilidad. De forma enteramente distinta a lo planteado por Constant, la mal llamada “libertad de los antiguos” se presentaba como la única vía para permitir que “la libertad de los modernos” se ampliara a las clases populares. Y es que, como los hechos no dejaban de constatar, el mantenimiento de un régimen que constantemente arrebataba los derechos políticos a la clase trabajadora les negaba cualquier instrumento para combatir esas formas de dependencia que restringían

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