Mestiza. Maria Campbell

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Mestiza - Maria Campbell

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los colonos se instalaran en lo que ella consideraba nuestras tierras. Los ignoraba y se negaba a saludarles, ni siquiera al cruzarse con ellos por la calle. No se convirtió al cristianismo porque afirmaba que se había casado con un cristiano y que, si el infierno existía, ella ya había estado allí; ¡nada después de la muerte podía ser peor! Se burlaba de las ayudas de la asistencia social y de las pensiones para la tercera edad. Mientras vivió sola se dedicó a cazar con trampas u otros medios y a cultivar su huerto; era completamente autosuficiente.

      El abuelo Campbell, hijo de Cheechum, era un hombre discreto. Nadie lo recuerda demasiado, pues los ancianos que siguen con vida apenas los vieron, ni a él ni a su mujer. La abuela Campbell era una mujer menuda de cabello negro rizado y ojos azules. Se apellidaba Vandal y su familia también había participado en la rebelión. No la recuerdo hablando, ni tampoco la oí nunca reír a carcajadas. Después de casarse se trasladaron al interior del bosque, a kilómetros de distancia, y apenas trataron con nadie. El abuelo Campbell fue buen amigo de Búho Gris, un inglés que vino a nuestra tierra a vivir como un indio. Mi abuelo amaba la tierra y tomaba de ella sólo lo que necesitaba para alimentarse. Mi padre dice que era un hombre tranquilo y amable que pasaba mucho tiempo con sus hijos. Murió joven y dejó nueve hijos; mi padre, de once años, era el mayor.

      Tras la muerte del abuelo, la abuela Campbell se trasladó a una comunidad de blancos, donde ella y mi padre trabajaron como desbrozadores a razón de setenta y cinco centavos la media hectárea. La abuela envolvía sus pies y los de su hijo en piel de conejo y periódicos viejos antes de calzarse los mocasines, se ponían abrigos raídos e iban a trabajar a caballo y en trineo. Mi padre dice que a veces hacía tanto frío que se echaba a llorar, y que entonces ella se sacaba las pieles de conejo de sus zapatos para abrigar a su hijo, antes de seguir trabajando.

      En primavera, después de que los agricultores roturasen la tierra desbrozada, tenían que volver para recoger piedras y raíces y quemar la broza, pues de lo contrario no les pagaban los setenta y cinco céntimos por media hectárea.

      En otoño trabajaban en la cosecha. Y eso hicieron hasta conseguir suficiente dinero para adquirir una porción de tierra sometida a la Ley de asentamientos rurales. Ella y papá construyeron una cabaña y durante tres años intentaron cultivar. Como sólo tenían una par de caballos y papá los usaba cuando trabajaba para terceros, muchas veces era la propia abuela quien tiraba del arado. Después de deslomarse durante tres años, no consiguieron cumplir las mejoras que les exigía la ley y perdieron la propiedad del terreno. Entonces se trasladaron a la tierra de nadie que el Estado reservaba para la construcción de carreteras y se unieron a los «habitantes de los márgenes».

      Cuando mi padre y sus hermanos crecieron, se dedicaron a cazar con trampas y a vender las piezas y whisky casero a los granjeros blancos de los asentamientos cercanos. A medida que fueron casándose, construyeron sus propias cabañas cerca de la de la abuela.

      La abuela Campbell ocupa un lugar especial en nuestro corazón. Mi padre la quería muchísimo y siempre la trató con una ternura especial. Fue una gran trabajadora; daba la impresión de estar siempre ocupada en algo. Cuando mi padre intentó que dejara de trabajar, pues él podía mantenerla, mi abuela se enfadó y le dijo que él ya tenía una familia a la que cuidar, y que lo que ella hiciese no era de su incumbencia. Desbrozaba las tierras de los colonos, retiraba las piedras de sus terrenos, asistía en los partos de sus hijos y los cuidaba cuando estaban enfermos. Su casa siempre estuvo abierta a cualquier miembro de la comunidad, pero en los cuarenta años que vivió allí ningún blanco pasó jamás a verla y sólo tres ancianos suecos asistieron a su entierro.

      Mi padre se casó a los dieciocho años. Fue a unas jornadas deportivas de la reserva india de Sandy Lake y vio a mi madre, que entonces tenía quince años; le gustó y la conquistó. Era un hombre muy apuesto, de cabello negro rizado y ojos de color gris azulado, fuerte, bravucón y salvaje. Le encantaba bailar, y eso hacía cuando mi madre lo vio por primera vez: bailar un rápido jig del río Rojo. Mi padre la había visto cociendo bannocks en una hoguera, delante de la tienda de su familia. Daba la vuelta a las tortas de pan igual que mi abuela y, cuando aquella joven alzó la vista, le pareció tan bonita que casi se cayó de espaldas. Me contó que al preguntar por ella le dijeron que era la única hija de Pierre Dubuque, y que si no la dejaba en paz, su padre le dispararía. Papá me dijo que a mamá le sobraban los pretendientes, y que el más apasionado era un sueco de una comunidad cercana que tenía una granja enorme y montones de dinero. Pero mi padre estaba decidido a casarse con ella. Aquella noche vio que a mamá le gustaba bailar, y bailó con todas sus fuerzas esperando que se fijara en él. En cuanto lo vio, ella supo que era su hombre. Es así como recuerdo a mi padre cuando yo era niña: cálido, feliz, siempre riendo y cantando; pero lo vi cambiar con los años.

      Mi madre era muy guapa, menuda, de ojos azules y cabello cobrizo; también discreta y amable, a diferencia de las mujeres extrovertidas y bulliciosas que nos rodeaban. Siempre estaba cocinando o cosiendo. Le gustaban los libros y la música, y se pasaba horas leyéndonos la colección de libros que le había dado su padre. Crecí con Shakespeare, Dickens, Walter Scott y Longfellow.

      Las historias de aquellos libros despertaron mi imaginación. Cuando hacía buen tiempo, hermanos, hermanas y primos nos reuníamos detrás de casa y organizábamos obras de teatro. La cabaña de troncos era nuestro imperio romano, y los dos pinos las puertas de Roma. Yo interpretaba a Julio César envuelta en una sábana larga con una rama de sauce en la cabeza. Mi hermano Jamie era Marco Antonio y los gritos de «¡Ave, César!» resonaban por todo el poblado. Otras veces construíamos una balsa de troncos y la cubríamos con un dosel que en realidad era una colcha de patchwork adornada en sus cuatro extremos con coloridos pañuelos de mamá. Tendíamos una vieja alfombra de piel de oso en el suelo y Cleopatra —nuestra prima pelirroja de piel blanca— subía a bordo.

      ¡Ay, cuánto quería yo ser Cleopatra! Pero mi hermano Jamie me decía: «Maria, tienes la piel demasiado oscura y tu pelo es como el de un negro». Así que no me quedaba otra que ser César. Todos los esclavos de Cleopatra embarcaban con ella y empujábamos la balsa por la ciénaga, mientras César esperaba en la otra orilla para darle la bienvenida en Roma. A menudo la pobre Cleo y su séquito de esclavos acababan mal, porque la balsa se deshacía y terminaban todos en el agua. Luego los senadores (nuestras madres) los pescaban y teníamos que dedicarnos a otra cosa. Muchos de nuestros vecinos blancos nos preguntaban a qué jugábamos y se echaban a reír. Supongo que era divertido: César, Roma y Cleopatra entre mestizos en los remotos bosques del norte de Saskatchewan.

      En aquellos primeros tiempos mi madre reía mucho, pero lo que más recuerdo es su aroma limpio y especiado cuando me abrazaba y me cantaba de noche. Tenía una voz suave y nos cantaba para ayudarnos a dormir.

      Mi abuelo quería casarla con un caballero y que viviese como una dama. Casi se le parte el corazón cuando ella escapó con papá. Para mayor decepción, mi madre vivía en la ruta de los tramperos cuando yo nací a inicios de la primavera. Sin embargo, acabó dando su bendición al matrimonio seis meses después.

      1En algunos casos se han modificado los nombres de personas y lugares.

      2El

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