Cristianos en busca de humanidad. Paul Graas

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Cristianos en busca de humanidad - Paul Graas Patmos

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Pedro era un pescador de Galilea. Probablemente tenía unos treinta años cuando decidió seguir a Jesús junto con los otros apóstoles. Era un hombre apasionado y trabajador que quería seguir a Cristo incondicionalmente, aunque al principio no sabía aún bien lo que eso significaba. Durante la Última Cena, Pedro le dijo a Jesús: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte». Entonces Jesús le dijo: «Te aseguro, Pedro, que no cantará hoy el gallo sin que hayas negado tres veces haberme conocido»[3]. Ya sabes cómo termina la historia: Pedro efectivamente negó tres veces al Señor y luego lloró lágrimas amargas al darse cuenta de su debilidad y traición.

      Pedro era débil, tenía miedo y acabó traicionando a Jesús. Otro apóstol también traicionó al Señor: Judas Iscariote. Estaba dispuesto a entregar a Jesús a los fariseos por treinta monedas de plata. Tanto Pedro como Judas se dieron cuenta de su traición y el corazón de ambos se llenó de dolor. Pero hubo una diferencia muy importante entre los dos. Pedro supo transformar su dolor en arrepentimiento. Judas transformó su dolor en desesperación, lo que le llevó a suicidarse.

      Pedro se convirtió en la roca sobre la que está construida la Iglesia. ¡Pedro! ¡El traidor y el cobarde! El que se las daba de fuerte y afirmaba fervientemente que estaba dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con Jesús para luego esfumarse cuando le vino la primera dificultad. Sí, Pedro se convirtió en el rostro visible de Jesucristo en la tierra, porque es uno de los mejores ejemplos en la historia de la humanidad de lo que significa ser cristiano: caer y levantarse. Se hundió profundamente en el barro del pecado, pero levantó la vista y vio a Jesús enfrente suyo que le tendía la mano. Pedro fue humilde y tomó la mano fuerte de Dios que lo levantó. Y con el poder de la gracia continuó su lucha.

      Podía haberte contado las historias de María Magdalena, de Dimas, de Agustín de Hipona, de Pelagia, de Margarita de Cortona o de Camilo de Lellis. Todos fueron personas normales que cayeron en charcos profundos de pecado, pero que al final lograron levantarse con un corazón contrito y llegaron a la santidad con la gracia de Dios y mucha lucha.

      La santidad es para todos. Nadie puede decir: ‘Dios me creó para ser mediocre’ o ‘no valgo para ser santo’. ¡Por supuesto que lo vales! ¡Tú vales toda la sangre de Jesucristo! ¡Y Dios es tu Padre! Un cristiano no tiene el derecho de rendirse en su camino hacia grandes ideales, hacia Cristo. No importa si tienes pocos o muchos talentos. Si eres inteligente o tonto. Fuerte o débil. Puedes luchar y nuestro Señor te proporciona toda la ayuda necesaria para levantarte si te caes.

      En la Iglesia, hemos recibido algunos medios maravillosos del Espíritu Santo para poder recibir gracia abundante y estos medios son los sacramentos. Quiero detenerme en dos sacramentos que son muy importantes para nuestra lucha diaria. Se trata de la Eucaristía y de la Confesión.

      Además de esta joya de la misericordia de Dios, hay otro tesoro que el Espíritu Santo ha dado a su Iglesia y es la Eucaristía. Este sacramento es el centro y la raíz de la vida cristiana. Es la expresión más radical del amor. Piénsalo: el Creador y Señor del universo nos da su propia carne y sangre para que podamos recibirlo; para que podamos endiosarnos, para que podamos hacer de nuestras vidas un sacrificio de amor auténtico. Santa María Faustina Kowalska describió bellamente esta locura de amor divino:

      Tú y yo no tenemos motivos para desesperarnos. Puede que tengas dificultades muy grandes en tu vida, puede que te hayas caído en un pozo muy profundo, puede que tengas que empezar otra vez de cero. Dios es tu Padre y, a través del sacramento de la Confesión, siempre te esperará con los brazos abiertos. Vendrá a buscarte para sacarte del charco del pecado. Y nunca te dejará solo, porque siempre está esperándote en el santo sacrificio de la Misa, para que puedas vivir con Él y en Él para siempre.

      En el capítulo anterior escribí que debemos de tener cuidado con el hombre-techo, que vive en las nubes y es incapaz de superar la más mínima dificultad en su camino hacia Cristo. Pero también hemos de tener cuidado con el hombre-suelo. Este tipo de persona está tan clavada en la tierra que no consigue elevarse hacia al cielo. Está tan apegado a sus propias fuerzas que no está abierto a las fuerzas de Dios. Quiere mantener tanto el control sobre su vida que no permite que otros le ayuden en su debilidad.

      Un cristiano con carácter es una persona que pone todos los medios humanos para alcanzar sus ideales y que, a la vez, se abandona humildemente en la misericordia de Dios, porque está convencido de que por sí sólo, no puede alcanzar nada, pero con Cristo, lo puede alcanzar todo.

      [1] C. S. Lewis, Carta escrita el 19 de abril de 1951.

      [2] Brandon Sanderson, The Oathbringer (Nueva York, 2017), capítulo 122 [traducción del autor].

      [3] Lucas 22, 33-34.

      [4] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 133.

      [5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1468.

      [6] Santa María Faustina Kowalska, La divina misericordia en mi alma. Diario (Stockbridge, 2001), n. 1747.

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