Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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ni reía. Ni entonaban las canciones; solo jugaban a las cartas. Harry Sweeney sonrió.

      —Parece un grupo encantador.

      —¿Me tomas el pelo? Es peor que la biblioteca. Pero mis amigos Don y Mary dijeron que se pasarían. Son muy divertidos, te caerán bien…

      Harry Sweeney volvió a sonreír. Harry Sweeney consultó su reloj. Acto seguido Harry Sweeney hizo otra señal con la cabeza a Joe el camarero mientras se levantaba.

      —Rellena el vaso a la dama y cárgalo en mi cuenta, ¿quieres, Joe?

      —No me digas que te vas —dijo Gloria Wilson.

      Harry Sweeney hizo una reverencia.

      —Tengo que volver al tajo. Pero me ha gustado mucho conocerte, Gloria.

      —Qué suerte, la mía —comentó riendo Gloria Wilson—. Cuando por fin tropiezo con alguien en esta ciudad dispuesto a invitar a una occidental y a ser amable, resulta que es un adicto al trabajo. Pero gracias, Harry Sweeney. Gracias. Ha sido un placer…

      Harry Sweeney sonrió.

      —Nos vemos, Gloria.

      —Puedes estar seguro. Pienso ir a buscarte…

      —Puedes intentarlo si quieres —dijo riendo Harry Sweeney, y a continuación se alejó de la mujer, la barra y la copa, y subió la escalera.

      Entregó el resguardo a la chica del guardarropa. La joven le dio el sombrero con una sonrisa y una reverencia. Harry Sweeney le devolvió la sonrisa y le dio las gracias. Cruzó el vestíbulo, salió por las puertas y se topó con una pareja: una mujer japonesa con un kimono y un hombre estadounidense de uniforme.

      —¡Será posible! —comentó riendo el teniente coronel Donald E. Channon—. No coincidimos en cuatro años y de repente nos vemos dos veces el mismo día. Ha encontrado ya a mi presidente, ¿verdad, señor Sweeney?

      —¿Su presidente, señor?

      —Mi ferrocarril, mi puñetero presidente.

      —No que yo sepa, señor.

      El coronel Channon metió una mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y los agitó delante de Harry Sweeney.

      —Cien dólares, Sweeney.

      —Donny, por favor —dijo la mujer japonesa que estaba a su lado—. Vamos, Donny. Volvamos a casa, por favor, Donny…

      —Me cago en Dios —escupió el coronel Channon, que apartó a la mujer de un empujón, se tambaleó en el escalón, desparramó los billetes y amenazó con dar un puñetazo a la mujer mientras gritaba—: ¿Qué te tengo dicho de tu costumbre de hablar cuando yo estoy hablando? ¿Y de llamarme…?

      Harry Sweeney agarró el brazo del coronel y lo apartó de la mujer.

      —Es tarde, señor. Creo…

      —Maldita sea, no me diga lo que cree, Sweeney. Lo conozco, Sweeney, no es usted ningún santo. Miente más que habla. Eso es lo que hace, como el resto de ellos. Me importa un carajo lo que usted o cualquiera de ustedes crea. ¡Amo a esta mujer! La amo, coño, Sweeney. ¿Me oye? ¿Me oyen todos, joder? ¡Y también amo su puto país! Así que váyase a la mierda, Sweeney. Váyase a la mierda, y buenas noches.

      Harry Sweeney metió la llave en la cerradura de la puerta de su habitación del hotel Yaesu. Giró la llave, abrió la puerta. Cerró la puerta tras de sí, giró la llave tras de sí. Se quedó en el centro de la habitación y echó un vistazo a la estancia. A la luz de la calle, a la luz de la noche. El sobre arrugado, la carta hecha pedazos. La Biblia abierta, el crucifijo caído. La maleta volcada, el armario vacío. El montón de ropa húmeda, el fardo de sábanas manchadas. El colchón descubierto, la cama vacía. Oyó la lluvia en la ventana, oyó la lluvia en la noche. Se acercó al lavabo. Miró la pila. Vio cristales rotos. Miró al espejo, contempló el rostro del espejo. Contempló su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Estiró la mano para tocar el rostro del espejo, para recorrer el contorno de su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Deslizó los dedos arriba y abajo por el borde del espejo. Agarró los bordes del espejo. Arrancó el espejo de la pared. Se agachó. Colocó la cara del espejo contra la pared debajo de la ventana. Empezó a levantarse. Vio manchas de sangre en la alfombra. Se quitó la chaqueta. La lanzó al colchón. Se desabotonó los puños de la camisa. Se remangó los puños de la camisa. Vio manchas de sangre en las vendas de las muñecas. Se desabotonó la camisa. Se quitó la camisa. La arrojó al colchón. Se quitó el reloj. Lo dejó caer al suelo. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca izquierda. Puso el imperdible entre los grifos de la pila. Desenrolló la venda de la muñeca izquierda. Lanzó el pedazo de venda encima de la camisa tirada en el colchón. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca derecha. La puso al lado del otro imperdible entre los grifos. Desenrolló la venda de la muñeca derecha. Arrojó ese pedazo de venda sobre la otra venda tirada encima de la camisa. Cogió el cubo de basura. Lo llevó a la pila. Sacó los cristales rotos. Los tiró a la basura. Abrió los grifos. Esperó a que saliese el agua. A que ahogase la lluvia de la ventana, a que apagase la lluvia de la noche. Puso el tapón en la pila, llenó la pila. Cerró los grifos. El sonido de la lluvia en la ventana otra vez, el ruido de la lluvia en la noche otra vez. Metió las manos y las muñecas en la pila y en el agua. Remojó las manos y las muñecas en el agua de la pila. Observó cómo el agua se llevaba la sangre. Notó cómo el agua limpiaba las heridas. Quitó el tapón. Observó cómo el agua se iba por el desagüe, entre sus muñecas, entre sus dedos. Levantó las manos del lavabo. Cogió una toalla del suelo. Se secó las manos y las muñecas con la toalla. Dobló la toalla. La colgó del toallero situado al lado de la pila. Volvió al centro de la habitación. A la luz de la calle, a la luz de la noche. Estiró las manos, giró las palmas. Miró las cicatrices secas y limpias de sus muñecas. Se las quedó mirando mucho rato. A continuación se arrodilló en el centro de la habitación. Junto al sobre arrugado, junto a la carta hecha pedazos. Los fragmentos de papel, los fragmentos de frases. Traición. Engaño. Judas. Lujuria. Matrimonio. Santidad. Mi religión. Eres un traidor. Nunca lo dejarás. Te concedo el divorcio. Sé cómo eres, sé quién eres. Pero te perdono, Harry. Los niños te perdonan, Harry. Vuelve a casa, Harry. Vuelve a casa, por favor. Harry Sweeney juntó las palmas de las manos. Harry Sweeney se llevó las manos a la cara. Inclinó la cabeza. Cerró los ojos. En medio del Siglo de Estados Unidos, en medio de la noche de Estados Unidos. Inclinado en su habitación, su habitación de hotel. La lluvia en la ventana, la lluvia en la noche. De rodillas, las rodillas manchadas. Caía, diluviaba. Harry Sweeney oyó los teléfonos que sonaban. Las voces alzadas, las órdenes gritadas. Las botas que bajaban por la escalera, las botas en la calle. Portezuelas de coches que se abrían, portezuelas de coches que se cerraban. Motores por toda la ciudad, frenos cuatro pisos más abajo. Botas que subían por la escalera, botas que recorrían el pasillo. Los nudillos en la puerta, las palabras a través de la madera:

      —¿Estás ahí, Harry? ¿Estás ahí dentro?

      Harry Sweeney abrió los ojos. Se levantó y se serenó. Se acercó a la cama. Cogió la camisa y se la puso. Miró la puerta al otro lado de la habitación. Acto seguido se dirigió a la puerta y puso la mano en la llave. Inspiró, espiró. Giró la llave, abrió la puerta y dijo:

      —¿Qué quieres, Susumu?

      Toda estaba en el pasillo empapado de la cabeza a los pies.

      —Lo han encontrado, Harry.

      —Gracias

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