Los Elementales. Michael McDowell

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su extrañeza. Odessa miraba al frente con rostro inmutable, como si no tuviera permitido expresar sorpresa ante nada que pudiera ocurrir en el funeral de una mujer mala como Marian Savage.

      Dauphin exhaló un sonoro suspiro y le hizo un gesto de asentimiento a su hermana. Los dos avanzaron lentamente hacia el altar y ocuparon sus puestos junto al ataúd. No miraron a su madre muerta. Apesadumbrados, clavaron la vista en un hipotético horizonte. Dauphin recibió la caja negra que le extendía la monja, corrió la traba y levantó la tapa. Los McCray estiraron el cuello al unísono, pero no pudieron espiar su contenido. Las caras de los hermanos Savage tenían una expresión tan aterrada y solemne a la vez que hasta Big Barbara se reprimió de hablar.

      La hermana Mary-Scot extrajo de la caja un cuchillo reluciente, de hoja angosta y puntiaguda y unos veinte centímetros de longitud. Como si fueran uno, Dauphin y Mary-Scot empuñaron el lustroso mango de la daga. La pasaron dos veces en posición horizontal sobre el ataúd abierto y luego dirigieron la punta hacia el mudo corazón de su madre.

      El asombro de Big Barbara era tan grande que tuvo que pararse; Leigh la aferró del brazo y también se levantó. Luker e India hicieron lo propio, y Odessa se puso de pie al otro lado del pasillo. Así parados, los deudos alcanzaban a ver el interior del ataúd. Parecían estar esperando que Marian Savage se irguiera para protestar contra aquel proceder tan extraordinario.

      La hermana Mary-Scot soltó el mango del cuchillo. Sus manos temblaron sobre el féretro, sus labios pronunciaron una plegaria muda. Bajó la mano hacia el ataúd, apartó la mortaja de lino y abrió desmesuradamente los ojos. La carne sin maquillar de Marian Savage tenía ese peculiar color amarillo que distingue a los muertos de los vivos. Mary-Scot retiró la prótesis y dejó al descubierto la cicatriz de la mastectomía. Con la respiración entrecortada, Dauphin levantó bien alto el cuchillo.

      —¡Dios santo, Dauphin! —gritó Mary-Scot—. ¡Termina con esto de una buena vez!

      Dauphin enterró apenas la hoja reluciente en el pecho hundido del cadáver. La mantuvo enterrada unos segundos, temblando de pies a cabeza.

      Después retiró el cuchillo con extrema lentitud, como si temiera causarle dolor a Marian Savage. La hoja emergió bañada en los líquidos coagulados del cuerpo, que no había sido embalsamado. Nuevamente estremecido por la sensación de estar tocando un cadáver, Dauphin colocó el cuchillo entre las manos rígidas y heladas de su madre.

      La hermana Mary-Scot arrojó a un costado la caja negra vacía, que rebotó contra el lustroso piso de madera. Cerró la mortaja rápidamente y sin mayores ceremonias acomodó la tapa del ataúd sobre el cuerpo mutilado de su madre. Después golpeó tres veces, con fuerza, sobre la tapa. El sonido era perturbadoramente hueco.

      El sacerdote y el organista reaparecieron por una pequeña puerta lateral. Dauphin y Mary-Scot corrieron juntos hacia la entrada de la iglesia y abrieron las enormes puertas de madera para dar paso a los portadores del féretro. Los seis avanzaron presurosos por la nave central, cargaron el ataúd sobre sus hombros y, al son de un postludio atronador, lo sacaron a la feroz luz del sol y el calor aplastante de esa tarde de mayo.

      La casa donde vivían Dauphin y Leigh Savage había sido construida en 1906. Era un lugar amplio y confortable de habitaciones generosas donde imperaban los arabescos y otros detalles cuidados y agradables en los hogares a leña, las molduras, los marcos y los cristales. Desde las ventanas del primer piso se veía la parte de atrás de la gran mansión Savage sobre Government Boulevard. La casa de Dauphin era la segunda residencia de los Savage, reservada para los hijos menores y sus esposas. Los patriarcas, los hijos mayores y las viudas residían en la Casa Grande, como la llamaban. Marian Savage había expresado su deseo de que los recién casados Dauphin y Leigh vivieran con ella en la Casa Grande mientras no tuvieran hijos —los bebés y los niños no le despertaban el menor interés—, pero Leigh había rechazado amablemente la invitación. La nuera de Marian Savage dijo que prefería instalarse en un espacio propio lo antes posible y comentó que los acondicionadores de aire de la Casa Chica eran mucho más potentes.

      Y a pesar del calor de ese jueves por la tarde, cuando la temperatura en el cementerio superaba los treinta y ocho grados, el porche vidriado de la casa de Dauphin y Leigh resultaba casi incómodo de tan fresco. Los dos robles magníficos que separaban el jardín trasero de la Casa Chica del vasto terreno de la mansión filtraban el sol implacable que, en ese mismo instante, azotaba el frente de la casa. Big Barbara se había quitado los zapatos y las medias en ese porche inmenso, lleno de muebles de grueso tapizado cubierto con complejos estampados florales. Sentía las baldosas frías bajo los pies y tenía mucho hielo en su escocés.

      Luker, Big Barbara e India eran los únicos que estaban en la casa en ese momento. En deferencia a la difunta, les habían dado asueto a las dos mucamas de Leigh. Sentada en la punta de un mullido sofá, Big Barbara hojeaba un catálogo de las tiendas Hammacher-Schlemmer y marcaba algunas páginas para que Leigh las estudiara luego con atención. Luker, que también se había sacado los zapatos, yacía estirado en el sofá cuan largo era, con los pies apoyados sobre la falda de su madre. Y sentada frente a una larga mesa de caballete que estaba detrás del sofá, India dibujaba sobre papel cuadriculado los diseños que había memorizado en la iglesia.

      —La casa parece vacía —observó Luker.

      —Porque no hay nadie —dijo su madre—. Las casas siempre parecen vacías después de un funeral.

      —¿Dónde está Dauphin?

      —Dauphin fue a llevar a Mary-Scot de regreso a Pensacola. Esperemos que esté de vuelta para la hora de la comida. Leigh y Odessa están en la iglesia, ocupándose de lo que falta. Escucha, Luker…

      —¿Qué?

      —¡Espero que a ninguno de ustedes se le ocurra morirse antes que yo, porque ni siquiera puedo empezar a contarte los problemas que acarrea organizar un funeral!

      Luker no respondió.

      —¿Big Barbara? —dijo India cuando su abuela terminó de masticar el último cubito de hielo que tenía en la boca.

      —¿Qué pasa, querida?

      —¿Aquí siempre hacen eso en los funerales?

      —¿Qué hacen? —preguntó Big Barbara incómoda, sin darse vuelta para mirarla.

      —Clavarles cuchillos a los muertos.

      —Esperaba que no estuvieras mirando en ese momento —dijo Big Barbara—. Pero te aseguro, querida, que no es algo que ocurra todos los días. De hecho, nunca he visto hacerlo antes. Y lamento muchísimo que hayas tenido que verlo, no imaginas cuánto.

      —A mí no me molestó. —India se encogió de hombros—. Estaba muerta, ¿no?

      —Sí —dijo Big Barbara. Miró a su hijo, como si esperara que interrumpiera aquel lamentable diálogo. Pero Luker tenía los ojos cerrados. Big Barbara se dio cuenta de que fingía estar dormido—. Pero eres demasiado joven para enterarte de esa clase de cosas. Yo fui por primera vez a un casamiento a los nueve años, pero no me permitieron asistir a un funeral hasta los quince… Y eso fue después del huracán Delia, cuando la mitad de la gente que conocía en el mundo salió volando por los aires. ¡Hubo muchísimos funerales ese mes, te lo aseguro!

      —Yo ya había visto muertos antes —dijo India—. Un día iba caminando a la escuela y había un hombre muerto en un umbral. Mi amiga y yo lo tocamos con un palo.

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