Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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se reúnen cerca del puente o en el cruce. Creen que se les puede oír llorar.

      —¿Cuándo fue el último? —preguntó Harry Sweeney.

      —¿El último qué?

      —Suicidio.

      —No me lo han dicho, y no he preguntado. Lo siento, Harry.

      —Podemos averiguarlo. Continúa.

      —El maquinista paró en Ayase para avisar de que creía haber visto un «atún», que es como llaman en su jerga a un cadáver hallado en la vía. Eso fue aproximadamente pasada la medianoche. Así que el subjefe de estación mandó al revisor y a otro empleado al Cruce Maldito a investigar. Solo tenían una linterna para los dos, pero vieron el cadáver en la vía, así que fueron directos a la cabina de policía que hay cerca de la cárcel para llamar al subjefe de estación y notificar lo que habían visto. Entonces el subjefe de estación informó a su superior, el jefe del equipo de mantenimiento de la zona de Kita-Senju. Todavía tengo que confirmarlo, pero creo que estaban en Gotanno, en la línea Tōbu, que es la siguiente estación de la línea que pasa por encima del puente. El caso es que el jefe y uno de sus hombres tomaron la línea Tōbu, bajaron por el terraplén que hay al lado del puente y llegaron a la escena del crimen pasada la una. Para entonces ya llovía, pero encontraron el cadáver de un hombre fornido terriblemente mutilado y parcialmente cercenado. Rebuscaron entre lo que describen como la ropa hecha trizas y manchada de aceite esparcida por la escena, buscando un medio de identificación, y encontraron tarjetas de visita y abonos de tren a nombre de Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales. Enseguida se dirigieron a la cabina de policía más cercana (que es la de Gotanno Minami-machi) e informaron de su hallazgo a un agente llamado Nakayama. A esas alturas eran las dos y cuarto. Nakayama notificó de inmediato a la comisaría de policía de Nishi-Arai y fue en persona a la escena, que es donde yo lo encontré; Nakayama es el agente que me ha contado todo esto. Cuando llegó allí (que fue aproximadamente a las dos y cuarenta, calcula), ya había más hombres, empleados de la estación de Ayase y del departamento de mantenimiento. El jefe de estación también llegó mientras Nakayama estaba allí, y todos se pusieron a buscar otro medio de identificación. Encontraron un reloj de pulsera junto al torso y un diente de oro. En algún momento, el jefe de estación dio la vuelta al torso y encontró una billetera en uno de los bolsillos del pantalón. Entonces llovía a cántaros, pero Nakayama me ha dicho que el balasto de debajo del torso estaba seco cuando le dieron la vuelta.

      Habían llegado al coche. Ichiro esperaba sentado al volante; había otros cuatro o cinco coches aparcados, todos vacíos.

      —No sé vosotros —dijo Betz—, pero yo estoy deseando darme un baño caliente, desayunar y acostarme. Con el chaparrón que nos ha caído encima, tendremos suerte si no estamos una semana de baja.

      Harry Sweeney miró los coches vacíos, el edificio de la estación y dijo:

      —Tú espera en el coche, Bill. Volveré lo antes posible, ¿de acuerdo? Tú ven conmigo, Susumu.

      —Date prisa, Harry, por lo que más quieras. Estoy temblando.

      —Volveremos lo antes posible —repitió Harry Sweeney, mientras encendía un cigarrillo, se dirigía a los edificios de la estación y preguntaba a Toda—: Esos coches son de la compañía de ferrocarril, ¿verdad?

      Toda miró hacia atrás y asintió con la cabeza.

      —Sí. Casi todos.

      Harry Sweeney sonrió.

      —Vamos a ahorrarnos un poco de trabajo de campo…

      Dentro del despacho del jefe de la estación de Ayase, tres hombres de la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales se hallaban reunidos en torno a un pequeño hibachi. Pálidos y mojados, silenciosos y afligidos, secaban sus trajes y su piel. Harry Sweeney sacó su placa del Departamento de Protección Civil y dijo:

      —Creo que uno de ustedes ha identificado al presidente Shimoyama, caballeros.

      —Sí —contestó uno de los hombres—. Fui yo.

      —¿Y se llama…?

      —Masao Orii.

      —Señor Orii, quiero que me cuente exactamente cómo llegó aquí —solicitó Harry Sweeney—. Dígame quién le llamó y cuándo. Y luego todo lo que vio cuando llegó y lo que ha pasado desde entonces. Todo, por favor.

      —Bueno —empezó a decir el señor Orii—, recibí una llamada en la casa del presidente a las tres…

      —Disculpe que le interrumpa, señor Orii. Debería haberme explicado mejor. Quiero que repase el día entero y que me cuente todo lo que pueda.

      —Bueno —empezó de nuevo el señor Orii—, me enteré de que el presidente había desaparecido más o menos a las once de esta mañana. Perdón, de ayer por la mañana. El señor Aihara me llamó para decirme que el presidente no se había presentado en el trabajo para la reunión de cada mañana. Pero, sinceramente, en ese momento no presté especial atención a lo que decía ni me lo tomé muy en serio. Me pareció ridículo y lo olvidé.

      —¿Y eso por qué, señor Orii?

      —Porque estaba muy ocupado. Soy el responsable de organizar los trenes de los repatriados que han vuelto a casa. Ha habido muchos problemas y mucha confusión en varias estaciones. En Shinagawa, Tokio y Ueno. Y he estado al teléfono con los del Ministerio de Transportes, la policía, etc. Muchas personas con las que tratar, muchas llamadas y muchas visitas. Pero a eso de la una, el señor Ōtsuka, el secretario personal del presidente, me llamó. Me dijo que el presidente todavía no había aparecido y me preguntó si se me ocurría a quién o qué lugar podía haber visitado el presidente. Yo le conté lo que él ya sabía. Pero entonces es cuando empecé a preocuparme y a pensar que al presidente Shimoyama podía haberle pasado algo de verdad.

      —¿Como qué, señor Orii?

      —Como que lo hubieran secuestrado o algo por el estilo.

      —¿Quién?

      —Pues gente que se opone a los recortes y los despidos. Sé que el presidente ha recibido muchas amenazas. Cartas y llamadas. Y luego están los carteles.

      —¿Algún individuo o grupo en concreto?

      —No, ningún nombre. Nada de eso. No estaba pensando en nadie en especial; simplemente eran suposiciones. Espero que al presidente no le haya pasado nada de eso.

      —Entonces, después de la llamada de la una, ¿qué hizo usted?

      —Tuve que quedarme en la oficina. Ya he dicho que tenía que ocuparme de los asuntos relacionados con los repatriados y sus trenes. Por eso no pude marcharme. Pero estaba preocupado, y sabía que en la radio habían dado la noticia y que los periódicos habían publicado ediciones extra.

      —¿A qué hora se marchó de la oficina, señor Orii?

      —Fue después de medianoche. No sé exactamente cuándo, lo siento. Pero después de medianoche, cuando la tormenta ya había pasado. Fui a la casa del presidente en Kami-Ikegami. Era la una más o menos cuando llegué. Había unos doce coches aparcados enfrente de la casa. Todos de la prensa. Entré en la casa. Los periodistas estaban dentro, en el salón. Unos quince o dieciséis. Subí a la sala de estar.

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