Doce Pasos y Doce Tradiciones. Anonimo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Doce Pasos y Doce Tradiciones - Anonimo страница 6
Consideremos ahora la situación de aquellos que antes tenían fe, pero la han perdido. Entre ellos, se encuentran los que han caído en la indiferencia; otros que, llenos de autosuficiencia, se han apartado; otros que han llegado a tener prejuicios en contra de la religión; y otros más que han adoptado una actitud desafiante, porque Dios no les ha complacido en sus exigencias. ¿Puede la experiencia de A.A. decirles a todos ellos que todavía les es posible encontrar una fe que obra?
A veces el programa de A.A. les resulta más difícil a aquellos que han perdido o han rechazado la fe que a aquellos que nunca la han tenido, porque creen que ya han probado la fe y no les ha servido de nada. Han probado el camino de la fe y el camino de la incredulidad. Ya que ambos caminos les han dejado amargamente decepcionados, han decidido que no tienen a dónde ir. Los obstáculos de la indiferencia, de la imaginada autosuficiencia, de los prejuicios y de la rebeldía les resultan más resistentes y formidables que cualquiera que haya podido erigir un agnóstico o incluso un ateo militante. La religión dice que se puede demostrar la existencia de Dios; el agnóstico dice que no se puede demostrar; y el ateo mantiene que se puede demostrar que Dios no existe. Huelga decir que el dilema del que se desvía de la fe es el de una profunda confusión. Cree que ha perdido la posibilidad de tener el consuelo que ofrece cualquier convicción. No puede alcanzar ni el más mínimo grado de esa seguridad que tiene el creyente, el agnóstico o el ateo. Es el vivo retrato de la confusión.
Muchos A.A. pueden decirle a esta persona indecisa, “Sí, nosotros también nos vimos desviados de la fe de nuestra infancia. Nos vimos abrumados por un exceso de confianza juvenil. Por supuesto, estábamos contentos de haber tenido un buen hogar y una formación religiosa que nos infundió ciertos valores. Todavía estábamos convencidos de que debíamos ser bastante honrados, tolerantes y justos; que debíamos tener aspiraciones y trabajar con diligencia. Llegamos a la convicción de que estas simples normas de honradez y decoro nos bastarían.
“Conforme el éxito material, basado únicamente en estos atributos comunes y corrientes, empezó a llegarnos, nos parecía que estábamos ganando el juego de la vida. Esto nos produjo un gran regocijo y nos hizo sentirnos felices. ¿Por qué molestarnos con abstracciones teológicas y obligaciones religiosas o con el estado de nuestra alma, tanto aquí como en el más allá? La vida real y actual nos ofrecía suficientes satisfacciones. La voluntad de triunfar nos salvaría. Pero entonces el alcohol empezó a apoderarse de nosotros. Finalmente, al mirar al marcador y no ver ningún tanto a nuestro favor y darnos cuenta de que con un fallo más nos quedaríamos para siempre fuera de juego, tuvimos que buscar nuestra fe perdida. La volvimos a encontrar en A.A. Y tú también puedes hacer lo mismo.”
Ahora nos enfrentamos con otro tipo de problema: el hombre o la mujer intelectualmente autosuficiente. A estas personas, muchos A.A. les pueden decir: “Sí, éramos como tú—nos pasábamos de listos. Nos encantaba que la gente nos considerara precoces. Nos valíamos de nuestra educación para inflarnos de orgullo como globos, aunque hacíamos lo posible para ocultar esta actitud ante los demás. En nuestro fuero interno, creíamos que podíamos flotar por encima del resto de la humanidad debido únicamente a nuestra capacidad cerebral. El progreso científico nos indicaba que no había nada que el hombre no pudiera hacer. El saber era todopoderoso. El intelecto podía conquistar la naturaleza. Ya que éramos más inteligentes que la mayoría de la gente (o así lo creíamos), con sólo ponernos a pensar tendríamos el botín del vencedor. El dios del intelecto desplazó al Dios de nuestros antepasados. Pero nuevamente Don Alcohol tenía otros planes. Nosotros, que tanto habíamos ganado casi sin esfuerzo, lo perdimos todo. Nos dimos cuenta de que, si no volviéramos a considerarlo, moriríamos. Encontramos muchos en A.A. que habían pensado como nosotros. Nos ayudaron a desinflarnos hasta llegar a nuestro justo tamaño. Con su ejemplo, nos demostraron que la humildad y el intelecto podían ser compatibles, con tal de que siempre antepusiéramos la humildad al intelecto. Cuando empezamos a hacerlo, recibimos el don de la fe, una fe que obra. Esta fe también la puedes recibir tú.”
Otro sector de A.A. dice: “Estábamos hartos de la religión y de todo lo que conlleva la religión. La Biblia nos parecía una sarta de tonterías; podíamos citarla, versículo por versículo, y en la maraña de genealogías perdimos de vista las bienaventuranzas. A veces, según lo veíamos nosotros, la conducta moral que proponía era inalcanzablemente buena; a veces, indudablemente nefasta. Pero lo que más nos molestaba era la conducta moral de los religiosos. Nos entreteníamos señalando la hipocresía, la fanática intolerancia y el aplastante fariseísmo que caracterizaban a tantos de los creyentes, incluso en sus trajes de domingo. Cuánto nos encantaba recalcar el hecho de que millones de los ‘buenos hombres de la religión’ seguían matándose, los unos a los otros, en nombre de Dios. Todo esto, por supuesto, significaba que habíamos sustituido los pensamientos positivos por los negativos. Después de unirnos a A.A., tuvimos que darnos cuenta de que esa actitud nos había servido para inflar nuestros egos. Al destacar los pecados de algunas personas religiosas, podíamos sentirnos superiores a todos los creyentes. Además, podíamos evitarnos la molestia de reconocer algunos de nuestros propios defectos. El fariseísmo, que tan desdeñosamente habíamos condenado en los demás, era precisamente el mal que a nosotros nos aquejaba. Esta respetabilidad hipócrita era nuestra ruina, en cuanto a la fe. Pero finalmente, al llegar derrotados a A.A., cambiamos de parecer.
“Como los siquiatras han comentado a menudo, la rebeldía es la característica más destacada de muchos alcohólicos. Así que no es de extrañar que muchos de nosotros hayamos pretendido desafiar al mismo Dios. A veces lo hemos hecho porque Dios no nos ha entregado las buenas cosas de la vida que le habíamos exigido, como niños codiciosos que escriben cartas a los Reyes Magos pidiendo lo imposible. Más a menudo, habíamos pasado por una gran calamidad y, según nuestra forma de pensar, salimos perdiendo porque Dios nos había abandonado. La muchacha con quien queríamos casarnos tenía otras ideas; rezamos a Dios para que le hiciera cambiar de parecer, pero no lo hizo. Rezamos por tener hijos sanos y nos encontramos con hijos enfermizos, o sin hijos. Rezamos por conseguir ascensos en el trabajo y nos quedamos sin conseguirlos. Los seres queridos, de quienes tanto dependíamos, nos fueron arrebatados por los llamados actos de Dios. Luego, nos convertimos en borrachos, y le pedimos a Dios que nos salvara. Pero no pasó nada. Esto ya era el colmo. ‘¡Al diablo con esto de la fe!’ dijimos.
“Cuando encontramos A.A., se nos reveló lo erróneo de nuestra rebeldía. Nunca habíamos querido saber cuál era la voluntad de Dios para con nosotros; por el contrario, le habíamos dicho a Dios cuál debería ser. Nos dimos cuenta de que nadie podía creer en Dios y, al mismo tiempo, desafiarle. Creer significaba confiar, no desafiar. En A.A. vimos los frutos de esta creencia: hombres y mujeres salvados de la catástrofe final del alcoholismo. Les vimos reunirse y superar sus otras penas y tribulaciones. Les vimos aceptar con calma situaciones imposibles, sin tratar de huir de ellas ni de reprochárselo a nadie. Esto no sólo era fe, sino una fe que obraba bajo todas las circunstancias. Para conseguir esta fe, no tardamos en encontrarnos dispuestos a pagar, con toda la humildad que esto nos pudiera costar.”
Consideremos ahora el caso del individuo rebosante de fe, pero que todavía apesta a alcohol. Se cree muy devoto. Cumple escrupulosamente con sus obligaciones religiosas. Está convencido de que cree