Mestiza. Maria Campbell
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Mis ancestros huyeron a Spring River1, que se encuentra a ochenta kilómetros al noroeste de Prince Albert. Familias mestizas con apellidos como Chartrand, Isbister, Campbell, Arcand y Vandal se trasladaron allí después de la rebelión de Riel, en la que habían participado activamente. Ahora Riel había muerto, y con él sus esperanzas. En esta nueva tierra abundaban los pequeños lagos, las colinas rocosas y los bosques espesos. Los mestizos que se trasladaron aquí eran tramperos y cazadores autosuficientes y, a diferencia de sus hermanos indios, no estaban dispuestos a asentarse para llevar una existencia de constante miseria, viviendo de lo poco que podían arrancar del cultivo de aquellas tierras. Les atrajo esta parte de Saskatchewan porque era una buena región para cazar y no había colonos.
A finales de la década de 1920 estas tierras se incluyeron en la Ley de asentamientos rurales, y con ello resurgió la amenaza de la inmigración de colonos. A la sazón los lagos se secaban y tanto la caza como las pieles estaban al borde de la extinción. Sin otro lugar adonde ir, prácticamente todas las familias decidieron acogerse a la Ley de asentamientos rurales para poder optar a la propiedad de la tierra. No fue fácil aceptar que los tiempos habían cambiado, pero para dar un futuro a sus hijos tendrían que olvidarse de su vida libre y nómada.
La tierra costaba diez dólares por un cuarto de sección (el equivalente a un cuarto de milla cuadrada o 64,7 hectáreas). Era obligatorio roturar cuatro hectáreas en tres años, además de otras mejoras, para que se concediera el título de propiedad; de lo contrario, las autoridades del distrito confiscaban las tierras. La depresión económica y la escasez de pieles dificultaron que los mestizos reunieran dinero para adquirir los aperos necesarios para roturar la tierra. Unas pocas familias consiguieron arañar algo de dinero y contrataron mano de obra, pero nadie se arriesgó a comprar un equipo muy costoso para trabajar una tierra cubierta de rocas y ciénagas. Algunos lo intentaron con caballos, pero fracasaron. Llegaron la frustración y el desánimo. Simplemente no estaban hechos para la agricultura.
Las autoridades fueron reclamando gradualmente los terrenos sometidos a la Ley de asentamientos rurales y se las ofrecieron a los inmigrantes. Los mestizos pasaron a ser ocupantes ilegales de sus propias tierras y finalmente fueron expulsados por los nuevos propietarios. Regresaron, uno tras otro, a las tierras marginales y los terrenos reservados por el Gobierno para la construcción de nuevas carreteras, donde levantaron sus cabañas y establos2.
Y así empezó una miserable vida de pobreza, sin esperanzas de futuro. Aquella fue una generación completamente derrotada. Durante la rebelión, sus padres no habían conseguido hacer realidad sus sueños; también habían fracasado como agricultores y ya no les quedaba nada. La que había sido su ancestral forma de vida formaba parte del pasado de Canadá y carecían de un lugar en el mundo, pues creían que no tenían nada que ofrecer. Sentían vergüenza, y con ella perdieron el orgullo y las fuerzas para seguir adelante. Me duele pensar en aquella generación. Cuando escribo estas líneas, todavía quedan algunos de ellos: las abuelas y abuelos tullidos y encorvados de los barrios marginales; los que se internan en el bosque para morir; los que cuidan de los nietos cuando los padres están borrachos. Y también aquellos que, aunque hayan pasado cien años, siguen luchando por la igualdad y la justicia de su pueblo. El camino que tienen por delante es interminable y lleno de frustraciones y sufrimiento.
Me duele porque en mi infancia vislumbré un pueblo orgulloso y feliz. Los oí reír, los vi bailar y sentí su amor.
Un buen amigo me dijo: «Maria, que sea un libro alegre. No pudo ser tan malo. Nos sabemos culpables, no seas demasiado dura con nosotros». No siento rencor, esa es una etapa que ya he superado. Lo único que quiero decir es: así fueron las cosas; así siguen siendo. Sé que la pobreza no es exclusivamente nuestra. Vuestro pueblo también la sufre, pero en aquellos primeros tiempos al menos teníais sueños y un mañana. Ni mis padres ni yo tuvimos nunca aspiraciones de futuro. Nunca vi a mi padre replicar a un hombre blanco, salvo cuando estaba borracho. Nunca vi que él, ni ninguno de los nuestros, mantuviese la cabeza alta ante los blancos. Cuando se emborrachaban se volvían agresivos y belicosos, y sólo entonces conseguían asustarlos brevemente. Pero hasta esos momentos eran infrecuentes, porque acababan bebiendo demasiado y se transformaban en hombres patéticos y enfermos, que lloraban por el pasado, peleaban entre sí o se iban a casa a pegar a sus atemorizadas esposas. Pero me estoy adelantando, por lo que retrocederé un poco para hablar de la familia de mi padre.
El bisabuelo Campbell llegó de Edimburgo, Escocia, acompañado de su hermano. Hombres duros y curtidos, discutieron en el barco que los llevaba a Canadá y dejaron de hablarse. Los dos se asentaron en la misma zona, se casaron con mujeres nativas y formaron una familia. Mi bisabuelo se casó con una mestiza, sobrina de Gabriel Dumont. Antes de la boda los dos hermanos habían cortejado a la misma mujer, y aunque mi bisabuelo venció, siempre estuvo convencido de que su único hijo era de su hermano, por lo que nunca reconoció al abuelo Campbell como propio ni volvió a hablar con su hermano en lo que le quedaba de vida.
Gestionaba una tienda de la compañía de la Bahía de Hudson situada a pocos kilómetros de Prince Albert y comerciaba con los mestizos e indios de los alrededores. En 1885, cuando estalló la Rebelión del Noroeste, se puso de parte de la Policía Montada del Noroeste y de los colonos blancos. No era del agrado ni de sus vecinos ni de sus clientes. Nuestros ancianos lo llamaban «Chee-pie-hoos», que significa «espíritu maligno que salta arriba y abajo». Se decía que era muy cruel y que golpeaba a su hijo, a su mujer y a su ganado con el mismo látigo e igual violencia.
En una ocasión, el abuelo Campbell huyó de casa cuando tenía diez años. Su padre lo encontró y lo ató junto a su caballo, luego subió al carro y durante todo el camino a casa fue dando latigazos tanto al caballo como a su hijo.
También era un hombre muy celoso y vivía convencido de que su esposa tenía aventuras con todos los mestizos de los alrededores. Por este motivo, cuando estalló la rebelión y debía asistir a reuniones lejos de su casa, siempre se llevaba a su mujer. Esta, a su vez, transmitía a los rebeldes toda la información que oía, y también robaba para ellos munición y provisiones de la tienda de su marido. Cuando él lo descubrió, se puso furioso y decidió que la mejor forma de castigarla era azotarla en público. De modo que le desnudó la espalda y la golpeó con tanta crueldad que le dejó cicatrices de por vida.
Mi bisabuelo murió poco después. Hay quien dice que su familia lo mató, pero no se sabe con certeza. Su mujer se fue a vivir con los parientes de su madre, que vivían en lo que ahora se conoce como Parque Nacional Prince Albert. Aunque eran indios nunca formaron parte de una reserva, pues no estaban presentes cuando se firmaron los tratados. Mi bisabuela construyó una cabaña junto al lago Maria y crio allí a su hijo. Años después, cuando la zona pasó a formar parte del parque, el Gobierno le pidió que se marchara. Ella se negó, y después de que fracasaran todos los métodos pacíficos para expulsarla, enviaron a la Policía Montada. Mi bisabuela cerró la puerta, cargó su rifle y cuando llegaron les disparó por encima de la cabeza, amenazándoles con tirar a dar si se acercaban. La policía se marchó y nunca volvieron a molestarla.
La recuerdo como una mujer menuda de cabello blanco pulcramente trenzado y recogido con una cinta negra. Vestía faldas negras, largas hasta los tobillos, y blusas negras de manga larga y cuello alto. Siempre se adornaba el cuello con cuatro o cinco collares de cuentas de colores y una cadena de hilo de cobre, y en las muñecas llevaba pulseras de cobre para protegerse de la artritis. Calzaba mocasines y polainas estrechas que resaltaban sus diminutos tobillos, decoradas con diseños geométricos de púas de puercoespín.
La bisabuela Campbell, a la que siempre llamé «Cheechum», era sobrina de Gabriel Dumont y toda su familia había luchado junto a Riel y Dumont durante la rebelión. Solía contarme historias de la rebelión y de los mestizos. Decía que los nuestros nunca quisieron luchar, que ese no era nuestro estilo. Tan sólo queríamos que nos dejaran en paz para seguir viviendo a nuestra manera. Cheechum jamás aceptó la derrota en Batoche y siempre decía: «Como mataron a Riel creen