El derecho contra el capital. Enrique González Rojo

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El derecho contra el capital - Enrique González Rojo Ensayo

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que exigía ser corregido así fuera a través de una sangrienta dictadura militar (y empleando para ello, por supuesto, todos los recursos materiales que fueran necesarios). A la inversa, una vez más, el planteamiento de Allende pasa por localizar en la gestión pública de recursos la única vía por la que garantizar a todos, por un lado, las condiciones materiales necesarias para el acceso a la ciudadanía tomando decisiones con soporte económico también relativas a sanidad, educación, infraestructuras o lo que se decida en cada caso.

      7. Conclusión

      Contra la confusión engañosa y la confusión interesada en la que se basa el núcleo de la ideología liberal en lo relativo a la cuestión del Estado, cabría defender lo siguiente como principios fundamentales de un Estado comunista:

      1) En primer lugar, claro está, el reconocimiento de un sistema de derechos fundamentales que abarquen el conjunto de los aspectos sin los cuales no es posible una vida digna y de participación ciudadana. Y, en este sentido, no podrían dejar de formar parte de los derechos fundamentales cuestiones relativas tanto a las libertades civiles y los derechos de participación política (derechos de 1ª y 2ª generación) como, evidentemente, cuestiones relativas a derechos sociales.

      2) En segundo lugar, como es evidente, que todos los derechos fundamentales estén protegidos por las correspondientes instituciones de garantía, y, por lo tanto, esto implica asegurar los medios materiales necesarios para asegurar de un modo efectivo,

      a) tanto los derechos civiles (garantizando realmente principios tan elementales como, por ejemplo, el derecho a la defensa o a no ser víctima de la violencia machista, lo cual pasa antes que nada, por asegurar la gratuidad de la justicia o por neutralizar la dependencia material que une con frecuencia a las mujeres maltratadas con sus maltratadores);

      b) como los derechos de participación política, muy especialmente los derechos de organización y libertad de expresión e información, lo cual pasa, por ejemplo, por impedir que los medios de comunicación se rijan por una lógica meramente empresarial en la que los dueños de un puñado de corporaciones pueden contratar y despedir libremente en función de consideraciones ideológicas, de tal modo que, a la postre, se termina entendiendo sólo el derecho a ser expresada la opinión de 6 o 7 magnates; la libertad de información debe en ese sentido tener un nivel de protección y garantías al menos análogo al de la libertad de cátedra de los profesores o la libertad de los jueces; y eso sólo es posible a través del carácter público de las instituciones.

      c) y, por supuesto, instituciones de garantía encargadas de asegurar el cumplimiento efectivo de las prestaciones sociales que se haya decidido incluir entre los derechos fundamentales: sanidad, educación, vivienda digna, garantía mínima de ingresos, etc.

      Y, evidentemente, hablar de las instituciones de garantía es hablar de la gestión de recursos necesarios para su ejecución.

      3) Y, por último, debe no perderse de vista que si estamos hablando de derechos fundamentales (y de sus correspondientes instituciones de garantía) es evidente que hablamos de algo que debe quedar fuera del terreno de lo “políticamente decidible” y, por lo tanto, a resguardo de cualquier posible juego de eventuales mayorías y minorías. Es decir, que del mismo modo que ninguna mayoría (por muy mayoritaria que sea) puede decidir suprimir las garantías procesales, tampoco debe poder decidir no proteger a una víctima de la violencia machista (poniendo en operación los medios, y los recursos, que resulten necesarios); igual que en cualquier ordenamiento de derecho ninguna mayoría puede decidir eliminar la libertad de expresión, tampoco hay derecho a que decida no garantizar de un modo efectivo, por ejemplo, los medios para la organización política y la información veraz; o, del mismo modo que no cabe decidir el exterminio de una minoría tampoco debe haber margen para decidir que no cubre necesidades sanitarias.13

      A partir de aquí, cabría definir un Estado comunista como un Estado democrático en el que los derechos civiles, políticos y sociales básicos no dependan del impulso político (o no) de un eventual gobierno comunista, sino que se hallen consagrados como tales derechos fundamentales y amparados (con carácter incondicional) por las correspondientes instituciones de garantía.

      Bibliografía

      Berlin, Isaiah. Four essays on liberty, Oxford University Press, Oxford, 1969.

      Engels, Friedrich. Carta a Bebel, 18-28 de marzo de 1875, en MEW, 34.

      Klein, Naomi. La doctrina del shock, Paidós, Barcelona, 2007.

      Lenin, Vladimir. El Estado y la revolución, en Obras escogidas, vol. VII, Progreso, Moscú, 1977.

      Losurdo, Domenico. Stalin, Viejo Topo, Barcelona, 2010.

      Marx, Karl (1875). Kritik des Gothaer Programms, en MEW, 19.

      Nozick, Robert. Anarchy, state, and utopia, Basil Blackwell, Oxford, 1999.

      Fraternidad y democracia en el origen de nuestra modernidad política

      Introducción

      En la Francia revolucionaria de 1792 la noción robespierrista de fraternidad funcionaba como una auténtica metáfora política. Contrario a lo que suele suponerse, la aspiración de una ciudadanía fraternal no era un mero ideal romántico, sino una afortunada figura retórica destinada a abanderar un programa político concreto, a saber: la defensa de la ley como instrumento para combatir la reproducción de las relaciones de dependencia patriarcal en la esfera política y en el ámbito civil.14 No obstante, los analistas contemporáneos acostumbran ignorar el papel que esta noción tuvo en la construcción del horizonte político moderno por considerarla una expresión estrictamente sentimental o una reivindicación más psicológica que política.15 Así, comparada con las nociones de libertad e igualdad, la fraternidad estaría desprovista de todo contenido político y, por lo mismo, no formaría parte de los cimientos de nuestras democracias modernas.

      Semejante interpretación se encuentra vinculada a un tipo de narrativa bastante peculiar, una narrativa que, sin embargo, ha dominado nuestra cartografía política en los últimos años. Según una idea bastante extendida en el mundo académico, nuestra democracia moderna no sólo habría tomado sus principios básicos de la tradición liberal, sino que lo habría hecho en franca oposición a una especie de democracia popular identificada con el jacobinismo revolucionario. Así, las principales características del liberalismo (división de poderes, principio de representación popular, defensa de la libertad individual y la propiedad privada) se distinguirían plenamente de los fundamentos de una democracia radical (aclamación popular, prioridad de la voluntad del pueblo sobre los derechos civiles, subordinación de la propiedad privada a la igualdad material) afortunadamente ya superada. Aunque esta concepción de las cosas funciona bastante bien en el marco de una filosofía propensa a las idealizaciones normativas, dista mucho de atenerse a la realidad histórica. De hecho, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX no contenía de forma larvada todas las virtudes de la democracia moderna, más bien al contrario, representaba una corriente expresamente antidemocrática incompatible con cualquier visión mínimamente progresista de la democracia contemporánea.16

      Aunque campeones en la defensa de los derechos civiles, los liberales de los siglos XVIII y XIX se oponían a la intervención del derecho en la llamada “cuestión social” con el

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