Los Elementales. Michael McDowell

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McCray rio entre dientes y codeó a su hija. India levantó la vista y le sonrió.

      Dauphin Savage, que no había prestado demasiada atención a lo que ocurría, giró la cabeza y dijo sin asomo alguno de rencor:

      —Por favor, mantengan la compostura. Acaba de llegar el sacerdote.

      Todos se arrodillaron para recibir la bendición sumaria del cura y después se pararon para cantar el himno “Ven a morar conmigo”. Entre la segunda y la tercera estrofa, Big Barbara McCray dijo en voz muy alta:

      —¡Era el preferido de Marian! —Miró a Odessa, sentada al otro lado del pasillo. Una breve inclinación de la pluma teñida confirmó su opinión.

      Mientras los otros coreaban el “Amén”, Big Barbara McCray suspiró:

      —¡Ya la estoy extrañando!

      El sacerdote leyó el responso con excesiva rapidez, aunque con expresividad asombrosa. Dauphin Savage se levantó, fue hasta la punta del banco —como si se considerara indigno de pararse más cerca del ataúd— y pronunció un breve discurso sobre su madre.

      —Todos quienes tuvieron la suerte de conocer bien a mamá la querían mucho. Desearía poder decir que fue una mujer feliz, pero si lo hiciera mentiría. Mamá nunca volvió a ser feliz después de la muerte de papá. Nos crio a Mary-Scot, a Darnley y a mí con todo el amor del mundo, pero siempre decía que tendría que haber muerto el mismo día que enterraron a papá. Y después murió Darnley. Sabemos que mamá lo pasó muy mal en sus últimos años: la quimioterapia es tremenda para el cuerpo, eso nadie lo discute, y ni siquiera estamos seguros de que cumpla su cometido. Por supuesto que lamentamos que haya muerto, pero no podemos lamentar que haya dejado de sufrir.

      Dauphin respiró hondo y contempló a Marian Savage en su ataúd. Después apartó la vista y prosiguió, con una voz más triste y más dulce:

      —Lleva puesto el mismo vestido que usó cuando me casé con Leigh. Decía que era el vestido más hermoso que había tenido en su vida. Cuando terminó la fiesta se lo sacó, lo colgó en el ropero y anunció que lo reservaría para esta ocasión. Se alegraría mucho si viera todas estas flores que tenemos aquí, si viera cuánta gente la quería. Desde que mamá falleció, los conocidos empezaron a llamar a casa para preguntar si debían enviar flores o hacer una donación a algún centro de investigación sobre el cáncer. Y Leigh y yo, cualquiera de los dos que atendiera el teléfono, invariablemente respondíamos: “Manden flores”. A mamá le importaba un bledo la caridad, pero siempre decía que esperaba que la iglesia se llenara de flores cuando ella muriera. ¡Quería que el perfume de las flores llegara hasta el cielo!

      Big Barbara McCray asintió vigorosamente y murmuró bien alto, para que todos la escucharan:

      —Así era Marian… ¡Eso la pinta de cuerpo entero!

      Dauphin prosiguió:

      —Antes de ir a la funeraria, pensar en mi madre muerta me perturbaba. Pero ayer fui y la vi, y ahora me siento bien. ¡Se ve tan feliz! ¡Tan natural! ¡La miro y pienso que en cualquier momento se sentará en el cajón y se burlará de mis palabras! —Dauphin giró la cabeza hacia el ataúd y le sonrió con ternura a su difunta madre.

      Big Barbara aferró el hombro de su hija.

      —¿Metiste mano en esa elegía, Leigh?

      —Cierra la boca, Barbara —dijo Luker.

      —Mary-Scot —dijo Dauphin, mirando a la monja—. ¿Querrías decir algo acerca de mamá?

      La hermana Mary-Scot negó con la cabeza.

      —¡Pobrecita! —susurró Big Barbara—. Apuesto a que el dolor le impide hablar.

      Se produjo una incómoda pausa en la continuidad de las exequias. El sacerdote miró a Dauphin, parado inmóvil junto al banco. Dauphin miró a su hermana, que jugaba con las cuentas de su rosario. El organista asomó la cabeza sobre la baranda, como esperando una señal para empezar a tocar.

      —Precisamente por esto se necesita un programa impreso —susurró Big Barbara al oído de su hijo, fulminándolo con una mirada acusadora—. Cuando no hay programa impreso, nadie sabe qué hacer. Y además podría haberlo pegado en mi álbum de recortes.

      La hermana Mary-Scot se levantó súbitamente.

      —¿Entonces hablará, después de todo? —preguntó Big Barbara con una voz cargada de esperanza que todos oyeron.

      La hermana Mary-Scot no habló, pero el hecho de que se levantara del banco funcionó como una señal. El organista pisó con torpeza los pedales graves, que sonaron discordantes, bajó como pudo de su cubículo y se escabulló por una pequeña puerta lateral.

      Con sombrío gesto conspirativo, el sacerdote asintió en dirección a Dauphin y la monja y giró abruptamente sobre sus talones. Sus pasos siguieron los ecos de las pisadas del organista al salir del templo.

      Parecía que los dos oficiantes, por alguna razón específica y abrumadora, habían decidido abandonar la ceremonia antes de que llegara a su fin. Y era evidente que el funeral no había terminado: todavía faltaban el segundo himno, la bendición y el postludio. Los portadores del féretro esperaban en la puerta de la iglesia. Los deudos habían quedado a solas con el cadáver.

      Desorbitadamente atónita ante aquel proceder inexplicable, Big Barbara se dio vuelta y con voz alta y clara le dijo a Odessa, que estaba sentada a varios metros de distancia:

      —Odessa, ¿qué piensan que están haciendo? ¿A dónde fue el padre Nalty? ¿Por qué dejó de tocar el órgano ese muchacho… cuando recibe una paga especial por los funerales? ¡Y yo sé perfectamente bien que es así!

      —Señorita Barbara… —dijo Odessa, con una mezcla de cortesía y súplica.

      —Barbara —dijo Luker en voz baja—. Date vuelta y cierra el pico.

      La matrona empezó a protestar, pero Dauphin murmuró con tono doliente y desdichado:

      —Big Barbara, por favor…

      Big Barbara, que adoraba a su yerno, se quedó quieta y callada en el banco, aunque le costó mucho esfuerzo.

      —Por favor, recemos en silencio por mamá —dijo Dauphin. Los otros inclinaron obedientemente las cabezas.

      India McCray vio por el rabillo del ojo que la hermana Mary-Scot extraía una larga y angosta caja negra que llevaba oculta bajo el escapulario y la sostenía apretada entre sus manos.

      Deslizó una uña larga y pintada sobre el dorso de la mano de su padre.

      —¿Qué tiene ahí? —le susurró al oído.

      Luker miró a la monja, sacudió la cabeza para manifestar su ignorancia y le susurró a su hija:

      —No sé.

      Durante largos segundos no hubo ningún movimiento en la iglesia. El acondicionador de aire se encendió de golpe y ahogó el ruido del tráfico. Nadie rezaba. Dauphin y Mary-Scot, avergonzados y evidentemente muy incómodos, se miraban fijamente a través de la nave central. Leigh había cambiado de posición, de modo que su cuerpo apuntara

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