Tokio Redux. David Peace

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Tokio Redux - David  Peace Sensibles a las Letras

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Entonces Shimoyama se fue andando y cruzó esas puertas.

      Harry Sweeney contempló aquellas puertas oscuras, aquellas puertas cerradas. Todo estaba cerrado ahora, todo estaba oscuro ahora.

      —Han mandado a Hattori con una brigada entera a registrar el edificio —informó Toda—. De arriba abajo, cada piso, cada sala, los servicios y la azotea. Ni rastro del hombre. Pero han retenido a todos los empleados. Que yo sepa, siguen ahí dentro interrogándolos. Alguien debe de haber visto algo. Ese hombre no puede haberse esfumado.

      Harry Sweeney asintió otra vez con la cabeza. Abrió la portezuela del coche.

      —Vuelve a la oficina y espera allí. Ya te llamaré.

      —Pero ¿y si aparece? ¿Dónde estarás?

      —Entonces no me necesitarás —dijo Harry Sweeney. Bajó del coche y cerró la puerta. Se quedó a un lado de la calle contemplando los grandes almacenes Mitsukoshi.

      Los siete pisos, la torre de la azotea. El cielo que se oscurecía encima, las sombras que se alargaban abajo.

      Harry Sweeney se volvió y se alejó del coche, mientras el vehículo se dirigía a la calle principal y las luces radiantes. Recorrió la calle lateral siguiendo el costado de los grandes almacenes hacia el extremo del edificio, adentrándose en sus sombras. Giró a la derecha y recorrió otra calle lateral, por la parte trasera del edificio, de punta a punta del establecimiento, y pasó por delante de las zonas de carga, las plataformas y las persianas. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Torció otra vez a la derecha en el extremo del edificio y recorrió otra calle lateral, por el lado norte del edificio, el lado norte de los grandes almacenes, y pasó por delante de los escaparates y las puertas. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Atravesó las sombras y volvió a las luces, las luces radiantes de la calle principal. Giró a la derecha para salir a la calle principal, anduvo por la parte delantera del comercio y pasó por delante de los escaparates oscuros de las puertas principales, la entrada principal con sus dos estatuas de bronce de unos leones, allí plantados, allí sentados, vigilando la tienda, sobre sus pedestales de mármol, con las bocas abiertas, los ojos abiertos, observando la calle, el tráfico que pasaba, la gente que pasaba, el tráfico que se dirigía a casa, la gente que volvía a casa.

      Bajo las farolas de la calle, en la entrada de los grandes almacenes, Harry Sweeney estiró el brazo para tocar las dos patas delanteras de cada león de bronce. Frotó cada pata y pronunció una oración, y de repente oyó un rumor subterráneo y notó un temblor en el suelo. Se alejó de los leones, se alejó de sus oraciones y se dirigió a la entrada del metro.

      Harry Sweeney descendió la empinada escalera de piedra del metro, bajo tierra, y recorrió un pasillo. Había columnas de mármol y un suelo embaldosado, el sótano de los grandes almacenes a su izquierda, otras tiendas a la derecha. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. El pasillo conducía al metro, un pasaje de la estación de Mitsukoshimae. Vio la estación más adelante, al final del pasillo. Avanzó por el pasillo hacia la estación, dejó atrás los escaparates del sótano de los grandes almacenes Mitsukoshi, hasta las puertas del sótano del establecimiento; las puertas que permitían acceder de los grandes almacenes a la estación de metro, de la estación a los grandes almacenes: una entrada y una salida. Se dirigió al torno del metro y se disponía a enseñar su placa del Departamento de Protección Civil, se disponía a cruzar el torno cuando vio más tiendas entre las sombras grises del final del pasillo, más allá de la estación y de los grandes almacenes. Vio una peluquería, vio un salón de té y vio una cafetería: CAFETERÍA HONG KONG.

      Harry Sweeney se alejó del torno del metro, anduvo por el pasillo, más allá de la estación y de los grandes almacenes, hasta la cafetería situada entre las sombras grises. Se quedó ante su ventana oscura y su puerta cerrada. Llamó a la puerta y aguardó. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Volvió a llamar e intentó abrir la puerta. No se encendió ninguna luz, nadie contestó.

       Demasiado tarde, susurró una voz de hombre japonés, y acto seguido la voz se desvaneció, la línea se cortó y la conexión se interrumpió.

      Harry Sweeney oyó otro rumor subterráneo y notó otro temblor en el suelo. Se alejó de la puerta, se alejó de sus ruegos, y volvió al torno del metro. Enseñó su pase, cruzó el torno y bajó por la escalera al andén. Los trenes de Asakusa a su izquierda, los trenes de Shibuya a su derecha. Este u oeste, norte o sur, bajo tierra, bajo la ciudad, gente que iba a casa, hombres que se dirigían a casa, que volvían a sus casas.

      Pero esta noche no, aquí no: el andén se encontraba desierto, y Harry Sweeney estaba solo, esperando un tren, mirando a la boca del túnel, escrutando la oscuridad, buscando la luz, esperándola. Un japonés solitario bajó por la escalera con paso lento y vacilante al andén. Era bajo pero fornido, con un traje de verano claro oscurecido por la suciedad y las manchas, el sudor y el alcohol. Cuando se acercó a Harry Sweeney y pegó la cara a la de él, desprendía un olor tan malo como su aspecto, tan ebrio como su habla:

      —¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos! ¡Eh, tú, Estados Unidos!

      Harry Sweeney dio un paso atrás, pero el japonés dio un paso adelante.

      —¡Cobarde peludo! ¡Os creéis que ganasteis la guerra, pero los japoneses no nos dejamos vencer tan fácilmente!

      Se quedó allí, mirando a Harry Sweeney a través de sus gafas, y repitió la misma frase, pero más despacio y mucho más alto. A continuación embistió súbitamente, agarró a Harry Sweeney con los dos brazos y forcejeó para lanzarlo a la vía electrificada. Estaba demasiado débil y demasiado borracho, pero Harry Sweeney se quedó aprisionado entre sus brazos.

      Otro hombre, también borracho, se unió a la fiesta:

      —Yo, coreano, amigo de Estados Unidos —gritó, y separó al japonés de Harry Sweeney al mismo tiempo que una ráfaga de aire salía del túnel con fuerza, recorría el andén y levantaba trocitos de papel y colillas, formando pequeños tornados de basura en torno a los pies de los tres.

      Harry Sweeney se agarró el sombrero y lo sujetó fuerte mientras el tren entraba en la estación y el chirrido de sus ruedas y sus frenos le perforaba los oídos. En ese momento, el japonés arremetió otra vez de forma repentina y violenta, pero el joven coreano lo tumbó de un puñetazo.

      —Váyase —dijo el coreano—. Váyase ya.

      Harry Sweeney subió al tren. Las puertas se cerraron y el tren empezó a moverse. Miró atrás al andén: el joven coreano estaba junto al japonés todavía postrado, registrando los bolsillos del hombre, y entonces desaparecieron. Harry Sweeney se volvió hacia el vagón radiantemente iluminado con la mitad de asientos vacíos. Se sentó y se quitó el sombrero. Sacó el pañuelo y se secó la cara y el cuello. Guardó el pañuelo y se puso el sombrero. Miró a un lado y otro del vagón, por el pasillo, a los pasajeros. Un hombre aquí, un hombre allá, con chaquetas, con corbatas, dormidos o leyendo, un libro o un periódico. Contraportadas o primeras planas en sus manos o a sus pies: una hoja tirada en el suelo del vagón, una sola hoja de periódico, una edición extra del Mainichi. Harry Sweeney se inclinó hacia delante, estiró la mano hacia el suelo, recogió la hoja y leyó el titular: EL PRESIDENTE SHIMOYAMA HA DESAPARECIDO; En el trayecto de su casa a la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales de Japón; La policía sigue investigando cuando son las 5.00 de la tarde.

      Harry Sweeney volvió a mirar a los pasajeros, los hombres de aquí y de allá, con sus chaquetas y sus corbatas, leyendo o dormidos, dormidos o no. Hombres que habían acabado la jornada, hombres que volvían a casa. Puede que sí, puede que no. Harry Sweeney dobló el periódico y lo guardó en el bolsillo. El tren paró

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