Los Elementales. Michael McDowell

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Los Elementales - Michael McDowell

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un vistazo, arriesgarse a adivinar los rastros de sangre, el espíritu vengativo que saluda desde el primer piso? Las paredes recuerdan: en las habitaciones vacías hay ecos de un pasado que se repite. ¿Y qué es un fantasma sino una entidad que está condenada a repetir su tragedia, a visitar el lugar de su sufrimiento?

      Claro que las casas no siempre están habitadas por fantasmas. A veces pueden ocultar otro tipo de seres. En Buenos Aires se habla de una casa, ya demolida, en el barrio de Belgrano, que supo albergar demonios. Es que en la iglesia vecina se permitían exorcismos y los espíritus diabólicos hicieron lo que haría cualquiera si es expulsado: buscar refugio. Y el refugio era esta casa que ya no existe. Otra se ha construido en ese lugar. ¿Los demonios se habrán ido con la demolición? Habría que preguntarles a los nuevos dueños. O a lo mejor no: a lo mejor están muy contentos conviviendo con sus inquilinos infernales. Las casas, se sabe, ocultan secretos. No sabemos nada de las vidas de los vecinos, no realmente. No sabemos qué ocurre cuando se cierra la puerta.

      Michael McDowell nació en Alabama en 1950 y murió en Massachusetts en 1999 por complicaciones del sida, que le fue diagnosticado en 1994. Hasta hace diez años, casi todos sus libros estaban fuera de circulación, algo casi increíble porque McDowell fue el guionista de las películas de Tim Burton Beetlejuice (1988) y La pesadilla antes de Navidad (1993). Además, era muy amigo y colaborador de Stephen King y su esposa Tabitha, también escritora. McDowell escribió el guion de Thinner (1996), la película basada en la novela de King Maleficio (1984); Tabitha completó Voces del silencio, la novela póstuma de McDowell, en 1996. Hace apenas seis años la editorial Valancourt, especializada en ficción gótica, de horror y de ciencia ficción, además de dedicarse a rescatar autores gays olvidados, inició la recuperación del catálogo de Michael McDowell con ocho novelas prologadas por escritores contemporáneos como Poppy Z. Brite o Christopher Fowler. La mejor de las novelas elegidas es esta, Los Elementales, de 1981, que publicó por primera vez La Bestia Equilátera. Esta fábula de horror en Alabama tiene todos los detalles escenográficos del gótico sureño: las familias extendidas y excéntricas, las mansiones victorianas, los secretos, la empleada negra con poderes psíquicos, los fantasmas como maldición, la crueldad subyacente. Pero aunque se puede decir que Los Elementales es una novela de gótico sureño, el estilo de McDowell no tiene ninguna relación con el de patriarcas góticos como William Faulkner o Cormac McCarthy ni con los crueles abismos de Flannery O’Connor o la intensidad emotiva de Tennessee Williams. McDowell se consideraba y quería ser un escritor popular: decía que no escribía “para el porvenir”, sino para entretener. Sus diálogos son de una ironía histérica, increíblemente vívidos y graciosos.

      McDowell era una persona muy particular: coleccionaba memorabilia mortuoria, por ejemplo, desde ataúdes para niños hasta fotos post mortem. Estos objetos macabros ocupaban más de setenta cajas en su casa y, después de su muerte, fueron exhibidos en museos. Aunque escribió mucho y casi todo orgullosamente comercial, tenía temas recurrentes: las madres dominantes —en Los Elementales “se comen a sus hijos”—, las adolescentes rebeldes y algo brujas, la naturaleza triunfante típica del Sur, con sus inundaciones y esa vegetación que siempre le gana a cualquier esfuerzo humano por contenerla. Los Elementales es una novela que hace reír y que da muchísimo miedo, una mezcla difícil de lograr pero que cuando funciona es gloriosa. Es opresiva y está llena de inolvidables imágenes de pesadilla y también es una divertidísima sátira familiar de personajes inolvidables. Con sutileza, además, Los Elementales es una mirada impiadosa sobre los prejuicios raciales del Sur a fines del siglo xx, más fuertes que los huracanes y los lazos familiares, fantasmas tan persistentes y crueles como los que se esconden en la tercera casa.

      MARIANA ENRIQUEZ

      Para sumirlos aún más en la oscuridad y extraviarlos para siempre en este laberinto de Errores […] el Diablo hizo creer a los hombres que las apariciones, y todo aquello que confirma su demoníaca existencia, son meros engaños de la vista o melancólicas perversiones de la imaginación.

      SIR THOMAS BROWNE, Pseudodoxia Epidemica

      En memoria de James y Mildred Mulkey

      Una desolada tarde de jueves, en los últimos y sofocantes días del mes de mayo, un grupo de deudos se había congregado en la iglesia de San Judas Tadeo en Mobile, Alabama. El acondicionador de aire del pequeño templo ahogaba el ruido del tráfico en la intersección de calles, pero a veces no lo conseguía y el estridente graznido de la bocina de un coche sobrevolaba la música del órgano como un acorde mutilado. El lugar estaba en penumbras, era húmedo y frío, y apestaba a flores. Habían distribuido dos docenas de imponentes y onerosos arreglos florales en líneas convergentes detrás del altar. Un enorme tapiz de rosas plateadas cubría el féretro azul claro y habían desparramado pétalos en el interior de satén blanco. En el ataúd yacía el cuerpo de una mujer que no superaba los cincuenta y cinco años. Tenía rasgos cuadrados y duros, y las líneas que bajaban de las comisuras de su boca hasta el mentón eran dos surcos profundos. Marian Savage no se había dejado llevar serenamente.

      Dauphin Savage, el hijo sobreviviente del cadáver, estaba sentado en un banco a la izquierda del ataúd. Llevaba puesto un traje azul oscuro de la temporada anterior que le quedaba demasiado estrecho y la banda de seda negra que le ajustaba el brazo parecía más un torniquete que un brazalete de luto. A su derecha, con vestido negro y velo negro, estaba su esposa Leigh. Leigh alzó el mentón para echar un vistazo al perfil de su finada suegra en el féretro azul. Dauphin y Leigh iban a heredar casi todas las posesiones de la muerta.

      Big Barbara McCray —madre de Leigh y la mejor amiga del cadáver— estaba sentada detrás y lloraba a los gritos. Su vestido de seda negra gemía contra el roble lustroso del banco mientras se retorcía de pesar. A su lado se encontraba su hijo, Luker McCray, que revoleaba los ojos exasperado ante las efusiones de su madre. La opinión de Luker sobre la muerta era que no había mejor lugar para ella que un ataúd. Junto a Luker estaba su hija India, una chica de trece años que no había conocido en vida a la difunta. India observaba con interés los tapices ornamentales de la iglesia con la intención de reproducirlos en un bordado en punto cruz.

      Del otro lado de la nave central se encontraba la única hija mujer de la difunta: una monja. La hermana Mary-Scot no lloraba, pero de vez en cuando se oía el lánguido repicar de las cuentas de su rosario contra el banco de madera. Varios bancos más atrás de la monja se hallaba Odessa Red, una negra flaca y adusta que había sido mucama de la muerta durante tres décadas. Odessa llevaba un sombrerito de terciopelo azul con una sola pluma, teñida con tinta china.

      Antes de que comenzaran las exequias, Big Barbara McCray codeó a su hija y le preguntó por qué no había un programa impreso del servicio. Leigh se encogió de hombros.

      —Fue una decisión de Dauphin. Menos problemas para todos, así que no dije nada.

      —¡Y no invitaron a nadie! —exclamó Big Barbara.

      —Dauphin incluso pidió que los portadores del féretro esperaran afuera —comentó Leigh.

      —¿Pero sabes por qué? —preguntó su madre.

      —No, señora —respondió Leigh, que ignoraba el motivo, pero no tenía la menor curiosidad por averiguarlo—. ¿Por qué no le preguntas a Dauphin, mamá? Está sentado aquí a mi lado y escucha cada palabra que me dices.

      —Pensaba que te darías cuenta sola, querida. No quería perturbar a Dauphin en su dolor.

      —Cierra el pico, Barbara —la reprendió su hijo Luker—. Sabes muy bien por qué es un funeral privado.

      —¿Por qué?

      —Porque somos los únicos

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